Capítulo - XX

Un alargado cañón, escarbado en la tierra, se extendía tras unas colinas rocosas que sobresalían a modo de punto de inicio. El camino de tierra se estrechaba hasta que sólo cabía la extraña moto que Ryo y Selma habían alquilado, por un puñado de dólares, cuatro barras de pan y unos auriculares usados. Recubierta con agujereados lacitos y pegatinas de mal gusto, el vehículo de dos ruedas, de estructura manufacturada con tubos de fontanería, con motor de un cilindro pero potente, y que más bien se parecía a un payo con orejera y ruedas, pasaba de derrapar por la arena a contonearse entre las piedras, en un abrir y cerrar de ojos. Pasadas las colinas, se hacía más cuesta arriba y de vez en cuando Ryo se veía obligado a combinar los caballos del motor, con el impulso de sus pies. Te pareces a una rana –se mofaba Selma-. A veces no conseguía evitar caer en uno de los innumerables boquetes del camino y el trasero de Selma se lamentaba. Eso te pasa por hablar –contestaba Ryo y se reía también-.

 Cuatro cuervos graznaban encima de un árbol, falto de hojas verdes, que no se amedrentaban ni por el ruido infernal de la moto, ni por el silbido del viento que intentaba tirarlos al suelo. En el despellejado tronco, una chapa oxidada que apenas se sostenía con unos clavos sobre una cruz de madera, indicaba el camino hacia la posada con garabatos de rayas torcidas, acaracoladas y entrelazadas unas con otras. Un lenguaje extraño para un lugar aún más extraño. El panorama escarpado agonizaba por vislumbrar un poco de luz solar, que se escondía tras las densas nubes y que aparentemente, jamás se disipaban. A lo lejos, casi encima de un precipicio, una especie de posada de madera podrida y agusanada parecía querer caerse al vacío y arrastrar consigo a sus indeseables ocupantes.  

- Creo que ya hemos llegado.

- Sí. Igual a la que nos describió el bigotillos –añadió Selma-.

- ¿Crees que algo puede ir mal?

- Eso espero. Si no, para qué me he traído la escopeta de cañón corto.  

- ¿La de dos tiros?

- La misma.

- Pues creo que habrá más de dos ahí dentro.

- También traigo conmigo una sorpresita.

- ¿Cómo qué?

- Un sorpresita. Lo que indica su nombre.

Al abrir la puerta, las bisagras chirriaron con fuerza alarmando al personal y los clientes de la lúgubre posada. Una gran rueda de carromato hacía de portavelas, atado en el techo con una cuerda amarilla de barco pesquero y con cera chorreando por todos lados. Las mesitas, aunque correctamente distribuidas para aprovechar el aforo máximo del local, estaban medio rotas y remendadas de cualquier forma para cumplir con su función. Como asientos utilizaban unos pequeños barriles sin cojín. Al fondo, cerca de unas ventanas de donde se podía ver el precipicio, una barra se extendía de pared a pared, con varios proyectos de hombres apoyados en su superficie. El olor a tabaco y vodka se apoderaba del ambiente. El humo de las pipas de caña y los puros llameantes se posaba entre el techo y el suelo, como si no acabase de decidirse por qué lado tirar. Dos hombres con parche en el ojo, un gato fofo y gordo, cuatro individuos con cara de malas pulgas, dieciocho mortales y cuatro mozas que revoloteaban de brazo en brazo, era todo lo que había en la sala sin contar al posadero que a pesar de asearse todos los días, la peste formaba parte de su encanto natural.

Ryo y Selma ya habían dado dos pasos cuando se percataron de que les estaban apuntando al menos con siete armas, sin contar con todas las navajas de filo fino que se disponían a clavarles por las espaldas. No escarmentaron y continuaron, con paso firme, hasta llegar a la barra donde enseguida pidieron una ronda para todo el local. Generoso –susurró Selma-. Más bien sensato –le contestó él-.  Algunas miradas se transformaron de peligrosas a maliciosas mientras otras simplemente dejaron de fijarse en ellos.

- Buscamos a Gan el gorila –dijo Ryo-.

Las miradas se congelaron y volvieron a fijarse en ellos. El posadero se asustó y hasta el gato se marchó por un improvisado agujero construido a patadas que se encontraba en un lateral. Las alegres mozas dejaron de rifarse y el humo del ambiente se estancó.

- ¿Qué hijo de mala madre, que se puede considerar hombre muerto, me llama así?

Desde el fondo de la habitación, una simiesca figura, con brazos de Popeye alargados y cabezona grande y oblicua, se acercaba lentamente.

- ¿Eres Gan el gorila? –insistió Ryo mientras Selma acariciaba la escopeta-.

- ¡Eres hombre muerto!   

Por detrás se abalanzó un valiente, con parche en el ojo, que seguidamente fue repelido con un suave movimiento de judo. Se estampó contra una mesa que al instante se hizo pedazos. Selma reveló su arma y apuntó hacia todas partes, previniendo que dispararía con tan sólo percibir cualquier movimiento extraño. Por lo contrario, Ryo desenvainó su catana, la blandió en el aire y con un fuerte golpe horizontal, partió uno de los barriles en dos. Un espontáneo sacó una espada de media luna y retó a Ryo. La exhibición de esgrima bruto, duró sólo unos segundos ya que al primer golpe de espada la media luna se partió en dos y Ryo había marcado la espalda de su adversario con una línea diagonal de sangre, pero sin llegar a herirlo de gravedad.

- ¿Alguien más?

El peludo hombre mostró su rostro. El apodo le venía que ni pintado. Llevaba camisa de tirantes, para ocultar la gruesa capa de pelo negro que le cubría, y no para protegerse del frío. Era fuerte, muy fuerte pero despedía una mirada muy poco inteligente, también acorde con su apodo. Una mirada que a la gente normal la atemorizaría. Vacía y con unas pupilas negras dilatadas que se te clavaban en el pecho y te atravesaban al instante, igual que se podía hacer con el machete que llevaba pegado en el costillar. Hombre de pocos escrúpulos, aliento fétido y de pocas palabras.

- Parece ser que hemos terminado –manifestó Selma-.

- ¿Qué queréis? –gruñó Gan-.  

Ryo enfundó la catana, se sentó y la colocó en su regazo.

- Información. Y pagamos muy bien.

- ¿Cómo de bien?

- Como de diez mil dólares.   

- ¿¡Americanos!?

- Sí.

- ¿Y por qué no lo habéis dicho antes? Nos habríamos evitado el… malentendido.

- Por supuesto –contestó Ryo mirando de reojo-.

- Sentémonos y hablemos.

Una musiquilla de un casete viejo relajó los ánimos y disipó la tensión. Las mozas volvieron a sus quehaceres y las botellas de vodka rondaron por todas las mesas, a cuenta de los visitantes por supuesto.

- ¿Tengo entendido que conoces la ubicación de la tumba de Gengis Kan?

- Es posible. Pero… eso te va a costar más de diez mil.

- ¿Qué quieres?

- La mitad del botín.

- No habrá botín. Sólo cogeremos un objeto, el resto permanecerá oculto hasta que el gobierno de Mongolia lo descubra o hasta que autorice a alguien que lo haga.

- Estáis locos. Para qué arriesgar la vida si no hay recompensa.

- Te daré un millón de dólares.

- Eso es mucho dinero pero en la tumba hay tesoros de incalculable valor.

- Y que jamás podrás vender sin llamar la atención –añadió Selma-.

- Cierto… cierto… Muy bien, acepto. Pero quién me garantiza que me daréis mi dinero.

- Tendrás que confiar en nosotros. De momento toma los diez mil como adelanto. ¿Tenemos un trato?

- Lo tenemos.

El juicio de los espejos. Las lágrimas de dios
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