Capítulo - XXV

- Con cuidado… mete la palanca por la derecha y aguanta… tú, deprisa. Sujeta la cuerda y haz fuerza hacia atrás. Eso es… muy bien.

El enorme bloque de arenisca roja se resistía. Hiro no quería que se cayese dentro, causando irreparables daños a un descubrimiento que jamás sería desvelado. O al menos por ellos. Con mucho esfuerzo y gracias al empeño y la testarudez, un par de cuerdas, cuatro palancas y muchas manos, retiraron el bloque con éxito. Las entrañas de la tumba resoplaron y el renovado oxigeno del exterior invadió el interior silbando con fuerza. Un atronador vacío resonó. ¡Hola!gritó Eva mientras se preparaba para descender- ¿hay alguien ahí? Bromeó para rebajar la tensión y de paso se cercioró que la Blog estaba cargada y en su sitio, por si los muertos se despiertan de repente.

- ¿Preparada para bajar?

- Sí Alejandro. Preparada.

Rompieron un puñado de tubos verdes fosforescentes, los lanzaron al vacío y de pronto el fondo se iluminó.

- Pan comido. Sólo son cinco metros de nada.

Dos movimientos de piernas y uno de cintura, y Eva ya pisaba el piso superior de la tumba.

- ¡Dios santo!

- ¿Qué ocurre? –preguntó Ryo a pleno pulmón-.

Al encender su linterna y alzar la cabeza, Eva iluminó una careta esculpida en la pared. La rasgada y pétrea mirada, la sonrisa burlona que lucía unos afilados dientes y las mejillas agujereadas por imaginarias agujas o por el desgaste del tiempo, era una advertencia.

- Estoy bien. Casi tropiezo, eso es todo.

Desde arriba, tres linternas escrutaban el interior causando lo que denomino Hiro como “el efecto discoteca” y que se irritó al ver que no iluminaban nada en concreto. Dejad de hacer eso y dadme una linterna –dijo Hiro-. Empezó a escanear la sala lentamente intentando advertir cualquier señal de peligro. La pared de su izquierda rezumaba una humedad extraña y viscosa. Una especie de grasa vegetal se acumulaba a modo de bultos por las rendijas de las piedras, que a su vez parecían respirar. Desprendían un extraño olor a vainilla y humedad. Nada habitual en el interior de las tumbas. Lo que más le preocupo a Hiro, era lo que vio en la pared que tenía a su derecha. En la parte superior, una fina línea de polvillo caía hacia el suelo, amontonándose con el paso de los años. El montoncillo no era muy grande pero los movimientos de las excavadoras, los obreros y los martillos habían avivado su fluidez, como si un enorme reloj de arena se acababa de poner en marcha.

- Bajad los farolillos.

Eva colocó uno sobre la cabeza de un caballo de oro macizo de tamaño natural. Su dentadura brillaba de tal manera que causaba un efecto cegador cuando te acercabas a ella. El segundo farolillo decidió engancharlo en los afilados dientes que antes la asustaron. Otro lo puso encima de un baúl de bronce donde seguramente los sirvientes del rey habían guardado indescriptibles tesoros, aunque por ahora, permanecerían ocultos. El contenido de la cámara superior de la pirámide, ya se podía catalogar. Alejandro bajó con mucha agilidad. A pesar de ser una rata de biblioteca, entrenaba muy a menudo.

- Voy a catalogar todo lo que me sea posible.

- De acuerdo. Recuerda que no vas a poder publicar nada de lo registrado –le recordó Hiro-.

- No te preocupes. Será sólo para nosotros. Y puede que para las futuras generaciones.

El caballo de oro era lo que más le llamó la atención. Lo habían colocado al lado de una columna que sin duda se extendía hasta la base de la estructura, convirtiendo esa zona en una de las más estables. La silla de montar parecía real. La herradura que se veía en una de las patas traseras lo convertía en una pieza única, alejada de las tendencias simétricas y acercándose más al expresionismo liberal. Por el suelo se podían contar al menos veinte armaduras con sus correspondientes espadas y dagas colocadas en fila india y sin albergar indicios de huesos. No se trataba de un sacrificio sino de una ofrenda para que los dioses de la guerra se sintieran satisfechos. Con cada paso que Alejandro daba se tropezaba con monedas de oro y de plata, y de vez en cuando se enredaba con un larguísimo collar de perlas y pisoteaba piedras preciosas. La cámara del tesoro –pensó Alejandro-. Mucha riqueza acumulada. Nadie se molestaría en buscar el verdadero tesoro de la tumba. Una simple peineta de marfil con minúsculas piedras incrustadas en su superficie y un trozo de metal que, por forma y tamaño, cualquiera desecharía sin dudarlo ni un segundo.

Tom y Selma se quedaron en la superficie junto a los demás obreros. A Gan no le gustó la idea de abandonar todas esas riquezas pero se contentaba con sus más que suficientes honorarios. A pesar de su naturaleza ladrona, había demostrado que incluso entre los criminales existía el honor y la palabra de uno era igual que un contrato. Los que se encontraban en la tumba, agobiados por el aroma a vainilla y cerrado que pasaba de ser agradable a empalagoso, cogieron el resto de las linternas y bajaron por las escaleras situadas en el costado de la pared izquierda y descendieron al piso inferior. Esas bolas que se ven en la pared, parecen estar vivas –comentó Rajid-. Seguramente sólo se trata de algún tipo de reacción química. Nada más –aclaró Alejandro e introdujo una de esas cosas en un tarro de cristal-.

La sala intermedia estaba dividida en dos partes. Una era la cámara mortuoria, y la otra el lugar donde se guardaba todo lo necesario para que el difunto rey se encontrase cómodo en la otra vida. Ciento ochenta y tres vasijas, colocadas una al lado de la otra hasta ocupar toda la superficie de las paredes, guardaban los restos de cereales, leche, arroz, vino, y toda clase de bebidas y alimentos, tanto de cosecha nacional como de importación, donde ahora únicamente quedaba un polvillo con sus huellas moleculares. Las cajas de los telares de seda y las vestimentas ceremoniales se habían convertido en agujereados estuches llenos de polvo. Las puntas de innumerables lanzas, yacían en el suelo, faltas de su soporte de madera que se habían convertido en migajas. Toda clase de utensilios colgaban por clavos de oxidado hierro. Y lo huesos de más de cien sirvientes, ocupaban el resto de la habitación.

- Quiero echar un vistazo abajo –dijo Alejandro-. Rajid, vente conmigo y enciende la dichosa cámara que te has traído. Desde luego no se me ocurre mejor lugar para usarla.

La base de la pirámide, la sala más grande de todas, estaba repleta de huesos humanos, de armaduras, armas, escudos y esqueletos de caballos. Era la guardia del rey. Los que sellaron la tumba con su silencio, y con sus cadáveres.

- Fíjate en lo que hay aquí. Y no dejes de grabar, lo que vemos en este lugar es tanto espeluznante como singular.

Analizando la altura de las pilas de huesos, se podía fácilmente deducir que el día del entierro los cadáveres llegaban a tocar el techo. Alejandro hizo a un lado los que tenía frente a él y enseguida se dio cuenta de que el suelo estaba cubierto con una especie de melaza endurecida. La sangre de los soldados actuó como capa de pintura conservadora de suelos y horrendos recuerdos.

- Desde luego, si tuviéramos que salir por aquí jamás lo conseguiríamos –observó Rajid-.

- Tú sigue grabando y calla.

Por mucho que intentasen iluminar las partes más lejanas de la planta, sencillamente les resultaba una tarea imposible.  

- Vayamos arriba y acabemos con esto de una vez por todas –dijo Alejandro-.

Ryo palpaba con delicadeza la última morada de Gengis Kan. Una estructura rectangular, de cuatro metros de largo y dos de ancho, ocupaba el centro de la segunda habitación. La tapa, una pieza de granito verde sólido y con la figura de su ocupante tallada en ella, pesaba demasiado para moverla sin dañarla.

- No me gusta la idea de mancillarla –refunfuñó Hiro-.

Ryo se encogió de hombros y siguió acariciando la placa de granito como si quisiera despedirse de ella.

- ¡Un momento! –exclamó Rajid-. Y si en vez de abrirla por arriba, la abrimos por uno de los lados. De esa manera no tendremos que dañarla.

- Buena idea –dijo Eva-. Voy a por unas cuerdas. Mientras tanto haced unos agujeros en la parte inferior para pasarlas por ahí. Si por desgracia ese lado se rompe, los otros tres soportaran el peso de la tapa y también conseguiremos un acceso al cadáver y al amuleto.

¿Dónde si no estaría el amuleto de la infinita sabiduría? Una simple peineta que cambió el destino de más de medio planeta y que fue inventada como un adorno para el cabello. Ningún hombre digno de ella se apartaría de su poder. Hasta podría resultar útil en la otra vida. No hacía falta rebuscar entre todas las vasijas, el oro, los estuches, el polvo y los huesos de la tumba. El amuleto descansaba en las manos de su dueño.

- A la de una, a la dos y a la de… trrreeeeessssss.

Hiro aguantó la respiración después de haber dado la orden final. Los músculos y las cuerdas se tensaban, transformándose en palancas de Arquímedes capaces de levantar un mundo con la ayuda de un punto de apoyo. Una de las columnas hacía de polea y otra de punto de anclaje. La solida piedra comenzaba a moverse y mientras crujía, despedía restos de polvo por las rendijas.

- Casi lo tenemos. Vamos… sólo un poco más.

El atronador sonido que hizo la piedra cayéndose al suelo y convirtiéndose en trozos pequeños de gravilla, retumbó por toda la pirámide.

El juicio de los espejos. Las lágrimas de dios
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