Capítulo - XXX

Un camión, con olor a queso de cabra y con la parte trasera abierta de par en par, esperaba a ser cargado con los restos de herramientas, armas y utensilios con los que fueron recompensados los obreros, como botín de guerra. La polvareda que se había levantado ocultaba el estropicio de los anteriores acontecimientos. Nada era como antes. No se veía el color verdoso de las plantas por ninguna parte, los brotes de agua habían desaparecido por completo y un olorcillo a chinarro molido rezumaba desde el suelo. Los obreros cantaban y se alegraban de haber salido ilesos y con una buena recompensa, Gan el gorila, no paraba de incordiar a Hiro, preguntándole constantemente por su pupilo y si ya tenía noticias de él. En realidad únicamente estaba ansioso por saber cuándo iba a recuperar su furgoneta pero intentaba disimular y así evitar las miradas asesinas de Hiro.

Tom preparaba unas raciones de cecina, acompañadas con macarrones duros precocinados y tomates verdes triturados. No prestaba mucha atención a los detalles como de costumbre. La improvisada mesa carecía de mantel, los cubiertos no fueron ordenados, no sacó las servilletas de papel, ni puso vasos. La preocupación le recomía por dentro.  

Un avión espía surcaba los cielos dirigiéndose hacia el lugar del siniestro. Sus ahuecadas alas lo convertían en invisible, sus turbinas de presión atmosférica casi no emitían calor y tras su paso, arrastraba el silbido de una saeta que difícilmente se podía detectar. El coronel Jun Lai de la aviación mongola, se había encargado de realizar personalmente las “pruebas extraordinarias” de vuelo y de sacar la ingente cantidad de fotos necesarias para testar la nueva cámara digital, donada hace unos meses por las industrias Nagato. Con cada segundo que transcurría siete disparos se oían y el disco duro del aparato se cargaba de información. Automáticamente, gracias a una modificación de parámetros de última hora, los datos se trasformaban en archivos comprimidos y se retransmitían al ordenador de Rajid.

- Nada… nada… nada…

- Deja ya de decir eso –conminó Hiro-. Limítate a decir algo coherente.

Rajid ni levantó la cabeza. Sabía muy bien que quien hablaba no era el amigo que siempre había conocido sino el mentor preocupado por los tres desaparecidos. Con la ayuda de un gestor de imágenes que reconocía parámetros imperceptibles al ojo humano, destacaba en las centenas de fotografías todo tipo de movimientos e irregularidades. Una lata de un refresco en la orilla de la carretera, unos pantalones rotos, una margarita que se movía con el viento, y finalmente unos casquillos de ametralladoras.

- Capitán Lai, me recibes.

- Alto y claro Rajid. ¿Qué tenemos?

- Quiero que vuelvas al cuadrante nueve y que sigas por el doce. Creo que hemos dado con lo que buscamos.

- Entendido. Corto y continúo.

Dos minutos más tarde, los que contemplaban la pantalla del ordenador se quedaron boquiabiertos y preocupados. La polvorea se había disipado y en su lugar se distinguía con total claridad el vehículo destartalado. Gan se mordió los labios pero no mencionó la furgoneta. Espero que estén bien –dijo en voz baja-. En realidad lo único que le preocupaba era su furgoneta y al verla en su estado actual, quiso disimular.

- Sobrevolaré una vez más el lugar por si consigo detectar a los desaparecidos –informó el Capitán Lai-.

- Esperemos que esta vez tengas más suerte –contestó Rajid-.

Unos pocos recogían sus cosas y otros ya se habían marchado. En el destartalado campamento no se escuchaba más que la voz de Rajid durante los informes, y a Hiro angustiado. Con cada giro que daba el avión, cada pasada, cada movimiento y cada foto que retransmitía, el maestro de Ryo apretaba con fuerza su manchada espada, aguardando con impaciencia.

- No veo nada. Activaré los detectores térmicos así que dejaré de enviaros fotos y esperad a los nuevos datos.

El avión espía estaba equipado con un sistema de rastreo, que no sólo detectaba a los topos bajo la tierra, sino también los rastros de calor que dejaban atrás tanto los vehículos, como los humanos. El sensor se disparó al detectar la zona de los disparos y su rastro. Menuda batalla han librado aquí – pensó el piloto-. Durante otra pasada detectó el rastro del autobús que se detuvo a socorrerlos y junto con él las huellas térmicas de los pasajeros.

- Creo que un gran vehículo se detuvo aquí y rescató a los desaparecidos.

Hiro recobró la esperanza.

- Llamad al hospital más cercano, a la policía, poned anuncios en la televisión y en la radio si hace falta, pero quiero saber dónde se encuentran al cabo de una hora.

Al dar las órdenes se quedó mirando fijamente la pantalla y pensó. Os encontraré.

- ¿A qué viene tanto alboroto y por qué no ha ido nadie a recogernos?

La repentina aparición de Ryo al lado de su maestro le hico perder los papeles. Eva se había sentado en una silla y estaba bebiendo agua y comiendo con las manos unos pocos de los macarrones resecos. Alejandro, se había rendido tras la caminata y se había tumbado en la revuelta tierra.

- ¡Menos mal que estáis bien! –exclamó Hiro-.

El efusivo abrazo dejó a Ryo sin palabras, levantó los hombros y se lo devolvió con gusto.

El juicio de los espejos. Las lágrimas de dios
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