Capítulo - VII

Los documentos extendidos sobre el parquet de la casa formaban por pura casualidad una barca mal hecha, y los cordones azules desplegados en la base, dibujaban un mar. Ryo e Hiro, los leyeron y releyeron. Algunos escritos a mano, otros a máquina de escribir y los más recientes impresos por ordenador, acompañados por gráficos y diagramas. Los que estaban atados con los cordones rojos aún no los habían tocado. Descubrieron como se llamaba el diminuto y amorfo trozo de metal, que formaba parte de la catana. Era la clave de todo. El iridio. Un metal extraterrestre, duro, frágil y pesado; transportado a La Tierra por meteoritos que llevan cayendo sobre la superficie terrestre desde hace millones de años. Motas densas de metal, creadas en el núcleo de estrellas muertas. Supernovas. Tras varios análisis con láser, pruebas diversas con aparatos extraños y costosos, y finalmente estudiado por los científicos más influyentes de nuestro planeta con la ayuda del acelerador de partículas en Suiza, se descubrió que el corazón del extraño metal albergaba un agujero negro de mecánica cuántica, también conocido como “Mini Agujero Negro”. Un fenómeno extraordinario. Imposible. Una maravilla del cosmos que nos rodea. Una llave, regalo del infinito universo, para consultar el futuro o el pasado. Aún no habían descubierto cómo funcionaba en realidad. Durante la luna llena se abre un portal y cada setecientos ochenta días se abre otro portal mucho mayor. Exactamente cuando el planeta Marte alcanza su máximo acercamiento sinódico con respecto a la tierra. No se sabía nada más. El resto se podía describir como parloteo sin sentido junto a imaginación desmesurada. Cuentos de dioses vengativos y damiselas convertidas en musas, ríos que partieron montañas y grullas que hablaron como los humanos aunque con voz de pito. Buscando y rebuscando también hallaron una pista. Un tal profesor Von Vinstenman examinó “una roca espacial” en Namibia, poco después de ser descubierta en el año 1920. Lo que se veía a primera vista, era una superficie de hierro enterrada en la árida tierra, adornada con excrementos de elefantes y cáscaras rotas de huevos de avestruz. El profesor notó algo extraño durante esos días. Explicó que, en ocasiones, se veía a sí mismo, y la comunidad científica no tardo en tacharle de lunático. 

- Ya sabemos a dónde debemos ir –comentó Ryo-.

- Aún falta mucho para la próxima luna llena.

- Mejor. Así dispondremos de más tiempo para organizarnos.

- Me pondré a ello de inmediato.

- No te olvides contar con los cinco invitados de mi padre.

- No hacía falta que me lo recordaras, aunque…

- Sí Hiro.

- …no sé muy bien qué es lo que debemos llevarnos.

- De todo Hiro. Nos llevaremos de todo.

*

En el puerto de Yokohama, las gaviotas acechaban a los barcos pesqueros y las pestes de los trasatlánticos intoxicaban el mar. Un carguero de calado medio, se preparaba para partir. Su tripulación sólo trabajaba de noche y nunca de día, algo inusual en otros puertos pero no en el de Yokohama. Las miradas curiosas nunca descansaban, igual que vampiros durante las eternas noches de invierno. Miradas desprovistas de bondad y honradez, miradas que por tan sólo un puñado de dólares o una garrafa de sake del bueno, te apuñalaban y te desangraban. Chupándote la sangre entre contenedores oxidados y cabos quemados por la sal. El nombre del armador, desconocido; el del capitán y de la tripulación, también. La fecha de partida y su destino… aún por determinar. Las cajas de madera, que colgaban por las cadenas de la grúa mientras viajaban hacia la bodega, parecían ataúdes improvisados, hechos para rescatar cadáveres de fosas comunes, sin símbolos religiosos y con números grabados a fuego de soplete. La policía del puerto se acerca y se aleja en cuestión de minutos, portando un maletín pesado en las manos y una sonrisa bobalicona en los labios. Sobornados y acallados. El tartamudo se despide de ellos mientras el capitán del carguero gruñe bajo la espesa barba que se traga sus palabras. Cerdos asquerosos –susurra-. Y regresa al puente para dirigir el cotarro.

*

En la mansión de los Nagato, la servidumbre retornó de sus largas aunque no tan merecidas vacaciones. Desempolvaron los adornos, airearon las catorce habitaciones, lavaron la ropa de cama y fregaron los suelos, y los cinco baños con sauna y jacuzzi incluido. Compraron desmesuradamente. Alimentos, ambientadores, vajillas nuevas y un aparato que tostaba el pan dándole forma de lirio. Muy extravagante y otro tanto innecesario –resopló Hiro-. Cayese y no se meta donde no le llaman –contestó la ama de llaves y le echó de la cocina-. Tres días antes, el abogado llamó a Ryo avisándole de que sus cinco invitados, o los de su padre mejor dicho, llegarían la tarde del jueves. Esta tarde. Se sentía tanto intrigado como reticente y había ideado un plan para tratarles según considerase oportuno. Si le caían bien,  le acompañarían y si no, a la calle esa misma noche. Falto de tacto pero efectivo –afirmó Hiro y se echó a reír-. Cien millones de dólares, costaba cada uno de ellos y por esa cantidad podían irse a que les dieran por saco, a fin de cuentas. Y no le estorbarían.

- ¿Listo para la función?

- Eso creo ¿y tú qué haces así vestido? –replicó Ryo-. No pretenderás escaquearte.

- A mí las fiestas de disfraces no me gustan demasiado.

- ¿Qué disfraces?

- El de pingüino intentando suicidarse ahogándose con una pajarita.

La mirada del joven atravesó el afeitado cráneo de Hiro y se estampó en una ventana, casi agitando las cortinas.

- Vale, vale… no hace falta que te pongas así. Enseguida vuelvo.

Media hora más tarde, cinco limusinas llegaron desde el aeropuerto.

- Ya estoy aquí ¿contento?

- ¡Muy bien! Vestido de etiqueta, con pantalón de tatami y chanclas.

- No es mi pijama… es mi kimono.

- He de admitir que te favorece aunque resulta muy inapropiado.

- Acepto el cumplido. Maestro.

- Ya empezamos. Deja de llamarme así.

- Sí maestro.

Todos salieron para recibir a los cinco desconocidos. Todos menos el cocinero. Debía vigilar la cocción de la sopa y la temperatura del horno para que no se le quemase el asado. Tampoco le apetecía salir. Las limusinas desfilaron pero nadie salía de ellas y cuando acabaron con el paseíllo, se alejaron vacías y sin pasajeros, tal y como llegaron. Sólo en la última asomo una cabezota, con gafas de culo de vaso y un libro en las manos.

- La próxima vez compra champan del bueno y no esa porquería burbujeada.

- ¡No me lo puedo creer! Alejandro… Alejandro Hernández Puzol. ¿Qué haces aquí maldito hijo de perra?

- Tú me invitaste cacho mamón. No me sorprende. Sigues tan tonto como en la universidad. Mucho sake y catanas pero poca lectura. Acabarás más idiotizado que los traga telenovelas.

- Tu madre debió lavarte la boca con jabón cuando eras pequeño ¿lo sabes verdad?

- Pero en vez de eso me alimentó con jamón. Proteína para la mente. Con tomate rallado y aceite de oliva de verdad, y no la patraña de soja que gastáis los ojos rasgados.

- Maldito payaso… ven aquí que te abrace.

- Hola trabalenguas –dijo Hiro-.

- Hola querido amigo. Se te ve igual de calvo que siempre. Y con kimono.

- ¿Lo ves? Te dije que no era mi pijama. Puede que sea un malhablado pero es más listo que tú.

- ¿Por qué no vamos adentro y recordamos los viejos tiempos? –propuso Ryo-.

- ¿No esperamos a los demás?

- ¿Acaso estás ciego? No viene nadie más.

- Sí vienen, pero no en las horteradas que has mandados a recogerles. Sólo yo sé valorar estas cosas.

El rugido de una Harley Davidson del cincuenta y ocho, anunció la llegada de dos invitados más. El vaquero escupió y su acompañante saltó, aterrizando sobre los crisantemos en la base de una linterna de piedra. El jardinero salió corriendo maldiciendo. ¿Por qué no podían ser personas normales? Gamberros –dijo quejándose-. Apartó a la patosa con ademanes amariposados para no ofenderla, y se arrodillo para arreglar el desafortunado estropicio. Lo siento mucho –dijo Eva Papadakis y se retiró de puntillas-. La intrépida escaladora, apodada mujer araña por unos y mujer de goma por otros, se ganó el sobrenombre de mujer torpe, concebido por el anciano jardinero que lo repetía una y otra vez. Además de gamberra.

- ¡Hola guapa! Cuanto tiempo sin verte.

Eva, de cabellera morena y larga, que le alcanzaba el perfil de sus pechos de pera, saltó sobre Ryo, le abrazó con sus largas piernas y le propino un beso en los labios. Apasionado pero sin lengua. Le acarició el flequillo y le mordió la oreja.

- Eso por no haberme llamado.

- Sí que lo hice –replicó Ryo-.

- ¿A sí?

- No tienes móvil y nunca estás en tu casa. ¿Qué esperabas?

- Eso es verdad.

La greco australiana, sacudió su melena y dejó paso al vaquero.

- ¿Qué tal hermano?

- Tom Benson. Sigues sin hablar mucho y calzando esas horribles botas.

- Sí…

- Dame un abrazo grandullón.

Ryo maldijo el momento de pedírselo ya que en un abrir y cerrar de ojos, su pies despegaron del suelo tras ser acorralado por los gigantescos brazos del americano de dos metros, que parecían pitones enrollándose alrededor del cuerpo de un mono fibroso.

- Si vosotros estáis aquí, me imagino que Rajid Maján aparecerá de un momento a otro.

Todos fueron compañeros en la universidad durante un año, en Washington D.C. Un intercambio de estudiantes que estrecho mucho sus lazos de amistad y generó innumerables peripecias que contar y reírse. Todos eran de la misma edad, excepto Rajid que era ocho años más joven que los demás. Un genio adulado y odiado por las agencias de espionaje y reverenciado por la agencia espacial internacional. Todas las universidades sobre la faz del planeta deseaban ficharle. Y la charcutería de su barrio, y la peluquería, y la pescadería. Todos le querían y a todos les ayudaba. Siempre disponía de tiempo para arreglar un ordenador, crear una página web o piratear un programilla de contabilidad y videojuegos, y siempre sin cobrar. Él había decidido vivir en su ciudad natal. No merece la pena esta vida sin el curry que cocina mi madre –afirmaba Rajid-.

 Fuji Taxi, ponía en el cartel del extraño vehículo. En vez de motor con caballos daba la impresión de ser impulsado por moscas. Silencioso como las serpientes, se deslizó hasta parar frente a todos, que no se percataron de su presencia hasta que Rajid salió del coche.

- Llegas tarde –replicó Hiro- como siempre.

- Ah. Eres tú. ¿Sabes lo difícil que es encontrar un transporte ecológico por aquí?

- Un coche eléctrico –exclamó Hiro- veo que sigues intentando salvar el planeta.

- Y yo veo que aún no te ha crecido el pelo.

- Y que tú sigues llevando pañales.

- Pero de una talla más grande. Jajaja.

Todos empezaron a abrazarse y a reírse, contando anécdotas y metiéndose unos con otros. Parecía el reencuentro de una familia feliz en el día de navidad. Me cago en la mar salada. Estoy a punto de llorar –gritó Alejandro-. ¡Ala esa boquita! Hombre, fiesta y olé –gritaron riéndose todos juntos-. Siempre hacían lo mismo e Hiro les miraba como un padre orgulloso. Entraron en la casa y empezaron a comer, a beber y a hablar sin parar durante muchas horas. Ryo no se dio cuenta que faltaba un invitado más, hasta el día siguiente.  

El juicio de los espejos. Las lágrimas de dios
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