Capítulo - LXI

La cinta del equipaje daba vueltas sin parar mientras cuatro operarios descargaban continuamente los carros de maletas provenientes del avión. Los contactos del abogado arreglaron los pormenores para que pudiesen pasar el control policial sin detenerles por transportar espadas, pistolas, fusiles y cuchillos, especialmente cuando no permiten a nadie ni siquiera pasar un cortaúñas más grande de lo normal. Marrones, verdes, amarillas, negras y de colores, envueltas en papel film y plastificadas; los pasajeros del vuelo recogían sus pertenencias, uno a uno, pero el equipaje de los siete no aparecía por ninguna parte.

- Esto me huele mal –observó Alejandro-.

Quince segundos después, cuatro seguratas con corbatas de un color ridículo, cuatro policías con sobreros de cuadros blancos y azules, y dos hombres de traje negro, con corte recto insípido y camisas blancas de uniforme, se acercaron con paso raudo y firme, tomaron posiciones alrededor del grupo intentando no llamar la atención y les indicaron que debían seguirles sin armar alboroto. La discreción se la guardan en los calcetines, que no se ven –dijo Tom desafiante-. Hiro le puso la palma de su mano en el pecho para tranquilizarlo, hizo un gesto para que todos mantuvieran la calma y seguidamente se puso a disposición del comité de bienvenida para que le guiasen junto al resto a las habitaciones de los interrogatorios.

- ¿Y nuestro contacto de Irlanda? –preguntó Rajid-.

- Eso es lo que me gustaría saber ahora mismo –contestó Ryo-.

- ¿Has pensado en la posibilidad de que no se trate de trabajadores del aeropuerto?

- ¿Qué quieres decir?

Ryo inclinó la cabeza, arrugó la frente y arqueó las cejas.

- Piensa un poco –continuó Rajid-.

Los acompañantes, que se percataron de la situación, se pararon cerca de una puerta sin letrero y giraron sus brazos con los dedos hacia arriba indicándoles a todos que entrasen dentro.

- Creo que no podemos hacer eso –dijo Ryo-.

- O entran por las buenas; o tendremos que obligarles –informó uno de los trajeados-.

Varios policías con semiautomáticas aparecieron por los alrededores. No se acercaban demasiado para no llamar más la atención, pero eran perfectamente visibles e Hiro sabía muy bien cuál era su función.

- Tendremos que abrirnos paso a puñetazos –susurró Eva a Selma- yo neutralizo al policía de la derecha y le quito la pistola. Tú ocúpate del rubiales que está a su lado.

- ¿El de la cara de pasmado? –preguntó-.

- Ese mismo y de paso le das una patada en la entrepierna al trajeado de al lado.

Tom y Alejandro se preparaban. Al ver que las chicas estaban a punto de empezar la pelea, tomaron posiciones, analizaron la situación, calcularon las probabilidades de éxito y esperaron. Ryo apartó a Rajid e Hiro cerró sus puños. Por la megafonía se anunciaban los nombres de los pasajeros que debían apresurarse en llegar a la puerta de salida para no perder su vuelo, unos niños protestaban porque querían irse a casa, un hombre vestido con un jersey de vacas blancas y rombos verdes, acompañaba a su anciana madre hasta los asientos situados pegados a la pared porque ella estaba demasiado cansada, y algún que otro cotilla se había percatado de que pronto habría camorra y no sabían si quedarse o marcharse.

El blanco de las luces del techo se reflectaba en el encerado suelo de mármol; los grandes ventanales de un lateral servían para que la gente pudiera observar a los aviones que maniobraban para acoplarse en las galerías de embarque, y casi la mitad de los hombres armados del aeropuerto se habían reunido alrededor de Ryo y los demás. Todos pensaron que debieron esperar a que los amuletos les indicasen el rumbo correcto a seguir, advertirles de los peligros y así evitar una encerrona como la que estaban sufriendo. Lo malo de confiarse es la ceguera que se sufre al tomar decisiones peligrosas.

- ¿Listos? –susurró Ryo-.

Los objetivos habían sido fijados y la desastrosa estrategia dependía demasiado en el factor suerte. Los guardias quitaron el seguro de sus armas. Los que se encontraban más apartados amartillaron las semiautomáticas y empezaron a apartar a la gente despistada e inocente que transitaba por la zona. Selma pensaba en matar al rubiales con tan sólo un golpe y después mataría a todo aquel que pudiera. Faltaban segundos para que la terminal de vuelos en Dublín se transformara en un matadero.

- ¡Alto! –gritó un hombre que apareció corriendo-.

Al verlo, los guardias se relajaron.

- ¡Alto todos! Que nadie se mueva. Esta gente está conmigo.

- Señor los sospechosos…

- Cuando quiera tu opinión te la pediré –dijo el hombre interrumpiendo al agente de traje-.

El pelirrojo con pecas por toda la cara y hasta por las orejas, alargó la mano para estrechársela a todos y se disculpó.

- Lamento todo este malentendido. Sé que debía estar aquí esperándoles pero surgió un contratiempo y… bueno, creo que sobran las excusas y lo que realmente importa es que recojáis vuestro equipaje y salgáis de aquí.

 Vestido con unos desgastados vaqueros y un polo con dos palos de golf cruzados como escudo, ninguno se podía imaginar que ese extraño era uno de los mandamases del lugar. Por otro lado, sus andares de niño mimado y su movimiento de brazos mostraban claramente que rebosaba de confianza y que nadie se atrevía a contradecirle.

- Os he reservado siete habitaciones en un hotel en las afueras de la ciudad para que podáis descansar sin atraer miradas curiosas –dijo el pelirrojo-. Los conductores de los taxis son de confianza y mantendrán la boca cerrada en caso de que alguien empiece a hacer preguntas indiscretas. Vuestro abogado ha sido muy explícito en sus exigencias sobre la seguridad y la discreción.

- Pues menos mal que te lo has tomado en serio porque por lo que pasó hace poco, cualquiera diría que…

Hiro interrumpió a Alejandro.

- Olvídate de lo ocurrido y déjale hacer su trabajo.

El pelirrojo asintió a modo de agradecimiento y les acompañó hacia la salida.

El juicio de los espejos. Las lágrimas de dios
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