Capítulo - LXIII

476 d. C. Cerca de la actual Bretaña francesa…

El humo amarillo se alzaba hasta alejarse de la fogata y difuminarse en el gélido aire. No nevaba desde hace días pero el frío se llevaba a los débiles y endurecía a los más fuertes. Nadie sabía el porqué, pero hacía mucho tiempo que no se veían soldados romanos por la zona y casi se habían olvidado de ellos. El anciano de barba gris, vestía una túnica blanca llena de agujeros y manchas. Sus ojos de color ocre, atormentaban a los que intentaban mirarle a la cara; su rostro agrietado, asustaba a los más jóvenes y reclamaba el respeto de los ya considerados hombres. Con el pulso firme y sin vacilar, cogió un cuchillo poco afilado y se acercó a la ofrenda que la esposa y el hermano de un guerrero muerto habían traído para honrar a los dioses. El anciano acarició el hermoso animal, lo examino a fondo y susurró unas palabras que sólo los druidas conocían y entendían. Los demás veían como se movía con ademanes misteriosos y suavizados y se asombraban al ver como el caballo se arrodillaba, como si él mismo se ofreciese a ser sacrificado. El gastado filo del cuchillo le dificultó el trabajo y provocó que el animal sufriese más de lo necesario, pero no se resistió, ni se movió. El humo amarillo se transformó en gris como la barba del anciano, y seguidamente en rojo igual que el color de la sangre derramada. Sin la ayuda de nadie, empujó al animal muerto y lo tiró en la tumba recién cavada donde se incrustó encima de su antiguo amo. Un ánfora llena de hachas de guerra y puntas de flecha fue colocada en una esquina, otra ánfora con vino y miel fue vertida por toda la tumba, y unos huesos de enemigos abatidos también sirvieron de ofrenda. Llanto y dolor. La esposa no pudo contenerse y lloró desconsolada, mientras el hermano intentaba acallarla ordenándole que guardara la compostura.

El templo celta ocultado en el espeso bosque, emulaba su entorno con columnas de madera envueltas por higueras trepadoras y tejados de barro recubiertos con arbustos y plantas de campanillas color naranja; era difícil encontrarlo si uno no sabía dónde buscar. Los tallados de las paredes, parecían grietas de cortezas de árbol y los acabados de las vigas y los soportes eran iguales que las hojas marrones que sufren el desgaste otoñal. Lo único destacable que llamaba la atención a los escasos visitantes que conocían la ubicación del templo, era el olor de las cabras y gallinas que vivían en un pequeño corral situado cerca, y que servía para alimentar a los druidas y a sus invitados.

- Entrégame la ofrenda final –ordenó el anciano-.

La mujer, incapaz de reponerse, levantó la mano tímidamente y le entregó un objeto envuelto en un trozo de tela, tejido con hilos tintados en sangre. El druida recibió la ofrenda y la descubrió cerca de la hoguera, que ahora despedía un humo más denso y de color marrón como la tierra. El suelo empezó a solidificarse. Primero las partes que estaban embarradas se secaron, después los distintos desniveles se igualaron y, casi de inmediato, las grietas de la superficie desaparecieron y las piedras y las rocas se fundieron con todo lo demás. El cuerpo del guerrero había sido enterrado como por arte de magia, y sin recibir la última ofrenda.

- Los dioses ya están satisfechos –anunció el druida-.

A pesar de tratarse de un hombre rebosante de fe y ferviente creyente de la fuerza de lo sobrenatural, era la primera vez que presenciaba un verdadero milagro. La mujer alargó la mano pidiendo de vuelta el objeto que se escondía en el trapo de sangre.

- No seas insolente mujer –instó el druida- la ofrenda no viajará con tu marido, los dioses ya la han reclamado. ¿O pretendes insultar a los dioses y provocar su ira?

- No, no –contestó asustada la mujer y se puso de rodillas-.

- Levántate y vete. Todo lo que se ha podido hacer, ya está hecho, y tu marido viaja en paz.

Su cuñado la sujetó con fuerza y la ayudó a ponerse de pie; sacó una bolsa de cuero con siete monedas de oro, tres monedas de plata y catorce monedas de bronce, se la entregó al druida, y se marcharon. El anciano permaneció inmóvil y seguía murmurando plegarias sobre la tumba del guerrero, hasta que cayó la noche y decidió descansar. Se sentó en un tronco volcado y llamó a su aprendiz más joven.

- Agua.

El joven obedeció y se fue corriendo hasta un riachuelo cercano y le trajo agua fresca y cristalina.

- Sé que no estás preparado, pero tu momento ha llegado. Debes coger este presente y llevárselo al maestro druida del norte.

- No sé si seré capaz –contestó el joven-.

- No repliques y presta atención. No embarques en el estrecho, y hazlo más al oeste. ¿Recuerdas lo que te dije sobre el gran maestro?

- Tiene los ojos de fuego y es guiado por el viento.

- Muy bien. ¿Y hacia dónde sopla el viento?

- Hacia el oeste. Siempre hacia el oeste.

- Ahora come y prepárate. Mañana partirás.

El anciano miró al joven y esperó a que se marchara. Cuando se quedó completamente solo, cogió el trapo de sangre y lo dejó a su lado, sobre el tronco. Movió sus dos piernas y golpeó con fuerza el suelo. Enseguida se percató de que no se levantó ni una mota de polvo y que el suelo que ahora se encontraba bajo él, era el más sólido que jamás había visto. Volvió a coger el trapo y meditó sobre si debía averiguar lo que escondía, o no. Con su mano acarició su superficie y con su dedo índice presionó en varios puntos, descubriendo unos grabados con el tacto. No me arriesgaré. Que el gran maestro decida qué es lo que esconde esta prenda, y lo que se debe hacer con ello –pensó-. Se levantó con decisión y se quedó dando vueltas por las tumbas de los nobles guerreros que descansan en el sueño eterno, durante el resto de la noche.

El juicio de los espejos. Las lágrimas de dios
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