Capítulo - VL

La noche después de que Filetero fue nombrado rey…

Unas pocas estrellas se dejaban ver a través del nublado cielo. Las grisáceas y espesas sombras que planeaban sobre la residencia del recién nombrado rey, camuflaban los movimientos de los soldados de Alejandro. Los que le habían jurado lealtad hasta la muerte, se sintieron indignados cuando se perpetró la traición. En estos tiempos inciertos, los amigos fácilmente se convertían en enemigos y los enemigos difícilmente se podían distinguir entre los amigos. Horacio y Kimonas allanaban el camino. A los guardias les distraían, les elogiaban, y después les clavaban sus dagas de dos palmos en la cavidad que hay entre el cuello y el omoplato, hasta atravesarles el pulmón o el corazón.

- Seguid en silencio –ordenó el general Andros-.

Los entrenados soldados, vencedores en decenas de batallas y marcados por las armas de sus enemigos, caminaban sigilosamente hacia la sala del trono. Tenían las sandalias muy bien atadas para que el cuero no se rozase y así evitar hacer ruido, las túnicas las dejaron en sus cuartos para que no les estorbasen, los cascos y las armaduras también; únicamente el pesado cuerpo del intruso bocazas les impedía avanzar con más ligereza.

- Primero exponemos la presa como trofeo y en cuanto acabemos, traeremos a Filetero –musitó el general-.

Con unas cuerdas finas pero resistentes, ataron el cadáver de Darnen de Angostina por los pies y lo colgaron en el centro de la sala. El candelabro central soportaba bien el peso del muerto que se columpiaba lentamente causando más estupor a quienes lo miraban, y eso que ellos ya habían visto infinidad de cadáveres y mutilaciones en los campos de batalla.

- Ahora a por el traidor –ordenó de nuevo el general-.

Como mantis religiosas, los soldados se agazaparon para ocultarse de nuevo entre las sombras. Las antorchas se apagaban a su paso, las largas y pesadas cortinas se encorvaban, y la caliginosa noche de verano de repente refrescó.

La entrada de los aposentos del nuevo rey estaba bien vigilada. Cuatro hombres de lanzas doradas, dos de espadas cortas y otros cuatro de espadas largas y pesadas. La guardia real era un obstáculo temible para quienes deseaban asesinar al rey, pero esta noche nadie ni nada impediría a los soldados de Alejandro Magno cobrar su venganza. Dos se lanzaron a los espadachines y los cuatro restantes degollaron a los lanceros durante la confusión. El angosto pasillo no estaba muy bien iluminado. En cuanto los espadachines pensaron que pronto acabarían con los intrusos, los degolladores se abalanzaron sobre ellos despellejándolos, mutilándolos, rajándolos y finalmente destripándolos. Los guardias, que eran temidos más por su fama que por su destreza, yacían muertos frente a la doble puerta de madera charolada. El general caminó por encima de los cadáveres sin inmutarse, empujó la pesada puerta y encontró a Filetero vistiéndose para la ocasión. Intentaba aparentar sereno, pero en realidad las manos le temblaban y las piernas le flaqueaban.

- ¿Sabes a qué he venido? –preguntó el general-.

El condenado asintió con la cabeza y permaneció de pie frente a su cama de sábanas blancas con bordados carmesíes.

-Adelante –ordenó el general-.

Horacio cogió un enorme higo y se lo metió entero en la boca. Kimonas le amordazó apretando con fuerza manteniendo erguida su cabeza y le ató las manos. La práctica, aparentemente inofensiva, en realidad era una prueba de templanza que conducía a quien la sufría hacia una muerte agonizante por ahogamiento o, si mantenía la calma y no se atragantaba con el hijo que se deshacía lentamente en su garganta, se enfrentabas al castigo final. La textura espesa y azucarada del enorme higo, se deslizaba hacia la tráquea con cada intento de tragar saliva y obstruía las vías respiratorias. Filetero lo sabía.

- Prefiero que no te mueras ahora –le susurró al oído el general-.

Le guiaron hacia la sala del trono donde Darnen de Angostina, el antiguo rey de los ladrones, colgaba muerto igual que un cordero durante el día del desangre. El general se acercó al cadáver y lo balanceó para que Filetero lo pudiera ver bien. ¿Ves al traidor?preguntó el general-. Entonces, cogió un gancho de carnicero y se lo hundió en la barriga, giró con fuerza y con la afilada punta empezó a desgarrarle la piel como si de un trozo de papiro mojado se tratase, y su tripas se desparramaron al suelo. Los frescos de las paredes observaban atónitos, grabando en su inescrutable memoria los acontecimientos que nunca revelarían. En el suelo, el mosaico de una estrella dorada se empañaba en sangre y los chispeantes destellos de las antorchas, sujetas en los soportes de bronce, mostraban a Filatero lo que sus pesadillas le habían ocultado.

- Dejadle hablar. Como nuestro hermano, le está permitido pronunciar unas palabras antes de ser castigado.

- Sí general.

Filatero escupió el higo desecho y tosió. Se arrodilló sobre la estrella manchada y miró a su alrededor.

- Prefiero callar, porque sé que soy culpable.

- Eso te honra hermano, pero no te exonera de tus faltas. Has dado la espalda a tu rey… nuestro rey. Alejandro nos prometió gloria y nos la brindó en bandeja, nos ofreció riquezas y las aceptamos, nos regaló una vida de honores. Únicamente nos pidió a cambio nuestra incondicional lealtad. Y se la dimos.

A pesar de estar avergonzado, el acusado no bajó la cabeza.

- No sólo traicionaste a nuestro rey –continuó el general-. Nos traicionaste a todos.

Allí, entre las tripas que empezaban a apestar y las pétreas miradas de los soldados, le colocaron sobre una mesa, le sujetaron las manos y le abrieron las piernas, caldearon una de las dagas, y le castraron. Luego, con un hierro al rojo vivo le purgaron la herida para que no se infectase y le dejaron.

- No tendrás descendencia y si vuelves a traicionarnos, volveremos para quitarte la vida. Como hermano nuestro sólo has sido castigado; espero que hayas aprendido la lección.

De la misma manera que se hace con el pescado podrido, habían tirado sus genitales con el resto de intestinos y sangre. Filetero, el rey castrado, veía como su estirpe había sido exterminada en un abrir y cerrar de ojos. Puede que algún bastardo en algún lugar fuese su hijo, pero jamás engendraría un heredero tal y como es debido. Despojado de su futuro y de su orgullo, la estrella dorada del suelo le absorbía sus pensamientos y se sentía sereno. El anillo del saber no le había ayudado en nada. No era digno de llevarlo. Recordó los tiempos cuando lo que más importaba era servir a los dioses y hacer lo que uno consideraba justo y bueno. Recordó los días que luchaba junto a Alejandro Magno codo con codo, compartiendo el pan y las heridas, y labrando un futuro mejor. Debo esconderlo o mejor aún, sepultarlo. Si esta ciudad fue regida sobre las ruinas de Sodoma y Gomorra, construiré una tumba para el anillo donde nunca, nadie, jamás podrá encontrarlo, ni mancillarlo. En las ruinas de las ruinas.  –se dijo a sí mismo con la poca voz que le quedaba-.

El juicio de los espejos. Las lágrimas de dios
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