Capítulo - V

- ¿Té?

- Café.

- Té pues –Hiro miró a Ryo de reojo y se rió-.

- Entonces para qué me preguntas. Siempre haces lo mismo.

- ¿Estás molesto?

- Un poco.

- Por eso lo hago.

Así florece la virtud de la paciencia –repetía Ryo en su mente-.

- Así florece la virtud de la paciencia –declaró Hiro, y volvió a reírse-.

- Ya me lo habías dicho antes.

La servidumbre estaba excusada de forma indefinida hasta que la asfixiante intimidad se tornara insoportable, aunque cobrando. Sólo el jardinero se negaba a abandonar su jardín que consiguió crear con tanto esfuerzo. Hasta los coloridos crisantemos, que abrazaban la base linterna, los había plantado él así que no iba a permitir que la muerte se apoderase de toda la casa. La ama de llaves también aparecía cada tres o cuatro días para instaurar un poco de orden. Así cuando vuelva todo estará en su sitio –decía-. No le faltaban razones. El hecho de que las paredes de su casa se le caían encima y el aburrimiento la perseguía, también eran buenos motivos para no desprenderse por completo de su rutina cotidiana.

- He llamado el abogado.

- ¿En qué has quedado?

- No podía recibirnos esta mañana así que hemos quedado para esta noche.

- Mejor –dijo Hiro aliviado- todavía no tengo la cabeza para acertijos.

- Nunca seré capaz de comprenderte.

- Ni falta que hace.

- Ayer hablabas de nuestro destino y ahora me dices que no tienes prisa.

- ¿Qué tiene que ver una cosa con la otra? Acaso ¿no es mejor afrontar un problema con la barriga llena y la mente vacía?

- O hueca… como la tuya –resopló Ryo-.

- Hueca pero maciza. No se rompe con facilidad. Jajaja.

El té quemaba sus labios y despejaba sus pulmones. La piel de su pecho se estimuló con unas olas de caricias vellosas, que iban y venían como las del mar. Perfecto, como siempre. Hiro prepara el mejor té –pensó y se frotó los parpados que se negaban a permanecer abiertos-. Utilizaba una mezcla secreta heredada de su padre, que a su vez la heredó del suyo, que se la robó a un monje borracho mientras orinaba desvergonzadamente en la pared de su casa. Marrano –gritó el abuelo-. Y cuando intentó engancharlo por el Kesa, y como no tiene ni esquinas ni costuras, se lo desgarró de un tirón, dejándole en paños menores y entre los restos de harapos y orina, el abuelo encontró la receta secreta de la que Hiro se sentía orgulloso.

El abogado tenía el despacho en una oficina con vistas a la Torre de Tokio. Pertenecía a las empresas Nagato pero no le cobraban alquiler. Formaba parte de sus emolumentos. Amigo de la familia desde antes de que Ryo naciera y de antes que su abuelo muriera, el lánguido anciano engañaba con su aspecto debilucho, pero su extraordinaria lucidez compensaba el resto de flaquezas. Tenía un despacho lujoso, con guirlandas fosilizadas en los escaparates de cristal y muñequitas de porcelana, pero de muy mal gusto. Mucho dinero y muchos cachivaches. Nagato era su único cliente y después de tantos años, ya no le parecía necesario disimular su pésimo gusto para el arte y su refinado interés por las mujeres, de veinte o treinta años más jóvenes que él. Más muñequitas de porcelana, pero guapas. Y caras. Con insaciables apetitos de sedas y oro, cenas exóticas, extravagantes bebidas, extraños perfumes e impensables caprichos. Siempre se le veía bien acompañado salvo en ocasiones muy particulares. La muerte del abuelo, la muerte del padre, y la actual reunión con Ryo.

- A que debo este inesperado placer.

- Yo también me alegro de verte. Viejo verde. -Susurró Ryo-.

Al abogado no se le nombraba. Durante unos años Ryo le llamaba tito, después señor, más tarde abuelo y con el tiempo, no quedó más nombre que el amor y el respeto que experimentaba hacia su persona. Sin nombre y en confianza.

- ¿Tienes algo que decirme?

- ¿Puede Hiro quedarse?

- Sí claro. Pero ¿tienes algo más que decirme?

Ryo carraspeó y aclaró su garganta.

- Me presento para el juicio de los espejos.

- ¡Mi querido niño! Creía qué no viviría lo suficiente para presenciar este momento.

El abogado peso pluma, deslizó hacia la izquierda un enorme cuadro de gallinas y gallos comiendo en el barro, y zorros fofos merodeando por el gallinero. Posó su mano sobre un panel de silicona, que casi se la traga, y tecleó una serie de números, de los que uno podía pensar que estaba llamando a la otra punta del mundo desde un teléfono muy caro. Un golpe seco de titanio endurecido y otro de engranajes se escuchó. De la caja fuerte retiró unos documentos, envueltos en papel film, y atados con lazos rojos y azules. Frescos y bien conservados, como recién sacados de la nevera. Una memoria USB discordaba, en tamaño y edad, con el resto de objetos.

- Antes de nada, tu padre me pidió que vieras esta grabación.

Pulsó un botón verde de un panel marrón colocado en su escritorio de caoba. Una gran pantalla blanca se escurría desde el techo y tapó la estantería de libros desgastados, situada tras el escritorio. Entorpecido por su tembleque, inserto la memoria en un puerto USB, y pulsó el botón amarillo. El padre de Ryo apareció diez años más joven y sonriendo, no como de costumbre. Quiso llorar, y golpear la mesa y desahogarse de cualquier manera, pero no. No perderé los nervios, nunca más –dijo una vez-. Y pensaba cumplir con lo pactado.

Hola Ryo… hijo mío. Ahora que estoy muerto por fin podré decirte lo mucho que te quiero y lo orgulloso que me siento. No te correspondí en vida y eso fue porque era débil. Espero haber sido sensato en mi lecho de muerte y haberte pedido que me perdones. Ya siento que me has perdonado. Bien… tras activarse el mecanismo de la caja fuerte, cinco cartas serán entregadas en persona a los cinco miembros que formarán la expedición. Me imagino que Hiro no me ha otorgado un ápice de intimidad contigo, así que con él sois siete los elegidos. De paso te saludo Hiro, y gracias por todo. Pronto sabrás quienes son los otros cinco pero de momento no tiene mucha importancia, sólo te puedo decir que a cuatro de ellos ya les conoces. A lo que se refiere a dinero no tienes de qué preocuparte. No gestionarás las empresas. Esa es una labor para ejecutivos mediocres y no para ti. Todo es tuyo pero no podrás ni opinar sobre cómo se gestionan las empresas, de esta manera serás libre para dedicarte en cuerpo y alma en afrontar tu destino. Salvar el mundo. Seguro que ahora mismo sonríes, pero pronto descubrirás la verdad de mis palabras. Ante ti debes de tener unos documentos. Los que van atados con un cordón rojo son los manuscritos prohibidos y sólo tú puedes leerlos. Los de la cinta azul, son para todos, y junto a ellos encontrarás diversas interpretaciones de los textos, junto con notas y experimentos. Te serán de gran ayuda. Serás la luz que ilumina el camino pero no olvides de actuar con precaución y discreción. Por último. Mañana recibirás un paquete donde podré contarte más cosas sobre mí, sin que el pesado de tu profesor ni el viejo verde estén observándome. Te quiero hijo… y buena suerte.

El abogado retiró la memoria del panel y se la entregó a Ryo junto a los encordonados documentos, le estrechó la mano y le dio el pésame verdadero, con cariño y respeto, y no el de pantomima que le propinó en el entierro para no desentonar durante la parodia teatral. Buscó la mirada del viejo decrepito y él le correspondió. Sus frágiles y huesudas manos se convertían en gelatina de limón cercadas por el firme pulso del angustiado heredero.

- Sí necesitas algo, lo que sea, no dudes en llamarme. Y a menos que pretendas dejarme sin mano, te rogaría que me la soltases.

- Perdona viejo amigo. Me he dejado llevar por la emoción.

- Ya… ya; y por la mala leche. Anda que no te gusta meterte con los demás. ¿Sabes que eres un abusón y un niño mimado?

- Déjate de sandeces y corre con tus geishas, que te estarán esperando.

El abogado se rió y abrazó a Ryo con fervor.

- Bromas aparte. Ten cuidado y llámame para lo que sea. ¿Entendido?

- Entendido.

- Bien… muy bien. Y ahora largo de aquí que tengo cosas que hacer.

No lloraba porque ya no le quedaban lágrimas y en vez de ello sonreía. Alzaba la mano y el traje parecía deslizarse hasta el codo, pero sólo parecía. Aflojó la corbata de color rojo y negro Mickey Mouse, y se bebió de un trago una copa de coñac que se había servido minutos antes, durante la proyección.

- Buena surte muchacho… buena suerte –susurró-.

El juicio de los espejos. Las lágrimas de dios
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