Capítulo - LVI

La blanquecina espuma que revoloteaba sobre la azulada superficie del mar mediterráneo, golpeaba con fuerza en la proa del barco faenero y desaparecía en la estela que dejaba tras de sí. Los atareados pescadores, con bigotes amplios y frondosos, cosían las redes, recogían el cebo y limpiaban la cubierta sin dirigir la mirada a los siete pasajeros. Ignorándoles. El precio del porte igualaba las ganancias del trabajo de un año así que ninguno se molestó en preguntar quiénes eran y de qué huían. Se limitaban a realizar sus labores rutinarias, beber Ouzo, contar chistes verdes y hablar de lo que harían al llegar a casa.

Desde que les recogieron en una playa turca cerca de la isla de Lesbos, la bandera turca ondeaba en el mástil de madera pero como ya se encontraban en aguas griegas, el color rojo fuego con la estampa de la estrella brillante bajo la media luna se había sustituido por la bandera de cruz azul blanca con líneas horizontales a juego. No eran ni piratas ni militares ni fanáticos; sólo hombres que se buscaban la vida. De hecho, dos de ellos eran griegos, los otros dos turcos y el quinto miembro de la tripulación era un joven egipcio de unos dieciocho años. Nuestras banderas son los manteles de nuestras casas que deben ocultarse bajo la comida para nuestros hijos y nuestra religión es el amor de nuestras mujeres y de la mar. Creemos y depositamos toda nuestra fe en ellas para que nos permitan regresar a nuestras casas, sanos y salvos –dijo el capitán del pequero cuando cerró el trato con Ryo-. Ahora estaban a salvo lejos del estropicio que provocaron y con el tercer amuleto en sus manos.

- ¿Qué ocurrirá cuando descubran que el robot y el material que dejamos atrás pertenecen a las empresas Nagato? –preguntó Eva-.

- Nada.

- ¿Nada?

- Sí… nada. Porque las empresas Nagato han sido las primeras en acudir al lugar de la catástrofe y mientras ayudan en las tareas de reconstrucción, están recogiendo los restos que hemos dejado –contestó Ryo-.

Eva abrió los ojos aliviada y se sentó a su lado.

- ¿Y cuándo piensas abrir la caja del anillo de Noé?

Hiro se sumó a la conversación.

- Es cierto… aún no lo has sacado…

La caja de madera reposaba bajo los pies de Ryo dentro de una mochila granate. La catana, envuelta en un anorak de neopreno marrón para no llamar la atención, era la primera vez en su historia que estaba junto con otros dos amuletos. Se trataba de un acontecimiento único en la historia, aunque aún tardarían mucho en percatarse de la importancia del momento.

- ¿Por qué no la abres? –preguntó Alejandro-. Con el ajetreo de la huida no nos ha dado tiempo de ver cómo es.

Ryo sacó la ovalada caja y la apoyó en sus muslos. Selma y Tom también se asomaron y Rajid encendió una cámara para grabar el suceso. Los mosaicos de rosas plateadas y leones erguidos, recubiertos por una fina capa de esmalte, representaban la fortaleza del rey animal con la dureza y la belleza de la flora imperecedera. El cierre y las bisagras de oro de veinticuatro quilates se deslizaban suavemente conforme Ryo abría la tapa, sin hacer ningún ruido. El anillo descansaba sobre un pequeño cojín de seda turquesa, relleno de plumas de oca recién nacida; un olor intenso a mirra hizo que los presentes se estirasen el cuello hacia atrás, y gracias a la inconfundible brisa marina pronto pudieron soltarse la nariz. La fina tira de iridio que envolvía la joya brillaba con intensidad. No se trataba de una pizca de metal amorfo incrustado en un artefacto hecho por el hombre. El anillo fue forjado para ser envuelto por el trozo de iridio que, curiosamente, tenía la forma de una serpiente que se enredaba al vacío.

- ¡Es hermoso! –exclamó Eva-.

En cuanto Ryo se puso el anillo en el dedo índice, sintió como su entorno se convirtió en un fondo vaporoso durante unos segundos y de repente todo volvió a la normalidad. Todos notaron el extraño cambio en el ambiente y permanecieron atónitos mientras la ovalada caja de madera comenzó a descomponerse vertiginosamente. Las rosas parecían marchitarse mientras los trozos de piedra que representaban a los pétalos, se desprendían y al caerse se convertían en polvo antes de tocar la cubierta del barco; los leones morían y desaparecían y el brillo del esmalte que antes cubría la caja y la hacía parecer un huevo hecho de nácar trasparente, se agrietaba, se resquebrajaba y se lo llevaba el viento como si se tratase de escamas secas que no pesan nada. Por último, la madera se pudrió hasta que únicamente quedaron unas pocas astillas que, al mojarse con el agua marino que remojaba el suelo, se tornaron de un color rojo rosáceo luminoso y se perdieron en el fondo del mar para mezclarse con los corales que aún sobrevivían por esa zona.

- ¿Pero qué ha pasado?

Ryo se quitó rápidamente el anillo y se dirigió a Rajid.

- Dime que lo has grabado todo y que podemos visualizarlo.

Él asintió plácidamente y acercó la cámara al improvisado coro que se había formado. Repitieron la grabación una y otra vez pero no podían creer lo que estaban viendo.

- Seguramente el iridio y el mini agujero negro que hay formado en él, trastornaron el espacio tiempo que transcurrió alrededor de la caja, creando una burbuja cuántica –dijo Alejandro-. Al sacar el anillo, la burbuja se rompió y el tiempo recuperó de golpe la esencia material del objeto que el mini agujero negro había conservado para sí durante todos estos años.

- ¿Estás seguro de eso? –preguntó Rajid-.

- ¡Pues claro que no! Pero es la única hipótesis relativamente racional que se me ocurre en este momento. ¿Y tú qué dices?

- Yo digo que prefiero no opinar. Hemos presenciado demasiadas cosas que contradicen todas las leyes de física conocidas y prefiero mantener la mente abierta.

Los pescadores se arreglaron los bigotes dándoles un par de vueltas de tornillo para afinar sus puntas y retomaron sus labores. Seguían pensado que la recompensa merecía el riesgo y, al fin y al cabo, presenciar una momentánea distorsión del horizonte mientras navegaban, y ver como se deshacía una caja de madera vieja, no les parecía tan extraordinario y emocionante como al resto. Su destino eran las playas de Evia, donde resultaría fácil cruzar hasta la ciudad de Atenas y reorganizarse. Donde hay pirámides, hay amuletos o por lo menos los había –dijo Rajid-. Hasta en lugares que nadie se había imaginado, esa forma geométrica ocupaba un lugar importante e influyente en la sociedad, y funcionaba como conductor para que el poseedor de un amuleto pudiera optimizar la conexión con los diversos elementos y acceder a la información de una forma más nítida y comprensible. El mundo que conocemos o que pensábamos que conocíamos estaba a punto de desvelar sus grandes secretos y demostrar que todo en el universo está unido, de una manera u otra.

El juicio de los espejos. Las lágrimas de dios
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