Capítulo - XXXV

Calor, calor, y más calor. El jet privado aterrizó en Ankara, a más de seiscientos kilómetros de la antigua ciudad de Pérgamo, y sus ocupantes se preguntaban el porqué, excepto uno. Rajid había programado la expedición de tal forma, que resultase imposible de ser rastreada por los curiosos, o al menos en un principio. El 747 modificado aterrizaría muy pronto en la isla donde vivía la madre de Ryo, supuestamente para comunicarle la mala noticia. Sus cuatro improvisados pasajeros tenían instrucciones de hacerse pasar por ellos y serían recompensados en consecuencia. Portaban pasaportes falsos, hechos por Rajid, documentos bancarios, chequeras, y hasta los peinados que lucían eran pelucas que imitaban las cabelleras de los que suplantaban. En cuanto los espías descubran lo que les he preparado, no sabrán dónde esconderse –pensaba Rajid cuando urdía el plan-. Y así fue. Para desgracia de los espías que fueron severamente castigados con recortes salariales e incluso uno de ellos fue azotado por el capitán barbudo.

Mientras tanto. Los siete se dirigían hacia la estación de trenes, en tres taxis escogidos al azar, para hacer uso del vagón privado que Rajid había reservado bajo el nombre de un ejecutivo hindú que le debía un favor. Las variopintas calles de la ciudad les parecían sacadas de un relato de las mil y una noches. Los rojizos tejados de las casas que se divisaban a lo lejos y el calor que hacía ese día, creaban la ilusión de un mar cobrizo que se ondulaba bajo el difuso efecto que causaba el sol. Sobre ese mar se erguían las torres de los edificios más modernos, que oscurecían pequeños y dispersos trozos como boyas que indican un punto fijo dentro de una profunda inmensidad. Los conductores de los tres taxis, que curiosamente olían a tabaco y a ambientador de pino como si siempre estuviesen juntos, pronto aparcaron frente a la estación, ayudaron a sus ocupantes con su equipaje, y recibieron una generosa propina.  

Entre bromas y sin hacer comentarios, los compañeros se subieron al tren sin tener que atravesar ningún control. Ese detalle también había sido solventado a través de uno de los contactos de Rajid y con la ayuda de unos cuantos euros provenientes de las cuentas de Industrias Nagato. El vagón no era demasiado lujoso. Era perfecto. No llamaría la atención y todo su mobiliario cumplía un rol meramente funcional. Cuatro cabinas con dos camas en cada una en las que, recientemente, habían sustituido los viejos colchones por unos nuevos. La ropa de cama no era gran cosa pero la estrenarían ellos. Rajid odiaba sentirse defraudado en cuestiones de higiene y siempre que se le presentaba la oportunidad de escoger solicitaba mantas, almohadas y sábanas nuevas. Las paredes, decoradas con imitaciones de cuadros de los años veinte, mostraban un leve deterioro, haciéndolas parecer más “rústicas”. El color de la alfombra en el suelo no se distinguía con claridad. Hiro dijo que era de color verde oscuro mientras Eva insistía de que no. Está claro que es de color gris y se ha desgastado con el tiempo –decía sin dudar en su afirmación-. Las ventanas no eran de seguridad y podían abrirlas a su antojo; un interesante detalle puesto que los dos aparatos de aire acondicionado funcionaban a medias. Menos mal que al menos nos han colocado uno de estos –exclamó Tom alegremente-. Para sorpresa de todos, en la parte trasera del vagón había una pequeña salita con una mesa rectangular rodeada por tres sofás empotrados, y a su lado había un frigorífico que albergaba refrescos, sándwiches envasados al vacío, conservas de mejillones y sardinas, pastas de gelatina espolvoreadas con azúcar glas y una especie de cubitera llena con bolitas blancas brillantes, que más tarde descubrieron que eran confeti.

- El trayecto, entre paradas y esperas, durará unas once horas aproximadamente, si es que no me he equivocado en mis cálculos. Por lo visto hemos conseguido llegar hasta aquí sin llamar la atención aunque tampoco os puedo asegurar de que nadie nos ha seguido.

- Lo has hecho muy bien Rajid –afirmó Hiro-.

- Es cierto. Nada mal, y eso que saliste de la pubertad hace tan sólo unos días –añadió Alejandro chinchando-.

El repentino traqueteo y la sorprendente visita del revisor, indicaban que pronto estarían de camino a su destino. El revisor levantó su gorra azul con visera de plástico y miró tímidamente a los VIP’S. Su bigote frondoso y blanquecino, su piel aceitunada y un lunar del tamaño de una lenteja que lucía en la mejilla izquierda, les llamó la atención. El tímido hombre presintió que molestaba y se dispuso a marcharse sin hacer comentarios.

- Un minuto buen hombre.

Ryo le agarró del brazo y le dio un billete de veinte euros. Le guiñó un ojo, le indicó con el dedo índice que guardara silencio y le propinó un par de palmaditas en la espalda. El revisor sonrió, miró el reluciente billete y levantó el pulgar a modo de OK.

Cuando parecía que nadie les molestaría, decidieron sentarse en los desgastados sofás y discutir los pormenores de la operación.

- Ahora falta saber dónde vamos a conseguir las herramientas que necesitaremos para encontrar el amuleto –dijo Hiro-.

Rajid sonrió y tomó la palabra.

- Ese detalle también está resuelto. Mientras hablamos, una cuadrilla de trabajadores locales están recibiendo un tráiler con todo material necesario.

- ¿Y de dónde proviene ese tráiler? –preguntó Ryo-.

- De dónde si no… de una de tus empresas en Estambul. Y has de saber que he pedido de todo.

Sus compañeros le miraron con escepticismo y pasados unos segundos todos pronunciaron un fuerte y efusivo “bien hecho” al unísono. A disfrutar del viaje se ha dicho –añadió Tom-. Y mientras el tren se deslizaba violentamente por los raíles, una tormenta se formaba al oeste, cerca de la presa Yortanli. Al parecer, el anillo de Noé presentía que iba a ser desenterrado, o simplemente la casualidad y la inclemencia del tiempo no les pondrían las cosas demasiado fáciles.

El juicio de los espejos. Las lágrimas de dios
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