Capítulo - LXXII
Cuando llegó la noche profunda y los paseantes regresaron a sus casas dejando el parque Fénix prácticamente abandonado, unas sombras se deslizaron cerca del gran obelisco y permanecieron de pie en su base. Observaron su majestuosidad y sintieron su profundo significado, olieron la hierba fresca que crecía a su alrededor y experimentaron tranquilidad, miraron hacia el suelo y entendieron que lo se escondía bajo sus pies, no sólo formaba parte de la historia sino que también ayudó a forjarla. El amuleto descansaba.
A menos de un kilómetro de ahí, Utengue vigilaba al anciano y a sus invitados con unos prismáticos de visión nocturna. Miró su reloj y dirigió de nuevo la vista hacia su objetivo. Los árboles de la empinada colina y la oscura noche le camuflaban. Perfecto. No se han enterado de que estamos aquí –pensó Utengue-. Se giró, alzó la mano izquierda y estiró el dedo índice hacia el cielo. Comenzaba la primera parte del plan.
Más de doscientos hombres se escondían en la parte baja de la colina, justo detrás de los árboles y en la parte opuesta del obelisco donde ni el anciano, ni Ryo, ni el resto podían detectarles. Nadie fumaba, nadie hablaba y era más fácil escuchar el susurro de la hierba que se roza con el viento, que la respiración del ejército escondido. Robert revisaba a sus mercenarios. Les había prometido una bonificación de medio millón de dólares al finalizar el trabajo y la moral espumaba entre ellos cuando pensaban en la inigualable recompensa. Ocho muertos y una pulsera en una noche era un trabajo demasiado simple para ellos.
- Todo perfecto –musitó Robert-.
- Me aleg… alegro de que estés con… contento.
- Ahora que todo está en orden es hora de irnos.
- ¿Cómo di… dices?
- Que nos vamos –insistió Robert-.
- Pero los hombres…
- Utengue se encargará del ataque y de conseguir el amuleto. Pronto este lugar estará atestado de policías, periodistas y curiosos. ¿No querrás estar aquí cuando eso suceda, verdad?
- No.
El tartamudo levantó los hombros y siguió de cerca a Robert. Por otra parte, él estiró el cuello y miró a Utengue que esperaba con la mano alzada. Robert levantó su brazo, miró a los mercenarios que le observaban con expectación, sonrió al tartamudo, y la bajó con fuerza como si estuviera dando comienzo a una carrera. De entre la multitud, un hombre de cuarenta y tantos años, con barba de talibán, chaqueta de cuero marrón, deportivas de imitación ADIDOS y gafas de ver, agarró su lanzamisiles FGM-148 Javelin de fabricación norteamericana, se levantó y se dirigió hacia donde se encontraba Utengue en lo alto de la colina.
- Quiero que te posiciones en el suelo y que apuntes al obelisco –ordenó-.
- Les tengo en el punto de mira –dijo el mercenario-.
- No quiero que les apuntes a ellos. Quiero que rompas el obelisco por la mitad, asustarles y obligarles a refugiarse.
- Eso está hecho.
Con el fijador de objetivos láser marcó la mediana del obelisco, clavó el codo derecho en la tierra y sujetó con fuerza el lanzagranadas, apoyó la parte delantera en unas pequeñas patas desplegables, tiró de la anilla de seguridad del proyectil, abrió las piernas para conseguir estabilidad, se rascó la nariz y se colocó en posición de disparo.
- Cuando quieras.
- Fuego –dijo Utengue sin inmutarse-.
Chispas y olor a pólvora prensada. El fuerte golpe de retroceso del arma propinó un instantáneo dolor a su portador, y una indescriptible satisfacción al ordenante que miraba como el proyectil emergía desde el interior del mortífero tubo e iniciaba su trayectoria hacia su objetivo, creando una caracola de humo tupido y blanco que se difuminaba en las rayas oscuras de la noche.
- ¿Qué demonios es ese ruido? –advirtió Ryo girándose-.
No tuvieron tiempo para reaccionar.
Todos agacharon la cabeza excepto el anciano. Has tenido la osadía de mandar a tus perros hasta aquí –dijo en voz baja- admito que esta vez no me lo esperaba.
En un abrir y cerrar de ojos, el proyectil impactó contra la dura superficie del monumento convirtiendo su estructura central en un montón de polvo y escombros que se desperdigaron hacia todas direcciones, creando una burbuja de niebla astillosa; la parte inferior se inclinó a causa de la onda expansiva, levantando parte del suelo donde se encontraba sumergida y balanceando a Ryo y los suyos.
- ¡Fuera de aquí! –gritó Hiro-.
Alejandro y Tom agarraron al anciano y le protegieron de los trozos que caían desde lo alto como lluvia de chatarra. Selma miró hacia arriba y vio como la parte superior se iba a desplomar como un árbol talado, y se abalanzaría sobre ellos sin poder escapar del impacto.
- Por aquí –indicó Eva-.
Más por instinto que por conocimiento, se apartaron corriendo y agachados. Cuando Rajid se giró para asegurarse que habían tenido suerte, el trozo del obelisco restante, que pesaba varias toneladas, tocaba el suelo y levantaba la tierra, el césped y todo lo que se encontraba a su alrededor. Por un instante sintieron el rugir del suelo y casi pierden el equilibrio, pero se sujetaron entre ellos y consiguieron alejarse sin sufrir graves daños.
- Que comience la parte número dos –indicó Robert por teléfono-.
Utengue asintió y colgó.
- ¡Fuego!
Seis soldados apostados a su derecha abrieron fuego con sus fusiles M-16 alimentados con munición de punta hueca para hacer más ruido que daño.
- Nos están disparando –dijo Selma-.
- Debemos dirigirnos hacia esa casita de allí –exclamó el anciano-.
- Pero…
- Nada de peros. Es nuestra única salida.
Las balas impactaban por los alrededores, silbaban entre las hojas y crujían sobre los troncos que sangraban savia. Aunque no se acercaban a ellos.
- ¡Rápido! Echad la puerta abajo –ordenó el anciano-.
La caseta no mediría ni cinco metros cuadrados. Hiro pensó que se trataba de la ratonera perfecta y que no tardarían mucho en lanzar una granada hacia ellos y entonces todos y todo se irían al garete.
- Sólo he traído mi pistola –dijo Tom-.
- Nos hemos dejado la mayoría de nuestras armas en la mansión –añadió Selma-.
- ¡Eso no importa! –exclamó Ryo-.
Desenvainó su espada e inclinó su cuerpo hacia atrás y a la derecha; resopló y se concentró, giró la muñeca unos cuarenta y cinco grados hacia dentro; gritó, se inclinó y asestó un fuerte golpe al candado de la puerta gris partiéndolo en dos.
- ¡Deprisa!
Una vez dentro los disparos dejaron de acosarles. El miedo embargó sus cuerpos ya que nos les cabía ni la menor duda de que pronto les sacarían de allí a base de fuego y plomo. Se trataba de una solución demasiado temporal.
- ¿Qué hacemos ahora? –preguntó Rajid-.
- Saldré fuera y negociaré con ellos. No tenemos armas ni donde escondernos así que lo mejor será entregarles los amuletos y vivir otro día –contestó Ryo-.
- Sabes que no me gusta la idea de rendirme –dijo Hiro-.
- Y no será necesario –interrumpió el anciano-.
El grupo ojeó los trastos que les rodeaban en la habitación y no entendieron lo que quería decir, eso sí, lo que estaban viendo les parecía muy extraño. Todo en aquella caseta desencajaba. Las herramientas eran nuevas y no las habían usado nunca, en las paredes no se distinguía ni siquiera una minúscula mancha y el suelo era de mármol verde; demasiado caro para una caseta de jardinero y demasiado inmaculado para un lugar de trabajo. El anciano levantó la tapa de madera de una especie de baúl empotrado y un panel de control emergió lentamente.
Vvvvuuuuuiiiiiiiiiiiiiii. ¡Chakkk!
El ruido de la maquinaria moderna llamó la atención de Rajid.
- ¡Increíble! Un Frisner 9000 GK. Pero si estos aparatos se supone que no existen.
- Pues yo tengo uno. Y eso no es todo.
En la parte derecha del panel, un recipiente gelatinoso en forma de caja de zapatos se alzó a la altura de la mano del anciano. Enseguida se remangó e introdujo su mano en la solución viscosa.
- ¡Nano detectores! –exclamó Rajid-.
Los demás observaban tanto atónitos como alelados. Ni les dio tiempo de quedarse con la boca abierta cuando el suelo de mármol empezó a despegarse de las paredes y descendió cuatro metros bajo la superficie de la tierra, hasta que frente a ellos apareció un pasillo ovalado recubierto con placas de acero inoxidable y láminas de plomo, que protegían la estructura tanto de la humedad, como de los satélites que observan desde el espacio. Centenas de luces LED se encendieron simultáneamente haciendo que el lugar se pareciese al interior de un enorme tubo fluorescente.
- Por aquí –dijo el anciano y les invitó a entrar en el túnel futurista-.
*
- Ya hemos concluido la segunda parte del plan –informó Utengue por teléfono-.
- Pues que empiece la tercera –ordenó Robert-.
- Muy bien.
Señaló a catorce mercenarios que portaban mochilas llenas de explosivo C-4 y les envió a volar por los aires la caseta.
- Si quieres que salgan las avispas, primero hay que agitar el avispero –dijo hablando él solo-.