Capítulo - XXI

El caldo al que llamaban ragú, se asemejaba a una minúscula piscina con visitantes alados aterrizando en ella. Resultó ser más decorativo que digestivo, ya que ni siquiera Gan el gorila se atrevía tocar la cuchara y saborearlo.

- Como os iba diciendo, el profesor ese… Dimitri, sí eso… se llamaba Dimitri. No era como el resto de arqueólogos que ahora frecuentan la excavación. No estoy muy seguro pero a veces se comportaba como un mafioso, besando las mejillas, las reverencias disimuladas y las peticiones a modo de orden. Y con dinero, mucho dinero. No tanto como el que decís tener vosotros, pero más de lo que estábamos habituados.

- ¿Entonces era ruso? –preguntó Selma-.

- Sí, de Moscú decía. Ciudad de emperadores masacrados y populacho hambriento. Sólo los más fuertes sobreviven en ella, solía decir. Como también soy del gremio, me quedó muy claro que tenía dos terceras partes de científico y la otra de asesino aunque, a veces, creía que era al revés. El vacío de sus ojos no se olvidaba fácilmente.

- ¿Entonces ese tal Dimitri se saltó todas las normas?

- Sí señor, nos pagaba muy bien para robar, extorsionar, pegar y todo lo que hiciera falta. Una tarde me llamó a su tienda y me fijé en un montón de maletines abiertos, con lucecitas, líneas, monitores, teclados y todo tipo de cosas. Me dijo que había conectado con un satélite y después de rastrear una zona al noroeste del yacimiento, había encontrado una gran estructura piramidal a unos tres metros bajo la tierra.

- ¿Cómo que piramidal? Si por aquí no se construyeron pirámides –aclaró Ryo-.

- Eso mismo decían quienes acompañaban al profesor.

- Pero la zona se encontraba fuera del perímetro de excavación ¿correcto? –preguntó Selma-.

- Bastante más señorita. Comenzó la operación “Rey Muerto” que nos obligaba a arriesgarnos mucho. Durante la noche se realizaban los preparativos para excavar y durante el día, mis secuaces y yo, nos dedicábamos a sobornar funcionarios, contratar a prostitutas para visitar “gratuitamente” los asentamientos militares, amenazar a los idealistas y hasta tuvimos que matar a un chupatintas que venía de la capital. Por supuesto hicimos que pareciera un accidente y ningún investigador osó cuestionar las pruebas.

- ¿Cómo no? –anotó riéndose Ryo-.

- El problema fue que el chupatintas, era familiar de un pez gordo y ni el dinero ni las amenazas surtieron efecto, sino más bien, empeoraron la situación.

- Entonces mataron al profesor y extraditaron el resto del equipo –concluyó Selma-.

- No lo sé. Una noche regresé para cobrar un trabajito que había realizado un par de días antes, y no encontré a nadie.

La capa peluda era tan espesa, que era casi imposible que se le pusieran los pelos de punta. Gan el gorila parecía asustado. Puede que hubiera sido el motivo de su huida y su posterior clausura en esta posada de mala muerte. Nadie podía culparle por desconfiar de los desconocidos y por pretender sobrevivir. Era consciente de que su vida pendía de un hilo tan fino, que cualquier decisión mala sería capaz de matarlo.

- Queremos que nos conduzcas hasta la excavación que nos has descrito.

- No hay problema.

- También necesitaremos mano de obra para continuar.

- Tampoco hay problema. Sólo es cuestión…

- De dinero –añadió Ryo-. Que tampoco es un problema.

El posadero se había quedado dormido sobre la barra. Era muy tarde y ya casi no quedaba nadie, y el humo de hedor y tabaco se había escapado por las rendijas de la madera podrida. Una de las fulanas permanecía despierta, por si sus servicios resultasen requeridos a modo de emergencia.   

Selma no estaba muy convencida de querer pasar la noche allí, y Ryo tampoco. Decidieron emprender el viaje de vuelta, cuando Gan se levantó medio borracho y exclamó. Yo os llevaré y por la mañana empezamos temprano. Acto seguido se apoyó sobre la mesa y eructó con tal fuerza, que pareció imitar al animal que aparentaba. Los dos compañeros se miraron y movieron simultáneamente la cabeza, negándose a arriesgar sus vidas tan tontamente. Insisto –gimió Gan-. De acuerdo, pero conduzco yo –dijo Ryo-. Y los tres salieron en busca del vehículo.

- ¿Qué vamos a hacer con la moto? –preguntó Selma-.

- La meteremos en el maletero, la atamos con una cuerda, y listo.

- Bien pensado.

Pronto se dieron cuenta de que no era necesario entretenerse con nudos marinos y vueltas de cuerdas. El Toyota de color blanco, aparcado bajo un improvisado tejado de uralita en la parte de atrás, parecía recién sacado de la fábrica y la parte trasera de la furgoneta admitía todo tipo de carga. La noche no le hacía justicia. Los asientos olían a cuero recién lustrado, el salpicadero brillaba, un muñequito de Fido Dido se zarandeaba, la guantera estaba perfectamente ordenada y a las alfombrillas no se les veía ni una mota de polvo. Con cuidado a no rayármelo –balbuceó Gan-. Cargaron la moto, todo lo cuidadosamente posible, y los tres se apretujaron en la parte delantera de la cabina donde el peludo no paraba de mirarle el pecho a Selma.

- Mejor conduzco yo –comentó ella-.

El haberse sentado en el medio, le facilitaba mucho la labor al baboso gorila, en restregarse con descarado disimulo y ojear sus voluptuosos encantos femeninos pero con Ryo en el medio, la situación cambiaba.

El juicio de los espejos. Las lágrimas de dios
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