Capítulo - XXIII

- ¿Dónde os escondéis, malditos holgazanes? –gritó la espesa voz-.

- Esperando su… sus instrucciones.

- Os dije que no les perdierais de vista. ¿Por qué no estáis en Mongolia tras ellos?

- Po… po… porque como ya tienen el am… amuleto de la reina, se ven obligados a esperar a la sig… siguiente luna llena para comunicarse y que les re… revelen la localización de otro amuleto.

- ¡Imbéciles! No han conseguido el amuleto. Lo están buscando en Mongolia. Mis esbirros me han informado de sus actividades y se dirigen a lo que se supone que es la tumba de Gengis Kan.

- No… no… no lo sabíamos.

- Cállate y escucha. No quiero que se os vuelvan a escapar. Y dile al capitán chapuzas que no se vuelva a repetir lo de China.

- Yo me… me encargo.

- ¡Más te vale! –exclamó enfadado y colgó-.

Cuatro horas más tarde, el piloto del Antonov 225, solicitaba permiso para despegar. La barriga del enorme pájaro ocultaba los restos del diezmado ejército de chusma y algún que otro fichaje nuevo. Veintiocho hombres en total. Entre ellos viajaba un experimentado asesino de Sierra Leona, que su color negro se asemejaba a la peste que asoló Europa durante la edad media. Desde pequeño lo habían adiestrado para cortar cuellos, desparramar tripas y comerse el corazón de sus enemigos para robarles su poder. Aunque salvaje, no tenía ni una pizca de tonto. Leía a Nietzsche y estudiaba las artes mortíferas, convirtiéndolo en un formidable enemigo para cualquiera que osase interponerse en su camino.

Durante el despegue, las cajas de madera, repletas de armas y munición, se tambalearon de tal modo, como si estuvieran llenas de cadáveres que luchaban por regresar a la vida. Las herramientas de matar se han despertado –comentó Utengue Muy, de Sierra Leona-. Antes de hablar, siempre tomaba aire por la nariz y sus fosas nasales se la dilataban de tal forma, que se asemejaban en tamaño a sus ojos oscuros. Cuando tenía siete años, las pupilas de color marrón verdoso se le transformaron, tornándose negras como el alquitrán después de que el demonio le absorbiera el alma de un sorbo. Su primera víctima se desangraba bajo su atenta mirada, mientras el brazo derecho de asesinado le rozaba los tobillos con sus interminables espasmos. El jefe de los insurgentes se agachó, agarró su machete y arrancó el corazón del primo de Utengue, ofreciéndoselo como presente. Ya eres uno de los nuestros –le indicó el jefe, utilizando su boina roja como pañuelo para limpiarse la sangre- come. 

*

En otro hangar del mismo aeropuerto, un Hércules C-130 cerraba sus compuertas. Las cuatro cajas de tres por cinco, con soportes de hierro y cierres de seguridad, ocupaban toda la zona de carga. Los operarios tenían instrucciones de equipar a cada uno con tres paracaídas y un dispositivo de localización por GPS que debían accionar justo antes de lanzarlos por la rampa. Las cuatro hélices empezaron a zumbar como avispones enfurecidos. Los casi cincuenta mil kilos de peso, se deslizaban lentamente por la pista, preparándose para seguir el trayecto del avión de carga ruso, que ignoraba que compartían el mismo destino.

En el otro lado del mundo, en Estados Unidos, las sala de reuniones que se encontraba en el piso sesenta y ocho del edificio Chrysler, estaba ocupada por dirigentes de diferentes empresas, abogados, especuladores y cabecillas del crimen organizado. Los camareros esperaban fuera junto a los ayudantes y al resto del servicio. Quien intentase entrar sería despedido de inmediato y más tarde, puede que también purgado. A la vieja usanza. Era la primera vez que se celebraba una reunión de tal índole y sin lugar a dudas, no sería la última. Gente de todos los sectores estaba representada. Políticos, religiosos, académicos, incluso criminales. Toda la avaricia del mundo en un solo saco –pensó el magnate de la espesa voz-.

Su sillón que presidía la mesa, daba la espalada a todos los distinguidos caballeros que ocupaban el resto de los asientos. No se le veía, y ni hacía falta. El humo de su habano impregnaba la sala mientras lo exhalaba bajo la señal de no fumar que se veía al lado de una pantalla gigante. Los placeres culinarios que adornaban la mesa permanecían intactos, como si formasen parte de un decorado. Moet Chandon, caviar de beluga, langosta de Maine, ostras de Arcade, solomillo de Argentina, aperitivos de todas clases y cubertería de oro macizo. Hasta los que estaban acostumbrados a saborear dichos manjares se les caía la baba. Nadie se atrevía a tocar nada, ni a decir nada.

- Damas y caballeros; el elegido ha aparecido. Lamentablemente, no quiere… Ghhmm –el hombre de la espesa voz se aclaró la garganta- asociarse con nosotros.

- ¡Pero usted nos prometió que lo haría! El presidente del país se disgustará al oír la noticia –manifestó indignado un abogado, con traje de Armani y corbata amarilla-.

- Pues cambiaremos de presidente –aclaró la espesa voz-.

Ante tal afirmación, el ímpetu que caracterizó al abogado hace tan solo unos segundos se desvaneció al instante. Las piernas le temblaron y desde aquel preciso momento supo que una vez finalizada la reunión, debía desaparecer para siempre sin dejar rastro alguno.

- ¿Alguien más tiene algo que añadir con el fin de importunarme?

Nadie abrió la boca.

- Ahora me gustaría escuchar alguna sugerencia productiva.

- Ghm, ghm. Señor…

- Sí Robert.

- Sin duda ya sabe que supondrá un contratiempo. Nuestros planes…

- Eso ya lo sé Robert. Concluye.

La pajarita del representante legal y mano derecha del mandamás, le apretaba mucho. Casi le estrangulaba. Su traje de los años ochenta, que a sus subalternos les parecía elegante y de muy buen gusto, aquí sólo le otorgaba el silenciado apodo de arlequín. Un hombre muy precavido aunque asustadizo. Dicho temor le inspiraba confianza a quien presidía la mesa, ya que todos sabían muy bien que en la jerarquía del submundo, él era la mano derecha del demonio. El temor de los demás alimentaba su ego.

- Señor –continuó Robert- la moneda europea está cayendo por su propio peso, el dólar no soporta los cambios, los chinos se comen el mercado a bocados y los…

- Todo eso ya lo sé.

- Perdón. Hasta aquí el plan sigue su curso, pero sin conseguir una fluidez de información más extensa, no conseguiremos alcanzar el objetivo final en la fecha prevista. Propongo que recalculemos el coste inicial y aumentemos la suma necesaria para la prospección.

- El dinero no importa. Eso lo sabemos todos. Haz todos los reajustes que consideres oportunos. ¿Alguna objeción?

De nuevo nadie replicó.

- Bien. Sigamos con los reajustes… –ordenó la espesa voz-. Continúa Robert…

El juicio de los espejos. Las lágrimas de dios
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