Capítulo - I

Es curioso como nuestro pasado nos persigue de la misma manera que nosotros lo hacemos con nuestro futuro, para que finalmente le demos la espalda al presente, que quizás sea lo que realmente importa. Qué espeluznante sería reencontrar nuestra figura entre las sombras del tiempo, para elevarnos hacia lo más alto mientras pisoteamos el ápice de humanidad que aún sobrevive en nuestro interior.

*

Una mirada firme desde el cielo divisaba todo lo que ocurría bajo sus dominios. Sus enormes alas sacudían con fuerza el polen que flotaba por el aire, creando diminutos remolinillos de viento apenas perceptibles para los seres de la creación. Su extenso plumaje danzaba al ritmo de su corazón teniendo como música el cielo inalcanzable y el humedecido frescor de la tierra, que lentamente se evaporaba formando una fina capa de niebla a su alrededor. La hinchada garganta, llena de carne de pez recién triturada para alimentar a sus crías, le impedía maniobrar con soltura. A veces se ayudaba impulsándose con las garras tras acercarse a un apoyo invisible, que sólo él podía ver. Tropezaba en la nada y volvía a aletear con fuerza. Observaba los alrededores por si el peligro acechaba pero sólo divisaba parte de su plumaje, que a veces le parecía verde azulado y otras amarillo rojizo. No distinguía los colores con claridad, ni los había nombrado nunca. En su pico impactaba una y otra vez la sensación de libertad y de tranquilidad, ya que sin duda, era el ave más poderosa que surcaba los cielos en ese momento.

Un alosauro paseaba cerca de la fangosa charca que decoraba el primigenio y salvaje paisaje. Levantó el alargado y pesado cuello, que le ayudaba a alimentarse de los árboles más altos, y miró con indiferencia al pterodáctilo que volaba en dirección a su nido para alimentar a sus crías. Su escamada piel, mitad reptil mitad mamífero, se deleitaba con las suaves caricias de la brisa fresca proveniente del norte. Caminaba siguiendo su instinto y rastreando el dulce olor de una hembra en celo. Grababa su pesada huella en la esponjosa tierra mientras alzaba el cuello para recoger las hojas más frescas y sabrosas que un animal como él podía desear.

El pterodáctilo desvió su rumbo para observar con más detenimiento al grande, pero inofensivo invasor que osó adentrarse en sus dominios. Un aleteo fuerte y giró hacia la derecha. Otro aleteo fuerte y  giró hacia la izquierda, y tras comprobar que tenía cosas más importantes que hacer, se alejó retomando el rumbo anterior. El gran bulto de su ensanchada garganta le afeaba y le hizo parecer más torpe de lo normal pero aun así había marcado su territorio para que los extranjeros supieran que daban sus pasos sobre tierra ajena. Tranquilo y confiado, estiró su cuello y tragó un poco del pescado que transportaba. No le disgustó, sino más bien le agradó, pero no quería tragar más o se vería obligado a regresar al río y apresar otro pescado. A más de dos kilómetros de distancia. Sus dilatadas pupilas se fijaban en el horizonte y de forma completamente repentina una gran bola de fuego se dibujó en sus retinas de cristal.

Brillante, cálida y enorme. La gran bola de fuego penetraba la atmosfera de La Tierra, dejando tras de sí una estela de humo marrón verdoso, y la oscuridad. No se oía nada. Viajaba rompiendo las nubes y acaparando la atención de todas las bestias, pero el indescriptible Fénix gigante, no hablaba. El pterodáctilo miraba embobado y a la vez asustado, aleteando torpemente y confuso, perdiendo el sentido de la orientación. Sin previo aviso, el Fénix habló. El ensordecedor estruendo de sus entrañas hizo temblar la fangosa agua de la charca, y la tierra, los arbustos, los árboles e incluso la holgada carne del grandioso alosauro. Las aves más pequeñas se habían ocultado en sus frágiles nidos, bajo un manto invisible y con una falsa sensación de seguridad, acurrucados junto a sus polluelos, huevos sin eclosionar y restos de cáscara rota. Callaban. Una ráfaga de asfixiante calor acompañó el grito del Fénix y de pronto la sangre del pterodáctilo se calentó tanto, que tuvo la impresión que se le cocían las entrañas. Se retorció de dolor, escupió el pescado triturado y se atragantó. Comenzó a dar vueltas precipitándose hacia el suelo dentro de una indefinida espiral de aleteos y chirridos de desesperación, tal era la fuerza del Fénix que la gravedad de La Tierra ya no estaba en su sitio y los polos habían perdido su magnetismo. Se golpeó la cabeza, el pico le dolía y sus entrañas le escocían. Alzó su mirada hacia el cielo, que antes dominaba, y vio como el gigantesco pájaro de fuego se alejaba llevando consigo su horrible chirrido y el insoportable calor. Impune tras su descarada agresión. El pterodáctilo se calmó y se dispuso a regresar al río para apresar otro pez, triturarlo con sus dientes de sierra y alimentar a sus crías. Quizás él también comería un poco ya que lo sucedido le había despertado el apetito. Listo para volar, se percató de otro pterodáctilo que yacía muerto sobre una roca plana. No tuvo la misma suerte que él.

*

El animal, ya extinto, posa orgulloso pero atemorizado en el museo de historia natural de Londres. Ya nada le importa. Sobre la fangosa charca, millones de años más tarde, el hombre erigió una de las ciudades más hermosas y cosmopolitas del mundo, Paris. Sus habitantes caminan sobre vestigios de mundos perdidos, aunque es difícil darse cuenta. La gigantesca bola de fuego, el inesperado Fénix que surcó los cielos en una época ya olvidada, fue el creador de lo que hoy llamamos, “El Cráter Chicxulub” en la península de Yucatán, México. Exterminó más del ochenta por ciento de la vida animal y vegetal de nuestro planeta. Primero el impacto, luego la explosión, más tarde las nubes de ceniza que ocultaron el mundo del sol, marchitándose las plantas y envenenando las aguas, y finalmente un helor nuclear abrazó la superficie terrestre y acabó con el resto de la vida. Apocalíptico pero a su vez milagroso. Un meteorito cayó del cielo, arrancado de las entrañas del universo por la divinidad de las casualidades matemáticas, y arrasó un ecosistema para después crear otro. Uno más dócil y manejable, donde un animal más pequeño y débil que otros, se convertiría en el depredador más temido de todos los tiempos, un investigador de lo inimaginable y un explorador del cosmos.

El juicio de los espejos. Las lágrimas de dios
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