Capítulo - XXVIII

- Sujeta la cuerda con fuerza.

En el exterior no se escuchaba nada pero Ryo presentía que debía actuar. Se colocó la espada en la espalda y, emulando a un sapo, trepó con presteza y saltó fuera. El polvo no le permitía ver más allá de sus narices y al dar el primer paso, tropezó con una pierna ensangrentada. ¿Qué demonios pasa aquí?se preguntó Ryo y apartó la mutilada extremidad de una patada-. Desenvainó su espada y cerró los ojos. Soltó su flequillo, aireándolo a modo de brújula, y se dispuso a luchar. Hiro le había enseñado a confiar en sus instintos y a no perder la calma. Uno debe darse por muerto antes del combate, así te das cuenta de que no tienes nada que perder –le dijo Hiro, cuando sostuvo en sus manos una espada por primera vez-.

- ¿Seguimos igual? –preguntó Tom observando desde la mirilla-.

- Sí –contestó Selma-.

- No suelo fallar dos veces.

Un escalofrío recorrió el cuello de Utengue que le obligó a empujar a uno de sus lacayos hacia él y utilizarlo como escudo. El silbido de la bala, penetró por la boca del obligado protector, atravesó el cráneo y acabó rozando la oreja del objetivo.

- Es un malnacido con suerte –dijo Tom sin parpadear-. Estoy empezando a hartarme de él.

- ¡Espera!

Selma le cogió del hombro al ver como Ryo se abría paso rebanando cuellos, golpeando cabezas, pateando traseros y desmembrando bandidos.

- Cúbrele y no dejes que se le acerquen. Yo atacaré con todo lo que tenemos.

Tom asintió y empezó a disparar de un modo más desordenado pero no menos efectivo.

- ¡Ya te tengo! –gritó Ryo-.

Utengue hizo un movimiento y se apartó. Seguidamente sacó su pistola y cuando se disponía a disparar, Ryo blandió su espada y partió el arma en dos. En realidad había fallado porque lo que pretendía era cortarle la mano a modo de castigo salomónico.

- ¿¡A qué estás esperando!?

El capitán se paró frente a Utengue, en un jeep de mala muerte, indicándole que subiera. Ya era hora –dijo Utengue- casi me matan. A lo lejos, Selma cargaba con el resto de los hombres acorralando a los pocos supervivientes mientras Hiro y los demás salían de la pirámide.

- Corre Alejandro, coge la furgoneta de Gan y vámonos tras ellos. A ver si ponemos fin a sus miserables vidas de una vez por todas.

Ryo recogió una de las AK-47 que yacían en el suelo y se subió en la parte trasera del vehículo. Un segundo antes de arrancar, Eva comprobó sus pistolas y se sentó en el asiento del acompañante.

- ¿Le apetece un paseo señorita?

- Con mucho gusto –contestó a la ironía de Alejandro y sonrió-.

La furgoneta derrapó y coleteó dos veces antes de embalarse hacia el jeep de los dos jefecillos. Habían intentado matarlos dos veces en menos de un mes, y eso no les agradaba demasiado.

- Cuidado con las piedras –dijo Utengue-.

- Mejor fíjate en los retrovisores. ¿Lo ves? Nos están persiguiendo.

- ¡Pues acelera!

- Y qué crees que estoy haciendo simio descerebrado. Si hubieras hecho bien tu trabajo no estaríamos huyendo de una panda de niñatos.

- Por alguna razón sabían que nos encontrábamos cerca. La próxima vez debemos ser más precavidos y dejar de subestimarles.

- Esperemos que haya próxima vez.

- ¿A qué te refieres?

- Es muy probable que el jefe quiera matarnos.

- Somos de más utilidad vivos que muertos.

- Esperemos que él opine lo mismo –infirió el capitán barbudo-.

Los ocupantes de la furgoneta no se podían creer lo mucho que corría y lo bien que se manejaba ese vehículo. Faltaba muy poco para alcanzar al jeep y Ryo se colocó en posición, agarrándose a la ventana izquierda para no caerse y con la otra mano apuntó a lo lejos. Posicionó el arma en semiautomática y empezó a disparar ráfagas de a tres con la intención de alcanzar las ruedas, el bidón de gasolina que destacaba en la parte trasera o alguno de los ocupantes.

- Nos están disparando –exclamó Utengue-.

- ¿Y a qué estas esperando? Dispárales tú también.

Fijó la mirada en Alejandro que conducía, y empezó a disparar sin parar. Por fortuna, se sentía tan excitado que no era capaz de apuntar con tranquilidad y no paraba de fallar. En unos pocos minutos había vaciado tres cargadores y ya no le quedaban más.

- ¡No me queda munición!

- Asómate ahí atrás y coge el bicho que me he traído para las ocasiones especiales –dijo el capitán sonriendo-.

Utengue se agazapó sobre el asiento e intentó desatar la cuerda que aseguraba una lona protectora de color azul. Cuando Eva se percató de las intenciones del asesino negro, sacó su cuerpo por la ventana y empezó a disparar con las dos pistolas simultáneamente. Un bache le hizo perder una pistola, un mal giro le dañó la cintura y una llave inglesa lanzada por el capitán, obligó a Alejando maniobrar con brusquedad y Eva regresó al interior de la furgoneta.

- ¿Es que me quieres matar?

- No sé de qué te quejas…

- He perdido una de mis pistolas –protestó Eva-.

- Coge la mía y no les dejes escapar.

Los proyectiles de la AK-47 rebotaban por la superficie del jeep, sin alcanzar a sus objetivos. Si Tom me estuviera viendo me diría que acertaría más tirándoles mi espada –pensó Ryo- y desde luego razones no le faltarían. Ya casi no le quedaban balas pero como Alejandro se había acercado con facilidad, pensaba colocarse a su lado y abordarlos. La espada se me da mejor. Eva se asomó de nuevo por la ventana, Ryo le daba instrucciones a Alejandro para que se acercara y mientras tanto, Utengue forcejeaba con la maldita cuerda de la lona.

- ¡Casi los tenemos! –gritó Ryo-. Colócate a su derecha.

La abrupta superficie del terreno hizo rebotar a Ryo, que perdió la metralleta. A lo lejos se divisaba una carretera que atravesaba de manera solitaria la extensa estepa. Se asemejaba a una serpiente negra que se deslizaba suavemente hasta un punto en el horizonte, que por culpa de la acalorada difusión, desaparecería entre vaporosas estelas y distorsionadas colinas.

- Date prisa maldito imbécil. Debemos ganar tiempo antes de alcanzar la carretera.

Utengue resopló como un toro enfurecido y tras mordisquear con fuerza la cuerda, consiguió romperla. Apartó la molesta lona y sacó un Gatling de ocho cañones con batería incorporada. Apretó el botón de encendido y apuntó hacia la furgoneta blanca. Ahora verán.

Alejandro se fijó en el pedazo de cañón con el que les estaban apuntando y frenó de golpe.

- ¡Cubríos!

Los más de cien proyectiles por segundo caían como lluvia acida sobre los perseguidores, que de repente se habían convertido en una presa fácil. El color blanco de la furgoneta se estaba convirtiendo primero en crema desconchado y más tarde en plateado ennegrecido. Todos los cristales se habían hecho añicos, los neumáticos habían reventado, el capó del motor se había levantado y poco faltaba para que todo estallase por los aires. Y sin ningún motivo aparente el incesante bombardeo cesó.

- Doy media vuelta y acabamos con ellos –sugirió el capitán-.

- Mejor lo dejamos para otro día –interrumpió Utengue- me he quedado sin munición.

Volvió a sentarse en el asiento del acompañante y se encendió un alargado y mordisqueado puro. Lo miró con ansia y lo chupó tres veces hasta que la yesca había prendido del todo, impregnando los pulmones del sobresaltado tirador.

- De todas formas, dudo mucho de que se hayan escapado –acabó la frase riéndose-.

El juicio de los espejos. Las lágrimas de dios
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