Capítulo - XV

La antigua muralla de catorce kilómetros de longitud, abrazaba la ciudad de Xi’an asfixiándola entre copitos de ceniza con sabor a tubo de escape e innumerables monumentos históricos que cualquier turista se podía llevar consigo, imprimiéndolos en el espacio virtual de una cámara de fotos. Por las calles se distinguían más motos que personas y los edificios modernos rompían el esquema de una ciudad que se podía considerar entera patrimonio de la humanidad. El cemento se mezclaba con la piedra ancestral y bajo los pies de los minimizados rascacielos, la vida fluía entre mercaderes que vendían toda clase de productos a toda clase de precios. Muñecos y maquetas, ropa y zapatos, comida y bebidas, bichos y animalitos, escudos y peonzas, y todo lo que una mente falta de un sano juicio se podía imaginar. Verdaderos profesionales del arte ambulante aparecían por variopintos rincones, mientras las luces de una ciudad que apenas dormía iluminaban los nuevos puestos ambulantes que milagrosamente cambiaban de género en cuestión de minutos.   

Tres naves industriales enormes, con capacidad de albergar como mínimo dos zepelines cada una, protegían el inmortal ejército del primer emperador de la inclemencias del tiempo. Encontrar a un joven sensiblero que custodia los tesoros ocultos de su señor, no resultaría una tarea muy fácil. Los arqueólogos se habían marchado y un enorme cartel que ponía “CERRADO POR OBRAS DURANTE LOS PROXIMOS DOS DÍAS” aparecía por todas partes. Muy bien hecho pero nos habrá costado una fortuna –dijo Ryo-. Y qué más da –contestó Hiro-. Veinte soldados patrullaban por los alrededores y el teniente que los guiaba, se acercó al despistado grupito con cara de circunstancias. Sacó de su mochilita de estudiante, marrón de cuero de vaca y con cierres magnéticos, una foto de tamaño grande y los miró a todos de arriba abajo. No tardó en reconocer a Ryo y sin decir ni una palabra, levantó la mano dibujando círculos elípticos en el aire y el resto de la tropa se alejó en un santiamén. Los motores de los jeeps, repintados de color azul, desencadenaron una parafernalia que duró hasta que se alejaron dos kilómetros como poco. Un manojo de llaves colgaba en la puerta de la entrada principal para facilitarles el acceso a las instalaciones y las cámaras de seguridad carecían del parpadeo característico de su lucecita roja, indicando que las habían desconectado para la ocasión.

La entrada a la nave principal no resultaba nada espectacular pero al advertir su contenido, uno se sentía minúsculo ante la majestuosa obra labrada por la mano del hombre. Las vigas curvadas de metal se extendían hasta el techo creando una cúpula ovalada, que estaba recubierta con largas capas de cristal antibalas, más bien para proteger a los de fuera que a los de dentro. Se asemejaba a una gigantesca ballena de Jonás, pero a la inversa. Los soldados del emperador no parecían estar vivos sino que lo estaban de verdad. Cualquiera que observase con detenimiento se fijaría en los imperceptibles movimientos de cada uno, que con el fin de defender su honor intentaba repeler a los profanadores de su tumba y la de su señor. Alineados en filas de a tres y a cuatro, les habían despojado de sus armas para facilitar su mantenimiento o eso publicaron en los periódicos cuando lo decidieron. Era más bien un acto de cobardía y no desmesurada. El valiente ejército del emperador no había perdido su capacidad de imponer respeto y atosigar los sueños de quienes osaban enfrentarse a ellos. Los caballos de las cuadrigas aguardaban las órdenes de sus domadores y las expresiones de los hombres, cada una de ellas única como en el mundo real, se antojaban tanto amenazadoras como firmes. Sólo un joven soldado, rezagado, lloraba la pérdida de su alma y la de su señor entre los mantos oscuros de la nada y la madre incertidumbre de la incomprensión.

Rajid sacó su iPod y empezó a acariciarlo con las yemas de sus dedos como si de una mascota se tratase. Las luces de la nave se encendieron y empezaron a subir de tono suavemente. Una pasarela en la parte derecha se extendía hasta el fondo donde se encontraba el edificio administrativo, una cafetería y aseos para los turistas. La pared blanca del corredor, lucía sus marcas de guerra de tanto niño restregando sus manos manchadas de helado y otro tanto de adultos que descuidan ligeramente su higiene personal. El eco de los pasos retumbaba en cada pared y en cada rincón de la inmensa nave. Rajid acarició su iPod otra vez y los dulces llantos de una guitarra china salieron de los desperdigados altavoces, impregnando el ambiente y convirtiéndolo en algo tétrico aunque acogedor.

- ¿Cómo consigues hacer eso? –preguntó Eva-.

- ¡Magia!

- Hace quinientos años te hubieran quemado por esa afirmación.

- Y hace cien, también –contestó Rajid con cierto tono condescendiente-.

La morenaza de ojos marrones y piel de caramelo blanco, le gustaba mucho. Su sensual contoneo le hipnotizaba y sus descaradas miradas le atosigaban en lo más profundo de sus placenteras pesadillas. Lo que le disgustaba era su indomable carácter y su predisposición a no comprometerse con ningún hombre ni con ninguna ideología. Demasiado “espíritu libre” para su gusto.

- Tom y Selma os quedáis aquí –ordenó Ryo-. Tú Alejandro puedes empezar a buscar entre las estatuas y que Eva te acompañe. El resto seguidme dentro y busquemos en la base de datos de la excavación, a ver si encontramos al llorica.

Removieron el manojo de llaves en busca de la que abría la puerta de las oficinas, Hiro se cabreó al fallar en varios intentos, Rajid se reía de él, y finalmente Ryo probó suerte y lo consiguió a la segunda.

- Necesito quince segundos –afirmó Rajid mientras iniciaba el ordenador principal-. Como podéis ver la clave es fácil de romper.

- Tampoco nos encontramos en unas instalaciones súper secretas del gobierno –observó Hiro-.

- Pues la próxima vez lo haces tú.

- No repliques y dinos dónde está lo que estamos buscando.

La música de fondo de pronto paró de sonar.

- Mejor así –afirmó Ryo-.

- Y si no has sido tú ¿quién entonces? Se supone que no hay nadie más.

Un insoportable pitido rechinó por toda la nave, igual que un apretón de dientes que agonizan tras romperse a causa de un tic nervioso. Las pisadas de los inesperados visitantes indicaban su inminente acercamiento. El capitán barbudo, acompañado por dos hombres armados con dos fusiles de asalto AK-47, caminaba con paso firme hacia el edificio de oficinas. Se había duchado y acicalado para la ocasión, pero la peste aún emanaba de sus entrañas y el olor a caucho quemado y a tabaco rancio de liar eliminaba el efecto del desodorante que se había echado en abundancia. A sus acompañantes mejor ni mirarlos. Caminaban erguidos porque la naturaleza cometió el error de otorgarles ese privilegio pero por lo demás, vestían andrajos que ni se los pondría un chimpancé y apestaban a sudor, más que a cualquier otra cosa. Alejandro y Eva se encontraban prácticamente a su lado, escondidos tras dos lanceros y un caballo. El pestilente trío ni se dio cuenta y les dejaron atrás acercándose hasta unos doce metros de distancia donde Tom y Selma les observaban con inquietud y desprecio. Me huele a líos –susurró Tom-. El capitán barbudo levantó la mano portando un pañuelo blanco, manchado con salsa de tomate de la cena y una pizca de vino tinto, y la ondeó manifestando su deseo de parlamentar.

- ¡Buenas noches! –gritó el barbudo- ¡Tengo un mensaje para el señor Ryo!

Señor de pacotilla –pensó-.

- ¿A quién debo dirigirme? –dijo Ryo-.

- Soy el capitán Stone y los que me acompañan son… mi seguro de vida.

- ¿En qué puedo ayudarle capitán Stone?

- Tengo una llamada para… usted.

Tom acariciaba su revólver con impaciencia y Selma le miraba de reojo Mantén la calma –le indicó-. Mientras tanto, Ryo investigaba disimuladamente su alrededor y con la catana en la mano se acercó al capitán barbudo.

- Aquí tiene –dijo mascando las palabras-.

Ryo miró el teléfono pero no había ningún número en la pantalla.

- ¿Con quién hablo?

- Me alegro de hablar contigo Ryo –anunció la espesa voz- tú no me conoces pero yo a ti sí.

- Pues muéstrese y conozcámonos.

- Me temo que de momento no va a ser posible, pero ardo en deseos para que pronto lo hagamos.

- ¿Y en qué puedo ayudarte?

- Aceptando mi propuesta.

- ¿Y de qué se trata?

- La de asociarnos.

- Sólo he decidido viajar con unos amigos, de modo que si deseas asociarte con las empresas Nagato deberías contactar con otra persona. Seguro que eres muy influyente y no necesitas que te proporcione ni los números de teléfono, ni los nombres de contacto.

- No estoy interesado en las empresas de tu familia.

- ¿Entonces?

- Más bien me interesa… tu legado familiar.

- ¿Cómo dices?

- ¡Vamos! No te hagas el tonto.

- Pues debo de serlo porque, la verdad, no sé a qué te refieres.

- Yo tengo otro amuleto con Iridio –dijo la espesa voz enfadada- no juegues conmigo.

Ryo abrió los ojos y apretó el móvil. Su corazón se tambaleó. Miró a sus compañeros que aguardaban impacientes el desenlace y ellos enseguida notaron que algo iba mal.

- Por tu silencio deduzco que por fin he captado tu atención.

- ¡Sí; lo has conseguido!

- Bien. ¿Qué te parece entonces la idea de asociarnos?

- La verdad… nada buena.

- Me temo que no te quedan muchas alternativas. Como podrás comprobar soy un hombre con muchos recursos.

- Yo también.

- Cierto. Por eso es preferible que colaboremos, en vez de enfrentarnos.

- Si tienes un amuleto ¿para qué me necesitas?

- ¡Eso no te incumbe! –gritó-.

-…

- Te pido disculpas. Es que no me gusta cuando rechazan mis ofertas de buena fe.

- Entonces es por caridad.

- No exactamente.

- Pues debo negarme –añadió Ryo-.

- Entiendo… ¿me puedes pasar con el señor Stone?

Ryo entregó el teléfono al capitán y se dio media vuelta para regresar con el resto de su equipo. Apretó la catana con fuerza para que le infundiese valor mientras daba la espalda insensatamente a un más que probable enemigo. No le sudaban las manos pero si se le aceleró el pulso. Las miradas de los Guerreros de Terracota se apartaban de la suya, como si supieran que pronto sería castigado por profanar su lugar de reposo, y Ryo lo intuyó.

- ¡Última oportunidad! –gritó maldiciendo el capitán barbudo-.

Sus acompañantes levantaron los AK-47 dispuestos a disparar pero Tom, que vigilaba sus movimientos, disparó dos veces su revólver alcanzándoles a uno en la cabeza y al otro en el pecho, ahogándolo con su propia sangre. No hacía falta matarlos –dijo Selma-. Y Tom levantó los hombros con indiferencia. Eva, que se había acercado sigilosamente, saltó sobre el capitán y le puso un cuchillo en el cuello. La afilada dentadura de la herramienta para despellejar jabalíes, arrancaba trocitos de barba mientras se la hincaba en la piel, hasta que el capitán barbudo empezó a reírse.

- Ya basta –ordenó Ryo- deja que se vaya.

- Esto no acaba aquí –indicó el capitán barbudo-.

- Lo sé, pero hoy te perdonaré la vida.

- Yo en tu lugar no lo haría.

- ¡Márchate antes de que cambie de opinión!

Despegó su cuello de la hoja, y observó con despreció a Eva. Ya nos veremos guapa –pensó mientas seguía caminando hacia atrás-. El ensuciado pañuelo blanco, símbolo de paz, se le deslizó de los dedos, cayéndose en el yacimiento para pasar a formar parte de él. Los murmullos de los insultos y las maldiciones retumbaban por las paredes de la nave sin perturbar a Ryo. Por otra parte, Tom había fijado su mira en la frente del maleante y sólo aguardaba a que su antojo le otorgara el permiso que Ryo le había negado, y que insistentemente se lo volvía a negar. Deja en paz al mensajero –le dijo mientras le bajaba el rifle con suavidad-. Y el vaquero asintió.

El juicio de los espejos. Las lágrimas de dios
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