Capítulo - XXVI
- Atención. ¿Me escuchas?
El graznido del radiotransmisor desaparecía al soltar el rectangular botón.
Tssssssssssssss…
- ¿Me escuchas o tengo que bajar e hincharte a ostias?
Tssssssssssssss…
- Te escucho.
La gruesa voz de Utengue y su entrecortado modo de pronunciar las frases amedrentó las ganas del capitán a enfrentarse con él.
Un buitre se acercó cuando se percató de que muy pronto se deleitaría con un festín. Sus primos y amigos se unieron al él y empezaron a planear en círculos por encima de la perturbada tumba. Hace mucho, otros carroñeros se acercaron a este lugar y se empacharon de carne y vísceras. La colina desde donde el capitán espiaba los movimientos de sus oponentes, antaño fue utilizada como podio.
*
Hace más de mil ochocientos años…
- Todos me conocéis. Hemos luchado juntos, hemos sangrado juntos y, por qué no decirlo, hemos vaciado botijas de airag festejando nuestras victorias, juntos.
El general del ejército se dirigía a la guardia de honor del emperador que había jurado, junto con él, protegerle en esta vida y en la siguiente. En los rostros de los soldados no se veía ni un atisbo de duda, ni un gesto de malestar; solamente se distinguían alegres sonrisas, saludos emotivos, miradas de orgullo y de vez en cuando, un oficial contaba una batallita ocurrida en alguna taberna o un mercado, y suscitaba las risas de sus compañeros. Ninguno de ellos dudaba. No necesitaban escoger otro destino ni necesitaban despedirse de nadie. Sabían que sus familias estarían bien provistas de lo necesario y también que las protegerían de cualquier peligro. El emperador les esperaba en el otro lado, como siempre, y ellos nunca rechazaron su llamada.
- En este día glorioso, y después de acabar con las ceremonias y los teatros de despedida, por fin nos uniremos a él. Recordad de no dañaros los brazos para poder luchar, de no dañaros las piernas para poder cabalgar, y de no dañaros la entrepierna… por si acaso.
Todos se rieron al unísono.
- Tengo un regalo para nosotros. Cien carros de airag para celebrar el viaje.
El general se unió a los ochocientos soldados de la guardia. Eran sus compañeros en las batallas y también con los que cruzaría al otro lado. El blanquinoso licor circulaba con fluidez y los condenados a morir, festejaban como jamás lo habían hecho antes. Los bueyes que arrastraron los carros los sacrificaron para comérselos y a los propios carros les prendieron fuego para asar la carne que, a falta de más leña, se la comían a medio hacer. Conforme se saciaban, entraban en la tumba de su emperador cantando y se degollaban a ellos mismos. Cuando otro entraba, se subía por encima de los otros cadáveres para que cupieran todos, hasta que los últimos cerraron la puerta por dentro y se degollaron en la oscuridad.
*
- ¿Qué sucede Tom? Pareces estar preocupado –preguntó Selma-.
- Algo me huele mal. Avisa a los de dentro para que salgan inmediatamente.
El viento soplaba desde oriente y consigo traía el olor del capitán y sus hombres. El cazador tejano empezó a sospechar de la presencia de indeseables nada más fijarse en los buitres. Creía que se trataba de una de las aves más inteligentes del mundo ya que nunca se arriesgaban y casi siempre se alimentaban en abundancia.
- ¿Qué te han dicho?
- No consigo hablar con ellos. Seguramente su radio no recibe la señal ahí abajo.
- Pero si no están tan lejos –dijo Tom- intenta llamarles por el boquete.
- ¡Ryo! ¡Hiro! ¿Me oís?
Por alguna extraña razón, las paredes absorbían los gritos de Selma y el olor a vainilla se acentuaba.
- Voy a bajar.
- No tenemos tiempo Selma. Coloca algunas cargas de C-4 en un perímetro de cuarenta metros y nos marchamos.
- ¡¿Pero estás loco?!
- Hazme caso y disimula. Nos están vigilando.