Capítulo - LXVII
Oscura la noche y helado el viento. Mar y roca seguían fundiéndose en ráfagas de rugidos húmedos y esporas de llovizna salada. El joven, cansado de observar la luna y las estrellas, regresó a la casa del barquero donde su esposa estaba calentando agua en el caldero para preparar más sopa de tiburón. Era lo único de carne que les quedaba. Sacó de un tiesto un par de cebollas bien gordas y empezó a pelarlas con maña y brío; cogió también tres reblandecidas zanahorias y las arregló como pudo. El joven, que acababa de entrar y se estaba quitando el abrigo, se fijó en ella y se acercó al fuego a calentarse.
- ¿Necesitas ayuda? –le preguntó a la mujer-.
- Aquí las mujeres se ocupan de sus asuntos. Tu siéntate y espera a que acabe.
- No era mi intención…
La mujer le miró con ojos de gata furiosa y él levantó las manos en señal de obediencia. Al fin y al cabo, sólo era un invitado y ella era la dueña de la casa.
Silencio.
Las chispas del fuego desgastaban la madera y la convertían en ceniza; el humo que se escapaba de la chimenea se deslizaba sutilmente por la habitación, creando un manto de misterio; las sombras provocadas por los destellos danzantes se dibujaban por las paredes y la mujer, ágil y mañosa, empezó a sudar. Se quitó el chal de lana gruesa que vestía y dejó el cuello al descubierto. El joven no estaba acostumbrado a estar en presencia de una mujer a solas. Ella era lo suficientemente joven como para lucir una tersa piel y unas caderas curvadas; bien puestas y prietas. El sudor que se escapaba por los poros de su frente de porcelana, recorrían sus mejillas, se colaba por detrás de las orejas, se deslizaba hasta el cuello y se perdía en la estrechez de su cuerpo y la ropa. De vez en cuando, la mujer se agachaba para remover la sopa y al hacerlo de lado, su protuberante escote quedaba al descubierto y uno de sus pechos aparecía semidesnudo, suave y esponjoso, con el pezón duro como una almendra a causa de la mezcla del calor y el frío. Él también sudaba sin ni siquiera mover un dedo. Apretó con fuerza sus muslos para que ella no se diera cuenta de su excitación incontrolada. La deseaba. Y ella lo notó.
- ¿Quieres comer ahora? –le preguntó mirándole-.
Él calló.
- Aún queda algo de pan seco –añadió ella-.
Se agachó y cogió un trozo de pan seco con manchas de moho, lo limpió y lo puso cerca del fuego para tostarlo, se levantó un poco la falda dejando primero su pie y luego el muslo al descubierto. Era delicioso como el azúcar y suave como la seda. El joven se imaginó acariciándole y besándole todo el cuerpo. Desde sus tobillos de loto rosado pasando por su ombligo de uva negra, acabando en sus duros pezones y, de paso, repasando todo lo que existía entre medias. Exprimiéndole sus melosos jugos y regalándole el placer del tacto.
La mujer suspiró excitada y se levantó por completo la falda dejándolo todo al descubierto.
- ¿A qué esperas?
No se lo pensó. Se colocó tras ella e hizo todo lo que se había imaginado. La acarició, la apretó entre sus brazos, estrujó sus curvas y la embistió con fuerza. Ella le agarraba con deseo y respiraba como una posesa, y él le correspondía. Sentía como estaba dentro de su cuerpo, y a ella le gustaba. Sudaron, disfrutaron y volvieron a sudar durante toda la noche. Hasta que el agotamiento pudo con ellos.