Capítulo - LXVIII

En la actualidad…

- Bienvenidos a una de mis humildes moradas –dijo el anciano-.

Un enorme portón de acero, pintado de negro, se abría lentamente. Cuatro guardias vestidos con uniformes militares, con dos perros y un aparato electrónico con forma de tubo y cables como patas de insecto, salieron de una garita que emulaba una colina cubierta de césped. Un bunker.

Ryo escrutó los alrededores desde su asiento.

Una hilera de cámaras ocultas entre los árboles, vigilaban cada centímetro del perímetro del terreno que rodeaba la antigua mansión. Pinos, abetos, robles, cipreses, castaños y unas cuantas jóvenes secuoyas traídas desde San Francisco, dominaban el terreno. Un verdadero santuario de la naturaleza que también podía describirse como una inexpugnable fortaleza con muros de piedra, vallas de metal y obstáculos de troncos marrones, largas ramas y hojas verdes. La carretera, de baldosas verdes y rojas, la rodeaban innumerables rosales de capullos rosados y pinchos afilados.

- No sólo cumplen con la función del alambre de espino sino que también decoran ¿no te parece?

- Lo que yo veo es que tu casa no tiene nada de modesta –indicó Ryo-.

El anciano agachó la cabeza y levantó los hombros.

- Por eso perdí a mis hijos. La soberbia es un rasgo del carácter humano, difícil de aplacar, y los errores que se cometen por su culpa resultan fatales.

- Y aun así no aprendiste la lección.

- Sí que la aprendí, pero como ya no me queda nada que perder decidí no privarme de algún que otro lujo.

- Te queda la vida.

- Hay personas que cuando pierden a sus seres queridos, pierden la avidez de vivir; yo soy una de esas personas. Como ya te comenté antes, lo único que deseo en este momento es dejar el amuleto a buen recaudo y descansar.

Ryo pensó en la pesada carga que supone poseer un amuleto y en cómo te corroe por dentro.

- Ahhhh sí. Ya he visto esa mirada.

- ¿A qué te refieres? –preguntó Ryo-.

- Puede que consigas despistar a los demás, pero a mí no puedes engañarme. En todo momento crees ser quien controla tu vida hasta que una fuerza, extraña y extremadamente poderosa, te posee. Ves el universo postrándose a tus pies y sueñas con una paz imposible; no hay lugar para el dolor ni para los errores, todo es perfecto ¿te imaginas a ti mismo controlando tu alrededor? no sólo la voluntad de los hombres, sino que poder también dominar los elementos de la naturaleza. Es decir, te crees que te has convertido en Dios.

- ¡Yo puedo controlarlo!

- ¿En serio? Recuerda lo que te comenté sobre la soberbia. El capital de los pecados.

Ryo se puso la mano en la barbilla y se la acarició, permaneciendo pensativo y a la vez preocupado.

- Sólo te pido una cosa –continuó el anciano- cuando necesites ayuda… pídela. Por lo que he visto estás rodeado de gente que te aprecia y que se preocupa por ti.

- Eso es verdad –asintió Ryo-.

- Pues no dejes de aprovechar esa gran ventaja. Recuerda que si no utilizas las herramientas que se encuentran cerca de ti, no te conviertes en un hombre independiente, sino más bien en un ignorante que no sabe aprovechar lo que tiene a su alcance.

- Descuida, lo haré.

- ¿De veras? –dijo el anciano arqueando la ceja izquierda-.

La enorme mansión que apareció de entre los árboles era magnífica y majestuosa. Construida con piedra blanca desde sus cimientos hasta los picos de las chimeneas; cualquiera podría pensar que había sido extraída de un cuento de los Hermanos Grimm, tanto por su ostentosidad, como por su toque de magia visual que provocaba al instante. Las ventanas de madera blanca barnizada se fundían con el resto de la estructura, y los vidrios de bohemia con los que estaban vestidas, con dieciséis mil diferentes formas de flores talladas a mano, destellaban cuando el sol conseguía atravesar las nubes y el follaje de los árboles. 

Uno tras otro, los coches se detuvieron frente a la entrada principal y sus ocupantes comenzaron a bajar. Los empleados de la mansión que posaban orgullosamente vestidos con sus mejores atuendos, les acompañaron dentro, directamente hacia el gran comedor donde un suculento banquete les esperaba.

- ¿Qué te parece todo esto? –le preguntó Hiro a Ryo-.

- El cocinero debe de ser un genio. Jamás había visto faisán relleno con pasas y nueces de macadamia. ¿Eso de ahí es clavo?

- No me refería a la comida.

- Lo sé.

- ¿Entonces?

- Creo que las intenciones de nuestro anfitrión son honestas. Pronto nos entregará el amuleto y podremos proseguir nuestro camino.

- ¿Así, sin más?

- Este hombre ha saboreado tanto el éxito, como la mayor de las desgracias. Supongo que ya ha recibido todo lo que una vida puede ofrecer, y ahora desea marcharse en paz.

- No tiene pinta de morirse –indicó Hiro-.

- Pues aunque no lo parezca, su espíritu hace mucho que ha muerto.

El juicio de los espejos. Las lágrimas de dios
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