Capítulo - III

Dos días después, durante el funeral, no llovía. El calor acariciaba las mejillas de los comparecientes que en vez de sentirse tristes, les invadía la alegría. Era de esperar. Mentirosos, chupatintas, fariseos y sanguijuelas; exceptuando a un par de verdaderos amigos, todos los demás acudieron por interés y por guardar las apariencias. Que falso es el mundo –Ryo sonreía, pero les detestaba-. Acudieron primero a decenas, luego a centenares y finalmente a miles. Directivos, empleados, colaboradores, políticos… de todas las clases y para todos los gustos. Se enteraron que Ryo no heredaría las empresas y acudieron a prestar testimonio. No le importaba. Él sonreía estoicamente y daba la mano a quien se la pedía. Su madre permanecía a su lado y no podía defraudarla. Ella lloraba con vehemencia sin importunarse por la gente que la rodeaba, ni por lo que pensaban. En su pequeño refugió aprendió a amar sin ser amada y a escuchar sin ser escuchada. Su hijo, no la dejaba ni un segundo a solas.

El trayecto hacia la casa, donde la anciana degustó la felicidad durante un breve instante de su vida, se alargó en silencio. Ryo la miraba anhelando un abrazo. El dulce amor de madre puede que mitigara su tristeza pero la amplitud del interior de la limusina negra, no incitaba el acercamiento. En un coche más pequeño al menos se rozarían.

- Heredaste la cabezonería de tu padre. Y todo lo demás de mí.

Hiro que se sentaba a su lado soltó una suave carcajada.

- Es cierto, querido maestro. Mi hijo combina la elegancia, inteligencia, gracia y soltura de su madre, con la… perseverancia de su padre. Una combinación tanto hermosa como poderosa ¿no te parece?

- Sí señora –asintió Hito y agachó la cabeza mostrando respeto-.

- No creo que sea el mejor momento para esta conversación madre.

- ¡Tonterías! Es un momento como cualquier otro, además, no podremos hablar cuando regrese a Okinawa.

A Hiro se le escapó una sutil carcajada y al darse cuenta, carraspeó.

- No seáis tan formales que nadie nos escucha. Soy muy vieja para esconderme y me queda poco tiempo para que me escuchen. En fin. Dime Ryo ¿cómo te sientes por ser el elegido?

- ¿El elegido? No me importa el dinero madre, pero una vieja armadura no es mucho.

El rostro enfurecido de la anciana atemorizó a los dos hombres. Muchas veces entrenaron y otras tantas pelearon en callejones oscuros por causas perdidas, y nunca antes se habían sentido tan angustiados.

- Tú eres el elegido. Creciste en mis entrañas, sangraste en mi sangre y te alimentaste de mí. El destino del mundo yace en tus manos y no eres capaz de darte cuenta. Joven insensato, menos mal que pronto lo harás.

- Sí madre.

- ¡Ohh! Lo siento hijo mío. No pretendo incomodarte, sólo quiero que entiendas que durante setecientos años, todos los Nagato han deseado cumplir la tarea que se te ha confiado. No menosprecies lo diminuto por ser pequeño, alábalo por distinguirse y perdurar en un entorno más grande que él.

- Por cierto ¿Hasta cuándo piensas quedarte? 

- Esta misma noche me marcho.

- ¿Cómo? ¿Pero por qué?

- No debo distraerte, se fuerte y sigue tu camino. Te espera un largo viaje y te enfrentaras a lo único que no puedes evitar en el transcurso de tu vida.

- ¿La muerte?

- ¡No! A ti mismo.

Hiro se sirvió un whiskey de malta que había escondido en el mini bar antes de salir, y se lo tomó de un trago.

- ¿Me pones una? –dijo con tono de demanda la anciana, y se lo bebió de un trago también-.

Otra carcajada se le escapó aunque Hiro no intentó disimular esta vez.

- ¡Muy bueno! Con muchos años pero con carácter. Igualito que yo.

Esta vez no pudo contenerse y se rió a borbotones mientras servía otra copa a la anciana que también se reía. Ryo era feliz pero no compartía su desparpajo. Los años de odio hacia su padre, se convirtieron en lágrimas de anhelo que sufría con los labios silenciados, y con el corazón destartalado.

El juicio de los espejos. Las lágrimas de dios
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