Capítulo - XXVII

El polvo con sabor a ceniza y sacarina, se pegaba al paladar de Ryo y le provocaba arcadas. También se le metía por los ojos y le resultaba muy difícil contener las lágrimas. Mientras se arrastraba por el interior de la tumba, se enganchó con un peroné y un fémur. Me quiere echar a patadas, y no le culpo por ello –pensó Ryo-. Cuando tocó el cráneo del cadáver supo que ya era suficiente. Esperó unos minutos a que el polvo se disipara y no le entorpeciera tanto la visión, y con la ayuda de una linterna empezó a buscar por donde se cruzaban las manos. No tenía la menor duda que se trataba del lugar donde encontraría el preciado amuleto.

- ¿Lo tienes ya?

- ¡No!

- Deja de perder el tiempo –exclamó Hiro-.

- Te crees que me divierto arrastrándome por encima de restos humanos.

- Son los de un rey.

- Me da igual viejo chiflado. Debimos reventarla y me hubiera ahorrado todo esto –decía Ryo mientras le entraban arcadas-.

- Sí maestro –contestó y se echó a reír-.

El reflejo de la linterna se posó sobre un objeto que fácilmente se podía confundir con el resto de los huesos. Entre los huesos del puño cerrado del emperador muerto, se ocultaba la peineta de la reina guerrera y con ella, la visión de un futuro incierto. A Ryo le costó mucho liberarla de las garras de su antiguo dueño para hacerse con ella. Entonces recordó el último documento de lazo rojo que leyó.

No contaré ni mis victorias ni mis desgracias. He sido bendecido, no me cabe ni la menor duda, pero con una bendición maldita. Ninguno de nosotros ha sido capaz de vislumbrar el verdadero poder que poseemos. Por ello, nunca más se hará uso de él, a menos que un hombre de corazón puro sea capaz de soportar la verdadera responsabilidad que conlleva este gran poder. Pena me da el elegido, y honrado deberá sentirse. El peso del mundo recaerá en sus hombros y espero que pueda soportarlo.

Apretó con fuerza el amuleto mientras lo observaba con adulación. Sus ojos de color verde profundo se tornaron camaleónicos. Ningún color les definía y era como si por ellos fluyera una constante corriente de agua manchada por acuarelas de colores oscuros. El difuminado gris era el que más predominaba. La sonrisa de la tentación se le grabó en las mejillas y de pronto se dio cuenta de por qué el emperador se enterró junto a su tesoro.

- ¡Ryo! ¿Estás bien?

- …

- ¡Ryo!

- Lo encontré. Ya salgo. Los años te han convertido en un pesado y en un tiquismiquis.

Alejandro y Eva cogieron a su amigo por los hombros y lo arrastraron fuera de la tumba. Ryo miró con recelo la peineta y enseguida alargó la mano entregándosela a Hiro.

- Toma, guárdala.

- Es tu responsabilidad guardar los amuletos –contestó Hiro-.

- Pero vas a tener que ayudarme.

Se levantó y empezó a sacudirse el polvo que se le había adherido por todo el cuerpo, la ropa y el pelo. Durante unos segundos miró su espada fijamente y entendió que ya no la aceptaba como antes. Ahora le tenía más respeto.

- Ryo. Intento comunicarme con los de arriba pero no lo consigo. ¿No te parece raro?

Alejandro presionaba el botón de la radio con rabia, y después de varios intentos se dio por vencido.

- Aquí pasa algo raro –dijo Hiro- debemos actuar con precaución.

De los bultos de las paredes se escurría un extraño y viscoso líquido que relamía las paredes. Las escaleras se habían impregnado de él, tornándolas muy resbaladizas. El olor a vainilla apestaba a sangre, las monedas de oro que estaban esparcidas por el suelo relucían sin ningún motivo aparente. Los ojos de la muerte se han percatado de nuestra presencia –pensó Hiro-. La mancillada tumba del emperador, clamaba sangre y a los cadáveres que antaño alimentaron su ansia, no les quedaba ni gota.

Ryo se acercó a la cuerda y comprobó que no se había soltado. Llamó a los de arriba pero no obtuvo respuesta y tampoco insistió.

- Voy a subir.

- Espera –intercedió Eva- yo soy más rápida.

Ryo asintió en silencio y la agarró de la cintura impulsándola hacia arriba. Ella se contoneó suavemente enredándose por la cuerda como una culebra y en un abrir y cerrar de ojos se disponía a asomar la cabeza por la apertura.

¡TRRRAAATTT!

Una ráfaga de disparos falló su objetivo y Eva saltó con los brazos abiertos y las piernas pegadas, directa a los brazos de Alejandro.

- Ya te tengo.

- Me lo temía –dijo Hiro-. ¿Conseguiste ver algo antes de saltar?

- No.

La alquitranada mirada de Utengue se clavó en su subordinado.

- ¿¡No te dije que no hicieras nada!?

- Lo siento jefe yo…

Utengue respiró profundamente y a través de sus fosas nasales se distinguía el infierno. Agarró su machete, lo posó lentamente en la mejilla izquierda del tirador falluto y le propinó una profunda tajada de recuerdo.

- Así aprenderás.

A lo lejos, los buitres observaban con devoción a la comida andante. Tom lo sabía. A unos trescientos metros de distancia, recostado y apuntando con su rifle de precisión al enemigo, calculaba los pasos que su oponente pensaba dar. Faltaba muy poco para que los descuidados malhechores cayeran en su trampa.

- Tienes viento suave por el este –calculó Selma con el cordón de un zapato atado a una bala-.

Utengue parecía un bárbaro pero en realidad, era de todo menos estúpido. Sabía muy bien que el peligro acechaba. El abandonado campamento cerca de la pirámide demostraba que el cordero se había convertido en lobo. Los cachivaches colgados en los palos, las palas tiradas por los suelos, una excavadora que rugía en ralentí, una olla con un hervido requemándose y la sensación de que el frío sudor de la muerte se acercaba; le llamaron la atención y le alertaron. Susurró cuatro palabras para sus adentros y ordenó a diez hombres que se acercasen esparcidos a una distancia de tres metros entre ellos.

- ¿Lo tienes? –susurró Selma-.

¡BOOOOM!

Con el primer disparo, Tom acertó el detonador introducido en el C-4, que provocó una reacción en cadena e hizo estallar el resto de los explosivos. De los diez hombres únicamente quedaron brazos y piernas que se disgregaron por los alrededores. Las aves carroñeras, pronto disfrutarían del festín, aunque aún aguardaban pacientemente. Una capa de espeso humo envolvió el entorno y desorientó al resto de mercenarios obligando a Utengue a considerar sus opciones y a llamar al capitán barbudo pidiendo que le sacaran de allí.

- ¿Velocidad del viento? –preguntó Tom de nuevo-.

- Igual que antes.

El segundo disparo rozó el hombro de Utengue que le obligó a agacharse y a cobijarse detrás de uno de sus guardianes. La confusión incitó a los trabajadores a apostarse cerca del francotirador, y a levantar los brazos zarandeando dos escopetas, unos cuantos palos que a lo lejos parecían armas y dos cubos a modo de tambores. La hemos liado parda –pensó Utengue-. Pronto se iniciaría la marcha que rescataría a los que esperaban en la tumba.

El juicio de los espejos. Las lágrimas de dios
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