Capítulo - LVIII

En la taberna situada encima de la playa, los cansados compañeros disfrutaban de un momento de relax, sin los apretujados zapatos y con los pies remojándose en el suave vaivén del mar. El único que no se permitía el lujo de dejarse llevar era el viejo y quejicoso abogado. Vestido con uno de sus extravagantes trajes y en compañía de una copa de coñac, despotricaba sin parar sobre los peligros a los que se estaban enfrentando de manera demasiado habitual. El tema económico ni lo mencionó. Mientras volaba desde Japón ensayó casi todo lo que quería decirle a Ryo y decidió que hablar de dinero no afectaría para nada las decisiones que él tomaba. Aun hablando de las veces que se habían podido matar él y los demás, ninguno de ellos apartaba su mirada de las blancas nubes que se movían en el horizonte mientras el rugir de las olas rompía sobre las rocas que se encontraban a unos pocos metros de allí.

El anillo brillaba en las manos de Ryo. Su poder pesaba más que la densidad del metal del que estaba hecho, su forma le embaucaba más que una obra maestra y su simpleza le sorprendía. Un sentimiento de culpabilidad recorrió su cuerpo mientras su mente barajaba la posibilidad de usar la sabiduría de los amuletos para dominar a la raza humana e instaurar una paz eterna.

- Ryo… ¿me estás escuchando? –preguntó el abogado-.

- Sí, sí. Sólo estoy cansado.

- ¿Pero has oído algo de lo que te he dicho?

Una vez más, se sumió en sus pensamientos. La sonrisa que se dibujaba en la comisura de sus labios no resultaba muy agradable. El mal combatido con el mal –pensaba-.

- Deja de hacer el tonto y préstame atención –dijo Hiro-.

Ryo sacudió la cabeza y recompuso sus ideas. Dejó el anillo sobre la mesa y lo miró deseando no tener que volver a cogerlo.

- Por favor presta atención –insistió el abogado-. Debéis descansar un tiempo hasta que todas las investigaciones cesen, sino tarde o temprano alguien se dará cuenta de quién se encuentra detrás de todo esto. En China están muy enfadados y he realizado un tremendo esfuerzo para cubrir vuestras huellas, lo mismo que en Mongolia, no obstante, después de lo ocurrido en Turquía no es nada fácil despistar a las autoridades y tampoco podemos sobornar a todo el mundo. Recuerda que las empresas Nagato siempre aparecen milagrosamente para ayudar.

- Entiendo la situación, pero debes saber que encontrar los amuletos es vital y debemos conseguirlo a toda costa.

- Eso lo entiendo perfectamente –contestó el abogado- pero si os detienen o empiezan a investigar a las empresas, no estaréis en posición de llevar a cabo vuestra misión. No digo que abandonéis, sino que os toméis unos días de descanso; nada más.

Todos se quedaron pensando en las palabras del abogado y sabían que tenía razón.  

- De todas formas no sabemos a dónde hay que ir –añadió Alejandro-.

- Sí lo sabemos –interrumpió Selma-. Donde hay pirámides, hay amuletos. ¿No dijiste eso?

- Pero no implica que estén ahí. Quién nos asegura que el amuleto egipcio no fue robado por los romanos, o si el amuleto azteca no fue llevado a Europa por los españoles. Es como si buscásemos una aguja en un enorme pajar.

- ¿Y prefieres quedarte de brazos cruzados?

- Yo no he dicho eso. Opino que deberíamos tomarnos unos días de descanso tal y como nos sugiere el abogado, y así reorganizarnos y estudiar las distintas opciones de las que disponemos.

Alejandro y Selma se callaron y se reclinaron en sus asientos. La brisa marina apaciguaba el caldeado ambiente evitando que el malestar de las circunstancias hiciera mella en el humor de los presentes. Las gaviotas interrumpían el monótono sonido de las olas rompiendo sobre las rocas cercanas y el joven camarero no paraba de servir copas de Ouzo, aperitivos de yogur y huevas de pescado rosa, queso en aceite y frituras de frutos marinos alineados con salsa de ajo y perejil.

Pasó un largo rato hasta que el incierto y triste silencio se rompió por las tonterías que empezó a contar Tom. Que si las cebras no deberían tener rayas negras dibujadas en sus lomos sino rojas para atemorizar a los pájaros, que si una vez vio una serpiente con patas de rana, y que en una ocasión mató a una araña que tenía el tamaño de un gato salvaje. En realidad nada de lo que decía resultaba gracioso, pero gracias al excesivo consumo de alcohol y la predisposición de todos por acabar con la incomodidad del momento, uno a uno, se sumaron a contar incoherencias y batallitas de borracheras evadiéndose del tema que les preocupaba. Incluso el abogado decidió que ya era suficiente de tratar asuntos serios y contó la historia de cómo conoció a la última gueisa que vive a su costa. Una afición muy cara –comentó Rajid-. Todos asintieron y continuaron hablando de sus peripecias, tanto reales, como inventadas.

Cuando la noche cayó, incluso el camarero se les había sumado y no dejaba de contar historias de pesca submarina y capturas de cangrejos enormes; aunque lo que más llamó la atención a todos, era la forma de la que relató el día que conoció a su esposa. Según decía, durante un largo y caluroso día de verano, cerca de la casa de sus padres que es donde creció, una preciosa mujer morena, con pechos de manzana y caderas de porcelana, apareció tímidamente entre los espumosos restos del mar, portando una gran concha rosada donde se reflectaba la luz de sus ojos. En cuando ella giró la cabeza y le contempló, se enamoró de su flamante mirada, su cautivadora sonrisa y de sus pezones de color oliva, de textura firme y aterciopelada que le hizo enloquecer. Ese día estuvieron mojándose por la arena de la playa y los rayos del sol hasta que la luna ocupó su lugar en el cielo, y los dos cuerpos se fundieron en uno dejando una estela casi imperceptible de olor a margaritas junto con amor desenfrenado. Lo que no contó era que al día siguiente, el padre de la mujer le dio dos puñetazos y le obligó a casarse con ella de inmediato y así limpiar el mancillado honor de la familia siguiendo la milenaria y estricta tradición griega.

Un par de horas después, el cocinero, el dueño junto a su hijo y el friegaplatos, también se emborrachaban contando bobadas y exagerando las minucias que las transformaban en historias épicas y de gran interés.

- ¿Entonces qué me dices Ryo? –susurró el abogado mientras el cocinero se inventaba un suceso junto a Tom-.

- Creo que tienes razón. No haremos nada hasta la próxima luna llena. No es mucho, pero ha de ser suficiente.

- Al menos me dará un poco de margen para recoger los estropicios –suspiró el abogado-.

Selma que escuchó la conversación sin querer, cogió una botella de licor desconocido y rellenó todos los chupitos que se encontraban sobre la mesa. Se levantó, estiró la mano y llamó la atención de todos los presentes.

- ¡Brindo por las lágrimas de Dios, y por sus buscadores!

Los del restaurante no entendían el significado del brindis pero se levantaron igualmente y brindaron sobre lo mismo repetidas veces, para que la buena suerte hiciese más mella.

- Las lágrimas de Dios; no está mal –dijo Alejandro-.

Las botellas seguían llegando desde la cocina, directamente de la preciada reserva particular del cocinero y hasta se inventaron un nuevo tipo de bocadillo frío, con jamón cocido, mantequilla y pasas remojadas en licor casero y cáscaras de naranja, que llamaron el granjero chungo.

Todo marchaba bien hasta que un mensajero con cara de cansado y pecas hasta en las orejas llegó y preguntó por Ryo.

- Soy yo ¿en qué puedo ayudarte?

- Traigo un mensaje para usted.

- ¿Y cómo sabias dónde encontrarme?

- Yo sólo sé que las instrucciones que me han dado son muy claras. Aquí pone la hora, el día y el lugar donde tengo que entregar la carta, y aquí estoy. ¿Si me hace el favor de firmar el recibo?

Ryo cogió la carta con cierta reticencia. La borrachera no le permitía sopesar la gravedad de la situación, y de pronto el silencio prevaleció sobre las risas.

- ¿Qué pone la carta Ryo? –preguntó Hiro-.

Ryo miró al abogado e inclinó la cabeza mostrando respeto y vergüenza.

- Me temo que no estoy en posición de mantener mi promesa.

El juicio de los espejos. Las lágrimas de dios
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