Capítulo - LXIX

Cuando llegó la media luna, el joven pensó en la experiencia vivida y miró el brazalete con despecho. Cualquier otro lo acariciaría y lo mantendría cerca de él, pero su juventud y sus sentimientos lujuriosos le nublaban la mente; no pensaba en las palabras de su maestro, no le preocupaban las consecuencias de sus actos, no temía la ira del destino y, aunque había presenciado un milagro que le indicaba exactamente lo que debía hacer, él únicamente deseaba encontrar otra oportunidad para acostarse con la mujer del barquero. Soñaba con sus caderas, pensaba en sus gemidos y no paraba de olisquear un trozo de tela que poseía y que había impregnado con su aroma. Fuerte y ácido. Cuando pasaba cerca de ella se excitaba y la miraba con deseo, cuando comía su comida la encontraba en cada bocado y durante las noches oía su respiración detrás de la fina pared de madera.

- Ya puedo llevarte al otro lado –le dijo el barquero-.

- He decidido quedarme unos días –contestó él- te pagaré por las molestias.

- Pero si ya me has pagado, y bien.

- Pues entonces celebrémoslo. ¿Por qué no partes y compras perdices de cola roja y queso blanco de vaca? Toma una moneda de oro.

- ¡Esto es demasiado! –exclamó el barquero-.

- Pues tómate tu tiempo y compra sólo lo mejor.

- Lo haré… lo haré.

- Bien. Y cuando regreses haremos cuentas.

- No te preocupes joven druida; yo jamás me aprovecharía de ti.

La mujer escuchó la conversación y sonrió. Su piel se erizó de placer al pensar en las suaves manos del joven palpándola y apretándola con fuerza y pasión. Se contoneó suavemente, se mordió los labios y se retiró a preparar lo necesario para la partida de su marido.

*

Dos días y dos noches tardó el barquero en regresar y dos noches más dos días, el joven y la mujer no dejaron de acostarse, jugar con sus cuerpos y disfrutar de una luna de miel que robaron a la decencia. No les importaba. El único error que cometieron fue que ella descuidó demasiado las tareas de la casa y él se había tomado demasiadas libertades. Cuando el barquero regresó con las perdices, el queso y unas manzanas de piel roja verdosa que crujían con cada bocado, vio como la poca ropa que poseían estaba esparcida por todas partes, los platos estaban apilados con restos de comida, su mujer sonreía sin motivo aparente y el joven le miró como si fuese el hombre de la casa. No quiso pensar en lo evidente y empezó a recoger la ropa, a fregar los platos y a guardar la comida. ¿Cómo puedes tener la casa así? Nuestro invitado se sentirá incómodo –dijo el barquero reprimiendo su enfado-. En realidad lo entendió todo. Y permaneció callado.

Los días transcurrieron tranquilamente. El joven no se acercaba demasiado a la mujer del barquero estando él presente, pero no era capaz de reprimir las miradas furtivas y los sentimientos de celos que sentía hacia su anfitrión. Por otro lado, el barquero no quería ofender al druida por dos motivos; le temía, y su generosidad le complacía. El problema era que la tensión sexual que bullía en la sangre del joven, era difícil de aplacar; el enfrentamiento era inevitable.

*

La noche de la siguiente luna llena, el joven había decidido pasear por la orilla de la playa para templar sus agitadas hormonas. Se agachaba para recoger piedras planas con los bordes redondeados, que tras examinarlas con cierto interés, las lanzaba con fuerza al mar y las veía como rebotaban por la superficie interrumpiendo la calma nocturna hasta que desaparecían en el fondo. Muy entretenido –se dijo a sí mismo, mientras pensaba en la siguiente excusa para mandar al barquero a la ciudad-. Se sentó en una roca y revolvió con los dedos unas algas verdes que la corriente había arrastrado hasta la orilla. Tienes un propósito en la vida y todo lo ves con claridad. Hasta que te enamoras –continuó hablando solo-. Sacó el brazalete y lo elevó por encima de su cabeza. No se creyó lo que estaba viendo. El iridio del brazalete absorbía la luz lunar creando una diminuta corriente luminosa que provenía del cielo, y convergía en ese minúsculo punto del amuleto.

- ¡Qué está pasando! –exclamó agitado-.

Sus parpados se dilataron, sus piernas empezaron a temblar, sus manos flaquearon y el brazalete se le cayó al suelo, golpeándose sobre una roca. En ese momento, empezó a vibrar con fuerza y la roca y el suelo empezaron a desmigarse. La luz se concentraba alrededor del joven envolviéndolo en una sábana airosa que no tenía ni color, ni aroma, ni textura; sólo se veía en ese plano de la existencia y en ese momento, sin realmente existir.

- Debes marcharte de este lugar ¡ya! Sin recoger tus cosas. Guarda el amuleto y dirígete hacia el norte sin mirar atrás.

El joven buscó la voz metálica a su alrededor y encontró una cara fantasmal muy parecida a la suya.

- ¿Quién eres y qué quieres de mí? –contestó asustado-.

- No te fuiste. Te avisamos y no nos hiciste caso. Tu tiempo se acaba y debes marcharte ¡ya! Cumple con  tu cometido y vivirás muchos años.

Azarado por lo que sucedía, alargó la mano queriendo tocar la difuminada y blanquecina figura. Nada. Se acercó la mano a la boca y se chupó un dedo para ver a qué sabía. También nada. Seguro de sí mismo e impulsado por su impetuosa juventud, respiró profundamente y contestó.

- Puede que esté loco pero yo amo a esa mujer y no me voy a ninguna parte.

El tiempo de las respuestas ya había acabado y la luz del amuleto se desvaneció. El joven se agachó para recoger el brazalete y vio como la roca y la tierra se solidificaban tras fundirse y convertirse en una suave masa de magma gelatinoso, pero que no desprendía nada de calor.

- Estoy loco –musitó-. Seguramente es locura de amor. Igual que lo que se cuenta en las historias.

Permaneció pensativo.

- Eso es… estoy loco de amor.

Al día siguiente el joven esperó a que el barquero se fuese a realizar unas reparaciones en su barcaza, y cuando decidió que era el momento propicio, abordó a la mujer y le confesó que estaba enamorado. Ella no supo cómo reaccionar. Al principio se sintió alagada y rejuvenecida, pero al darse cuenta de que el amor que sentía por ella no era más que el fervor de la inexperiencia y la excitación momentánea, entristeció. Él había decidido que la amaba y ella, entendió que ya era hora de obligarle a marcharse.

El juicio de los espejos. Las lágrimas de dios
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