Capítulo - LXX
En una pareja, tres son multitud. El ambiente estaba tan espeso y cargado que casi era imposible respirar; los nervios se tensaron y la desavenencia pronto asomaría la cabeza para iniciar la inevitable pelea. El cornudo consentía a regañadientes, la mujer aborreció al joven y su presencia le molestaba, y el enamorado había perdido la cabeza en alguna parte del interior de sus pantalones. Los tres sabían lo que querían y los tres esperaban el desenlace, aunque ninguno de ellos se atrevía a dar el primer paso. Las comidas se transformaron en compromisos horrendos donde no se pronunciaba ni una sola palabra, las noches se convirtieron en pesadillas que descansaban bajo el mismo techo, los paseos alrededor de la casa para espiarse ya era una enfermiza costumbre y las miradas asesinas encogían sus estómagos.
- Esto tiene que acabar –dijo la mujer a su marido
- ¿Por qué? ¿Ya te has cansado de ponerme lo cuernos? –contestó él con ironía-.
- ¿Y tú? ¿Te has cansado del oro fácil del druida?
El hombre agachó la cabeza y calló.
- ¡Contesta! –continuó la mujer-.
- Sí.
- ¿Sí qué?
- Ya me he cansado del oro del ese desagradecido y metomentodo.
- Pues llegó el momento de echarle.
El hombre se puso las manos en la cabeza, las bajó hasta la nuca y permaneció así durante un buen rato.
- ¿Y si?
- ¿Qué? –preguntó la mujer-.
- ¿Y si nos quedamos con el oro?
- ¿Cómo quieres hacer eso?
- Matémosle –susurró el barquero-.
- ¿Estás loco?
- Hablo en serio.
- ¿Y cómo lo hacemos?
- Tu mañana sígueme la corriente y del resto me ocuparé yo.
*
A la mañana siguiente, nadie avivó el fuego de la chimenea, ni olía a huevos de gallina escalfados con pan tostado y panceta de cerdo crujiente; únicamente se escuchaba el vacío. El joven se levantó de un sobresalto y se vistió precipitadamente. Salió de la casa y buscó por todas partes. Estaba solo. Se dirigió corriendo hacia donde se encontraba la barcaza, y conforme se acercaba, consiguió distinguir unas figuras de entre la bruma mañanera; era el barquero y su mujer.
- ¿A dónde vais? –preguntó-.
- He desatendido demasiado mi trabajo y debo ir a la otra orilla para hablar con la gente y retomarlo –contestó el barquero-.
- ¿Y te vas con tu mujer?
- El que antes era mi ayudante se tuvo que marchar durante un tiempo y no puedo cruzar yo solo. Por eso mi mujer tiene que acompañarme.
Lo que quiere es alejarme de ella –censó el joven- eso es; quiere separarnos obligarla a vivir en la otra orilla, lejos de mí.
- Pues mejor voy con vosotros. Así dispondrás de otro par de manos para ayudarte.
El barquero sonrió.
- No es necesario. Además, tú no estás acostumbrado a este trabajo y en vez de ayudar, lo único que harás es estorbar.
Hijo de mala madre –pensó el joven-.
- Déjale que venga con nosotros –intercedió la mujer- aunque no haga nada, un druida nos otorgará buena fortuna y hará que los dioses favorezcan la travesía. Además, prácticamente es de la familia.
El corazón del joven latió con fuerza al sentir que la mujer le deseaba y quería estar con él. Le demostró que a pesar de las objeciones de su marido, ella estaba dispuesta a todo con tal de permanecer juntos.
El barquero les dio la espalda para evitar que le viera y se frotó las manos, complacido.
- Si es lo que queréis.
*
La vela se hinchaba con cada soplo de viento y empujaba la barcaza hacia la costa inglesa. Un suave balanceo auguraba momentos de paz y tranquilidad, mientras el barquero observaba como su mujer distraía al intruso, y él se ataba en la mano derecha un gancho oxidado de agarre para hincárselo en las tripas, desgarrarle la piel y lanzarlo al mar después de despojarle de sus monedas. Su plan funcionaba a la perfección; tal y como se lo había imaginado.
- ¿Todo bien por ahí? –preguntó con una falsa sonrisa-.
- Sí –dijo el joven mirándole con desprecio-.
Ahora se encontraban en mitad de la nada, entre las dos costas, y no se veía a otra embarcación por las cercanías. Ahora es el momento –pensó el barquero-. Soltó el remo de popa y se levantó decidido. Dio pasos lentos y firmes, se sujetó de la vela para no caerse, escondió el gancho tras la espalda, con la otra mano se secó el sudor de la frente, con la mirada le indicó a su mujer que había llegado el momento y que debía distraer al druida, y entonces, levantó el gancho y se abalanzó sobre él.
- ¡Aaagggghhhhhh!
Se lo clavó en las costillas.
El joven cayó al suelo herido, pero aún le quedaban fuerzas. Era la primera vez que el barquero quería asesinar a alguien y la inexperiencia le hizo dudar; la barcaza que se movía le hizo fallar, el oxidado gancho no se clavó bien en la carne y no le daño los órganos con gravedad, sin mencionar que el joven era fuerte y la suerte le sonrió por última vez.
- ¡Muereeeeeee! –gritó el barquero-.
Su mujer se echó hacia atrás sobrecogida por lo que veía. No era como se lo había imaginado.
- Os llevaré conmigo al infierno –susurró el joven que se desangraba-.
Con una furia rebosante de vergüenza y locura, se sacó el gancho y se abalanzó sobre su agresor dándole de lleno en el cuello. Los ojos del barquero se abrieron de par en par y miraron fijamente al hombre que le estaba despojando de la vida. No sentía dolor, no pensaba en lo sucedido o en lo que estaba por suceder; se imaginó remando hacia una playa tranquila como las que frecuentaba cerca de su casa cuando era pequeño, y se ensimismó. No sonrió ni tampoco mostró temor. Se apagó lentamente y eso enfureció al joven que deseaba verle sufrir en su camino hacia el otro mundo. No te mueras en paz maldito bastardo –gritó el joven y empezó a golpearle colerizado- ¡Sufre, sufre, sufre! Pero el barquero ya se había alejado de la realidad y pereció.
- ¡Le has matado!
Ella se puso las manos en la cabeza y empezó a llorar, la histeria la dominaba, y perdió la cabeza. Se arañó el rostro se golpeó los brazos y el pecho, se maldijo mil veces y maldijo al joven otras mil. Siguió quejándose, gritando y maldiciendo hasta que se le secaron las lágrimas y casi no le quedaba cabello de tanto arrancárselo.
- Yo te maldigo –susurró cuando ya no le quedaban fuerzas-.
- Pero si yo te amo. Ahora podemos vivir juntos sin que nadie nos moleste –replicó él-.
- ¿Qué sabrás tú del amor? niño insolente y caprichoso. Que sabrás tú…
Y se lanzó al mar.
- ¡Noooooooooo!
Se asomó por la borda y vio como la mujer se hundía lentamente. Su ropa y su pelo ondeaban junto a las corrientes del estrecho, mientras se desvanecía sin parpadear, mirando fijamente al joven loco y enamorado. Hasta que desapareció. Él reaccionó como si se hubiera despertado repentinamente de una pesadilla. Se apoyó en el mástil y observó cómo su sangre brotaba de entre su piel y su ropa. Perdió la avidez de vivir. Se rindió. Sujetó con fuerza el brazalete que le había advertido sobre su destino y se rió a carcajadas. Resulta que no estoy loco del todo. Sólo soy un tonto que no sabe interpretar un milagro –gritó hacia el mar con el poco aire que le quedaba en los pulmones-.
La corriente le arrastró lejos de su destino, llevándole hacia las costas del sur de Irlanda, donde murió cuando la barcaza tocó una playa con suavidad. Los lugareños no sabían quiénes eran y enterraron al joven y al barquero juntos, como si fuesen parientes o buenos amigos. Lo que no sabían, era que las almas de los dos hombres estaban condenadas a rivalizar entre ellas para toda la eternidad, en el otro lado de la charca.