Capítulo - XXXVII

El minibús se tambaleaba, se inclinaba en las curvas casi para volcarse, deceleraba bruscamente y aceleraba como una mula terca, se resentía con los baches y echaba chispas por culpa de los badenes. Unos pinos por la derecha, un riachuelo por la izquierda que de pronto desaparecía tras una montaña de escombros, dos burros apareándose y justo al lado, sus dueños riéndose mientras les daban algún que otro palo. Por lo del morbillo. Al fondo, el sol que se estaba poniendo, parecía que se iba a engullir todo lo que se encontraba a su paso. Un grupo de trabajadores golpeaban con unas grandes varas los olivos de la zona para soltar su fruto que se caía sobre unas redes negras remendadas con hilos de nailon blancos. En la terraza de un bar de carretera, los despreocupados viajantes disfrutaban de una taza de té o de café turco, unos bollos en forma de lazo espolvoreados con trocitos de almendra y se entretenían zarandeando unas pulseras de cuentas plateadas. Los que se giraron para ojear el ruidoso minibús, lucían un aletargado bigote estirado hacia los lados, que les ocultaba el labio superior y parte del inferior, intensificando sus espitosas miradas que rezumaban tanto curiosidad, como ignorancia. Gentes de pueblo –mencionó Alejandro-. Viven felices en su microcosmos, sin preocuparse por lo que sucede fuera de su localidad. Rajid se aguantó la risa y siguió repasando la lista de provisiones que había encargado.

Arbustos, medio secos y escuchimizados, ocupaban la mayoría de las colinas que rodeaban el pantano artificial. Las orillas estaban relamidas por un verde intenso del musgo recién nacido; y los últimos rayos de sol, se reflejaban en la superficie del agua creando un luminoso destello antes de desaparecer.

El minibús se desvió de la desastrosa carretera para tomar un camino de surcos, gravilla y arena, que les llevaría hasta la zona escogida por Rajid. La presa se distinguía por las ventanillas de la izquierda mientras se alejaban de ella. Se trataba de una extensa colina artificial que actuaba a modo de tapón en un terreno perfectamente diseñado por la naturaleza para hacer tal cosa. Por desgracia, el amuleto que buscaban también se encontraba sepultado en la misma localidad, bajo toneladas de agua, antiguas ciudades y, seguramente, cientos de kilos de tierra que debían apartar con mucha dificultad. Sin perder de vista la presa, el minibús se detuvo en el emplazamiento deseado. Cuatro triangulares tiendas de campaña rodeaban una especie de carpa descomunal, que serviría como improvisada base de operaciones. El material, la comida, las herramientas para excavar, instrumentos de buceo y un montón de cajas hechas de aluminio que tenían escrito con letras rojas “no abrir bajo ninguna circunstancia”, ocupaban el centro de la carpa.

- ¿Qué hay en esas cajas? –preguntó Hiro a Rajid-.

- Unos juguetitos que encontré en la lista de los laboratorios de las empresas Nagato.

- ¿Y cómo has conseguido acceder a esas listas? Ni siquiera Ryo… ¡Pensándolo mejor, prefiero que no me lo digas!

Rajid colocó su mochila en el hombro y se sumó a los demás que ya se estaban instalando en las tiendas de campaña.

El juicio de los espejos. Las lágrimas de dios
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