Capítulo - IVXL

El poblado había sufrido mucho más daño que en ocasiones anteriores. Los tejados hundidos, las farolas rotas, los maceteros destrozados y la gigantesca telaraña de parral, estaba agujereada y echada a perder. Los habitantes no se podían creer lo que sus ojos veían; la furia del tiempo les había arruinado. No comprendían porqué la naturaleza, que tanto amaban y respetan, les castigaba de esta manera. Ryo se ofreció a recompensar su amable hospitalidad pero los ciudadanos se negaron. No aceptamos limosna de nadie. Somos gente de bien y para el bien –afirmó el cura-. 

Les acompañaron al minibús y se despidieron. Conforme se alejaban, Hiro vio como los amables habitantes del poblado se disponían a abandonarlo para regresar y reconstruir lo destrozado en cualquier otro momento y cuando se sintiesen con más ánimo. El amargo sabor de boca predominó en el paladar de los siete. Cuando llegaron al campamento, lo que vislumbraron de inmediato no mejoró esa sensación de impotencia y humildad hacia la madre naturaleza. Todas las tiendas se encontraban por el suelo, el material que no se había guardado en las cajas de metal, se había abollado y se encontraba medio enterrado en la amasada tierra. Las bolas de granizo remodelaron las sartenes, ondularon las ollas y doblaron la mesa de PVC. El duro plástico había recibido tantos golpes que poco a poco se transformó en una superficie gomosa con cuatro patas en sus extremos. Conforme recogían los trastos para después lavarlos, encontraban trozos de hielo aún sin derretir. Rajid apuntaba lo que debía ser reemplazado por material nuevo y Ryo examinó las cajas metálicas, que a pesar de haber sido agredidas con furia, protegieron con éxito su contenido.

- No pienso seguir mirando este desastre –dijo Ryo-.

Cogió un equipo de buceo y empezó a ponérselo.

- Te acompaño.

Eva cogió otro de los equipos y se sentó a su lado.

- Espero que ahí abajo las cosas no hayan cambiado demasiado.

- Y si lo han hecho que haya sido para mejor.

- Estoy contigo Eva. Ojalá tengas razón.

El pantano parecía una balsa de aceite de lo tranquilo que estaba. La tormenta, con su viento viciado y sus descargas de aguas congeladas amansaron la superficie, transformándola en un espejo plateado que cuando uno se acercaba podía escrutar su artificialmente iluminado fondo. Las columnas se vislumbraban a lo lejos, las callejuelas se extendían hacia todos los lados y las siluetas de las estructuras ondulaban por el efecto óptico de las profundas aguas.

Las burbujas que expulsaban al exhalar, se enredaban en las cabelleras que serpenteaban suspendidas a ras del fondo del pantano. Los extraños tubos con forma de genoma humano habían creado por toda la hundida ciudad decenas de bolas de lodo, dejando al descubierto la totalidad de las ruinas. En la zona central, un edificio que había sido remodelado unos años antes de la construcción de la presa, atrajo la atención de Eva. Su carácter impulsivo, siempre dispuesta a trinchar el pavo, la impulsó a desobedecer su sentido común y se introdujo por una cavidad angosta que hace tan sólo unas horas aún no había sido despejada. Examina la estructura antes de meterte ahí dentro –indicó Ryo por la radio, pero ya era demasiado tarde-. Eva ya estaba dentro. Las paredes del interior, hechas de mármol y de piedra, se levantaban hasta una altura de dos metros. Una estructura metálica que sujetaba unos grandes paneles de vidrio muy resistente, cubría el interior de lo que antes era uno de los baños más lujosos y solicitados del imperio romano. Unas chispas de luz proveniente de las bolas, caían sobre las lisas superficies y se desvanecían como gotas de lluvia, revelando el borde de la antigua piscina termal. En el cabezal de la estructura, una mutilada Afrodita mostraba sus encantos casi ocultando la acerada mirada de un soldado griego, carente de parpados y de carnosos labios. Un mosaico que se salvó tras la conquista romana. Demasiado simple para preservarse por motivos estéticos y demasiado grande para que ningún romano se fijase en él. Su mirada, clavada en el centro de la enfangada piscina, atravesaba la hermosa afrodita.

- ¡Ryo! ¡Ryo!

- ¡No te muevas! Enseguida entro.

- No…no. Estoy bien.

- ¿Y qué ocurre entonces?

- Necesito un artefacto para limpiar una piscina. Creo que he encontrado la mirada y creo que sé dónde se encuentra la estrella dorada.

- ¿Hola? ¿Alguien de la superficie nos escucha?

- Sí Ryo –contestó Selma-. Lo hemos oído todo. Enseguida baja Tom y Alejandro con el equipo completo.

- De paso diles que traigan un par de botellas de oxígeno pequeñas, por si necesitamos quedarnos un poco más.

- De acuerdo. Pero si es posible, evitad usarlas y subid a la superficie. No queremos que os ocurra nada malo. ¿De acuerdo?

- De acuerdo –contestó Ryo-.

El juicio de los espejos. Las lágrimas de dios
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