Capítulo - IXL
Los artefactos sacados de los laboratorios de las empresas Nagato acumulaban cada vez más fango del fondo del pantano dejando las ruinas al descubierto. Muros de piedra, columnas erguidas y también tumbadas, calzadas, estatuas, mosaicos, y baños… muchos baños. Las viejas termas disfrutaban de un largo descanso bajo el agua. Jamás volverían a ver la luz del sol, y bajo todos esos tesoros se encontraba uno de los amuletos. Encontrar la estrella doraba no era tarea fácil. Rajid pirateó todas las bases de datos conocidas y cotejó todos los datos, pero no encontraba ningún apunte de ningún arqueólogo o visitante sobre una estrella dorada. Alejandro se sumergía por la mañana y escudriñaba las fotografías realizadas durante la inmersión por la tarde. Este fastidio de agua me está tocando las narices –se quejaba Alejandro- maldito lugar. Otro detalle que buscaban era la incansable mirada del guardián de la estrella. Pero tampoco habían descifrado esa pista… de momento.
Las sirenas del pantano se acercaban cada dos o tres días para lavar la ropa. Hiro seguía observándolas con desconfianza aunque ya no le preocupaban demasiado. Dos semanas después de su llegada, una de las mujeres se le acercó y le ofreció sus servicios de lavandería. No solían ocuparse de la ropa de los desconocidos pero la mujer se había percatado de que Hiro la miraba más que a las otras. Su alquitranado pelo, suave como la seda, acariciaba sus hombros y le cubría el pescuezo. Tenía las caderas anchas y las piernas largas y firmes como mástiles de un barco que se clavan en el mar del horizonte; las pestañas le aleteaban igual que unas minúsculas mariposas y cuando el brillo de la luz posaba en sus ojos, su color marrón cambiaba a amarillo anaranjado.
Cuando Ryo asomó la cabeza tras la inmersión, se quitó la máscara y se fijó en la recia mujer que camelaba a su mentor. Fíjate en el viejo gruñón –le dijo a Tom-. Deja que se despeje un poco la cabeza –le contestó él-. Hiro sonreía de una forma que hacía tiempo que su pupilo no había visto. En realidad distinguió un brillo en su mirada, tan extraño y profundo, que incluso a él le sorprendió. Por un momento se alegró por él. Durante toda su vida se había dedicado en cuerpo y alma en criarle, dejando a un lado su vida personal. Que disfrute durante un momento. Aunque sólo sea con la imaginación –pensó Ryo-.
Cuatro noches más tarde, durante una partida de póker que Alejandro, Selma, Tom y él organizaban de vez en cuando, vio a la misma mujer saliendo de la tienda de su maestro. Él la sujetaba de la mano intentando despedirse de ella, y ella se arreglaba el pelo con la mano que tenía suelta y se reía. Se colocaba la falda, movía los hombros para ajustarse la blusa y se mordía los labios. Hiro estiraba los pómulos de sus mejillas y sonreía. Entre los cuatro se imaginaron la conversación entre los dos amantes y se mofaron cariñosamente de ellos.
- No puedo vivir sin ti –susurró Tom imitando la voz de una mujer- tu áspera calva me excita y tus orejotas me hacen pensar en volar.
Selma tomó el relevo y, agravando su voz, habló haciéndose pasar por Hiro.
- Pues volaremos juntos hasta el cielo. Tira más de las orejas y golpéame la calva. Si lo haces varias veces despegaremos.
- No mi amor –empezó Tom de nuevo-. Prefiero besarte las manos, y la barbilla, y la frente, y la… aghhhhh.
Cuando la mujer le besó con lengua los cuatro le hicieron ascos. En realidad se contentaban con lo que veían y era su forma de poner fin a la inofensiva bromita y a seguir con su partida. Minutos más tarde, cuando la mujer se marchó, Hiro se acercó al grupito de graciosos, se agachó sobre la mesa y se bebió el trago de ron que quedaba en el vaso de Tom.
- Se te da muy bien imitar la voz de las mujeres. Quizás se trate de uno de tus deseos ocultos.
Sonrió
- Y tu Selma, tampoco se te da muy mal imitarme, aunque nos has acertado demasiado con el contenido de la conversación.
Hiro acarició el pescuezo de Tom, luego pasó al hombro y después al brazo. Entonces le pellizcó con fuerza.
- ¡Auuuch!
- La próxima vez que os moféis de mí y de mis asuntos, no alcéis tanto la voz.
Ninguno de los cuatro se atrevió a decir ni una sola palabra. El maestro se dirigió hacia su tienda, y antes de entrar, les lanzó una mirada picara, les guiñó un ojo y se retiró a descansar. Sin dejar pasar ni un segundo, los cuatro jugadores de póker y mirones entrometidos, dejaron de aguantar la respiración y se echaron a reír. Se sirvieron unas cuantas copas más de ron, intercambiaron varias monedas de euro y de dólar, bebieron unos cuantos tragos más y se retiraron.
Al día siguiente, la tormenta que les dio la bienvenida al llegar, volvió a aparecer. Las nubes se convirtieron en bolas de algodón color ceniza y el viento empezó a soplar con fuerza. Pequeñas arrugas de agua aparecieron sobre la superficie del pantano que más tarde, pasaron a ser olas como las del mar. Las tiendas de campaña se balanceaban igual que las norias en las ferias. Ryo, al percatarse de la que se avecinaba, se fue corriendo a la tienda de Alejando y Rajid.
- ¿Cómo lo veis chicos?
- No pinta muy bien –contestó Alejandro-.
Rajid recibía una señal muy buena e inequívoca desde el satélite. Las tormentas creaban un campo electromagnético que favorecían la transmisión de datos de radio y demás señales. Giró la mini parabólica unos grados hacia la derecha y con el portátil apoyado sobre su brazo izquierdo empezó a hacer malabarismos.
- Me temo que no se trata de un temporal pasajero –indicó Rajid- ¿Veis las nubes que se han formado aquí y el rumbo que están siguiendo? ¡Me temo que va a caer una gorda!
Con el dedo señalaba los dibujitos blancos en forma de remolino que se formaban lentamente por encima de sus cabezas. Hacia el sur, otra línea blanca se dirigía hacia su posición y por el norte, las altas temperaturas indicaban que lo que a continuación iba a suceder, no era nada bueno.
- Propongo que metamos todo lo que es de valor y que se pueda romper en las cajas metálicas. El resto lo rescataremos cuando pase la tormenta.
Ryo miró al cielo y se quedó pensando y disgustado. Esto sólo significa que estamos cerca y no quieres que lo encontremos. Por eso nos mandas otro diluvio –pensó-. Miró a sus compañeros que esperaban sus órdenes y se giró hacia Hiro que se encontraba en la entrada de la tienda. Él asintió brevemente y se dispuso a poner en marcha la temporal retirada.
- Muy bien Rajid. Haremos lo que dices. Recogedlo todo, salvaguardad lo que sea difícil de reemplazar, coged lo estrictamente necesario y con el minibús nos iremos a un poblado que está al otro lado de la presa. Allí encontraremos un refugio seguro donde quedarnos hasta que esto acabe.
*
De vuelta al desolado camino de tierra, bordearon el pantano y siguieron por un desvío hasta llegar a un poblado que se encontraba a pocos kilómetros de la parte baja de la presa. Sin duda la gigantesca obra de ingeniería cumplía con su propósito. El paisaje era completamente distinto. Por el borde de la carretera crecía todo tipo de hierbajos, césped, tomillo, orégano, esparragueras, flores silvestres e incontables margaritas. Los pequeños surcos que provenían del rio artificial se ramificaba en otros cinco y más adelante a otros tantos, pareciéndose a una enorme telaraña de fertilidad y vida. Antes de entrar en el poblado, un campo de parras se enredaba alrededor de cientos de postes de madera que se conectaban unos con otros con hilos de alambre grueso y cuerdas. Los racimos de las uvas anaranjadas y moradas, colgaban desde lo alto, como si estuvieran suspendidas en el aire sin ningún punto de enganche aparente. Una ilusión óptica –susurró Alejandro- no me cabe ni la menor duda. Donde acababa el parral, daba comienzo el poblado. Algunas de las ramas se escapaban de la zona asignada para ellos y se extendían por las casas. Una chimenea, la más cercana al huerto, estaba rodeada por las hojas de estrella cortada y poblada por los ruiseñores, que furtivamente picoteaban los granos de uva. En otra casa, la persiana de madera se había inutilizado, un cántaro de barro y una carretilla estaban invadidos, y lo que antes era un rudimentario columpio ahora era otro par de postes que servían de apoyo a la parra invasora. Daba la sensación de que el parral pronto se tragaría al poblado entero pero de una forma tremendamente hermosa y fascinante.
En la tabernilla del pueblo, cerca de la plaza y la diminuta iglesia, el policía, el cura y el resto del pueblo estaban reunidos para ponerse de acuerdo de qué hacer en caso de emergencia. Selma contó alrededor de cien personas, no más. La pequeña comunidad, predominantemente de religión ortodoxa, enseguida se percató de la presencia de los extraños. El cura, un hombre mayor vestido todo de negro, con una barba larga, un moño por encima del pescuezo, zapatos negros, pulsera de cuentas con una cruz de madera y un sombrero alargado con la copa plana y también de color negro, indicó al policía que siguiera instruyendo al resto mientras él se acercaba a recibirles.
- Sean bienvenidos.
- Muchas gracias Padre. Me llamo Hiro y estos son mis… discípulos ¿Hay algún hotel por aquí cerca?
- Me temo que el hotel más cercano está a unos ochenta kilómetros de aquí. Los huesos de Samir dicen que en menos de media hora lloverá… y sus huesos nunca mienten.
- ¿Sus huesos Padre?
- Cuando el cuerpo envejece también se hace más sabio.
- Sé muy bien a lo que se refiere –contestó Hiro-.
El cura miró al policía y le indicó que se acercase.
- Coméntale a todos que vamos a tener invitados. Siete para ser exacto.
El policía asintió y regresó con los del poblado.
- No es necesario Padre –dijo Hiro-.
- Yo creo que sí. No es momento para discusiones. Me temo que lo que se acerca no es un simple chaparrón, sino la gota fría. No me sorprendería si cae granizo del tamaño de una bola de golf.
- En tal caso...
- Pues no se hable más.
El cura se puso de cara a los habitantes y llamó a uno de ellos.
- Os presento a Antón. Seguidle y aparcar vuestro vehículo en su almacén. Creo que cabrá.
- ¿Podemos serles de alguna utilidad? –preguntó Hiro-.
- Pues mira. Como podéis ver la mayoría de nosotros somos bastante viejos y hay muchas cosas que recoger antes de que caiga la tormenta.
- No se hable más. ¡A ver, todos abajo y a ayudar a esta buena gente! Yo llevaré el minibús al almacén y me reuniré con vosotros enseguida.
Los seis bajaron a toda prisa y se reunieron con el policía para recibir instrucciones. A los pocos minutos Hiro había aparcado y se había unido a ellos. Recogieron las coladas de mala manera, metieron leña en las casas para que no se mojase y poder cocinar, llevaron las cuatro cabras y los dos cerditos al almacén, una viejecita intentaba guardar cuatro cestos de granadas y Alejandro lo hizo por ella en dos minutos, cerraron persianas y puertas, y Selma tuvo que recoger las macetitas de flores de Samir. Antes de que se dieran cuenta, las finas gotas de lluvia humedecieron la superficie de las plantas y de las cosas.
Estruendos, rayos y relámpagos. De pronto, hubo un apagón general y el poblado se quedó sin electricidad. Nadie se alarmó demasiado porque sucedía de manera habitual y sin haber tormentas por medio. Ryo, Hiro, Tom y Selma se cobijaron en la casa del cura que era una de las más grandes. Alejandro, Rajid y Eva en la de Samir. El meteorólogo de la comunidad era muy amable. No hablaba demasiado pero enseguida llenó la mesa con rebanadas de una hogaza de pan casera, salami picante y salami sin picante, queso de cabra en salmuera, sardinas viejas saladas y aceitunas negras aliñadas. Nadie iba a beber alcohol para que, en caso de emergencia, pudieran reaccionar con serenidad y eficacia.
Un ruido de impacto abrumador y seco resonó. El pozo de la plaza estaba cubierto con una chapa de acero inoxidable y al recibir un fuerte golpe, este rebotó hasta el fondo del pozo haciendo que el eco se oyese por todas partes. Pensaba que nos libraríamos. Le dije a Samir que se había equivocado y aposté una bandeja de cadaif con él –dijo el cura agachando la cabeza-. Otro golpe rompió una teja de la casa, en el parral se escuchaba como las grandes hojas no paraban de recibir impactos y el suelo temblaba con los golpes que cada vez eran más frecuentes. La gota fría era un mal que no se podía evitar. Espero que no dure demasiado –pensó Ryo-.
En una de las casas más pequeñas del pueblo, la mujer del policía encendía la cocina de leña para preparar té. Él era de Estambul y le habían destinado a ese pueblecito para castigarle. Cuando trabajaba en Ancara, era uno de los policías más respetados de los barrios del centro, insobornable, con principios, siempre con una sonrisa en la boca y arriesgando la vida por los demás. Los compañeros holgazanes lo parecían aún más a su lado y los oficiales corruptos se sentían culpables en su presencia así que decidieron castigarle por ser demasiado bueno. Su mujer que había nacido y crecido en Ancara, se sintió humillada al tener que marcharse tan lejos. No entendía porque su marido tenía que ser tan bueno aunque por ello le quería tanto. Le siguió sin rechistar y nunca se quejó. De vez en cuando lloraba a escondidas, o al menos eso pensaba ella. El policía bonachón no era un ingenuo y la había visto en algunas ocasiones. Debo hacerlo por ella –musitó para sus adentros-. Y se fue a la habitación de al lado donde había dejado su teléfono móvil.