Capítulo - LXV

Ni los ocasionales baches, ni el exceso de alcohol, ni el extravagante tacto de los cojines del Rolls Royce mermaron las ganas de Ryo de hacer preguntas, sino más bien todo lo contrario.

- Señor, dentro de cinco minutos llegaremos a su casa –dijo el conductor-.

- Demos otro paseo.

- Por dónde señor.

- Por el Parque Fénix ¿por dónde si no? –bromeó el anciano-.

- Por supuesto señor –contestó el conductor sin inmutarse-.

Ryo se reclinó hacia atrás y permaneció callado.

- Ahhh. Y dile a nuestra comitiva que nos siga. Así nuestro invitado no sospechará de mis intenciones.

- No pretendo ofender a nadie pero…

- Ojalá yo fuera igual que tú –interrumpió el anciano- toda precaución es poca, y esa lección la aprendí por las malas.

- ¿Por las malas?

- Me ha costado a mis dos hijos –suspiró-.

- No era mi intención molestarte con recuerdos dolorosos.

Johan O’ Brian alzó su copa y brindó con una expresión de orgullo amargo.

- El pasado, sólo pasado es.

Y se acabó su copa.

Unos minutos de silencio reflexivo engulló las palabras de los dos hombres. El pasado y el futuro. Uno tenía mucho que enseñar y poco tiempo, mientras el otro tenía mucho que aprender y poca paciencia. El anciano lo sabía y no quería forzar una incómoda situación entre ambos.

- ¿Tienes otra pregunta?

- En realidad…

- Habla libremente –insistió el anciano-.

- ¿Qué les pasó a tus hijos?

- Murieron ¿qué más necesitas saber?

- Sólo espero entender que es a lo que me enfrento.

El irlandés agachó la cabeza y soltó otra de sus carcajadas.

- Mira a tu izquierda. ¿Ves ese gran obelisco?

- Sí –contestó Ryo con contundencia-.

- Debajo de él, se encuentra tu amuleto.

- ¿Así de fácil?

- Parece muy fácil pero no es tan simple.

-…

- No me mires así y relájate. Ahora nos dirigiremos a mi casa y descansaremos. Mañana nos prepararemos e iremos a por tu amuleto.

- ¿Y no quieres ver los otros?

- Sólo si tú deseas enseñármelos, pero antes brindemos una vez más por nuestro encuentro, y por mi inminente liberación.

El juicio de los espejos. Las lágrimas de dios
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