Capítulo - LIX

- El anciano por fin ha metido la pata. Hemos interceptado uno de sus mensajes y no se creerá a quién iba dirigido –informó Robert-.

- ¡Ryo! –contestó la espesa voz-.

- Ya he avisado a todo el mundo y están aguardando nuevas instrucciones. Como llevamos trabajando años en esa zona seguro que nos resultará más fácil conseguir el amuleto de ese irlandés palurdo.

- Cuida tus palabras Robert –replicó la espesa voz- si ese hombre fuese un palurdo como tú dices, ya me habría apoderado de su amuleto. Cometió unos cuantos errores y le costó la vida de sus hijos, pero aun siendo una momia que deambula entre los vivos y los muertos, sigue siendo un adversario difícil de derrotar.

La biblioteca de su casa de campo aparentaba ser un lugar repleto de ciencia y conocimiento. Con tan sólo alargar la mano, el hombre con la espesa voz podía alcanzar inestimables obras provenientes de todo el mundo como manuscritos de Arquímedes, planos de Maquiavelo, mapas de Enrique “El Navegante”, una biblia de Gutenberg, una copia de las memorias de George Washington y mucho más. Cualquiera que se encontrase en esa habitación pensaría que se trataba de un hombre pacífico y amante del conocimiento, que ha dedicado su vida en rescatar el saber de las garras del olvido; y así era, pero cuando la información se usa para conseguir un fin perverso entonces nace la maldad. Resulta demasiado sencillo cruzar la línea que separa a los genios, de la locura.

- Siéntate.

- Sí señor –contestó Robert-.

Los asientos traídos desde Francia, que pertenecieron al Rey Luis XIV, eran lujosos, brillantes, tallados a mano y una verdadera obra de arte, pero eran tan incómodos como si uno se estuviera sentando en el banco plastificado de una estación de autobuses. El globo terráqueo que ocupaba el centro de la biblioteca era tan grande como dos hombres encogidos y a pesar de la gran precisión del mapa impreso sobre la bola de mármol, las consultas geográficas se hacían en un ordenador portátil que se encontraba camuflado sobre un gran escritorio situado frente a un enorme ventanal con vistas al jardín. El sillón detrás de ese escritorio ni perteneció a un rey, ni parecía ser una obra de arte; eso sí, su apariencia tanto funcional como cómoda llamaba desesperadamente la atención de Robert que ya sentía como sus posaderas se aplastaban y se condolían.

El hombre de la espesa voz contemplaba el exterior sin ni siquiera dignarse a mirar a Robert. A él no le importaba; la costumbre y el dinero le habían transformado en esa persona que se limitaba a esperar las órdenes de alguien poderoso y… trastornado. Robert no era idiota y sabía muy bien que sus acciones rebasaban el margen de la ley, la ética e incluso la cordura y el sentido común. Antes de aceptar este trabajo, su labor consistía en abogar por los bosques tropicales y los pantanosos hábitats de animales que casi nadie conocía, en pocas palabras, salvaguardar la tierra para que las futuras generaciones pudieran disfrutarla. Lo que nunca se esperó, era que al enfrentarse a una da las mayores multinacionales de Estados Unidos y China, toda su familia moriría en una serie de extraños accidentes que jamás fueron esclarecidos. En aquella época, Robert era un idealista pero no era un ingenuo. Contrató a investigadores privados que súbitamente le devolvieron su dinero sin darle ninguna explicación; más tarde acudió a gente de confianza y contactos que él tenía para que movieran algunos hilos y nada más empezar sufrieron más desafortunados accidentes. Afligido y falto de fe, buscó la autocompasión en el fondo de una botella de licor trasparente que resultó ser el antidepresivo más deprimente que pudiera encontrar. Cuando había tocado fondo, un emisario de su actual jefe le propuso trabajar para él a cambio de mucho dinero y venganza. Los enemigos de mis enemigos son mis amigos –le dijo el hombre de la espesa voz la primera vez que se reunieron-. Robert vendió su alma y se condenó a sí mismo al infierno, para que sus familiares pudieran descansar en paz, arropados por una justicia callejera.

- Esta vez te encargarás tú de todo. No quiero que esos chapuceros lo vuelvan a estropear.

- Se refiere a…

- Sí. Me refiero al tartamudo y su perro.

- Entiendo –asintió Robert-.

- Dispondrás de todos nuestros efectivos de Irlanda y si lo consideras necesario avisa a nuestra gente de Inglaterra.

- No será necesario. Seguro que son suficientes; además, no esperaré a que llegue la luna llena para que se enteren de lo que se les viene encima.

El juicio de los espejos. Las lágrimas de dios
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