Capítulo - LXXV
- Saldré yo –dijo Alejandro levantando la voz-.
- De eso nada. Seguramente conmigo tendrán más cuidado.
- ¿Piensas eso porque eres mujer? No te equivoques Eva, esta gente no se detendrá ante nada.
- Es mi responsabilidad y saldré yo –dijo Ryo-.
- Sabes que no puedo permitir tal cosa –replicó Hiro- y tampoco puedo pedirle a nadie que salga, así que seré yo quien negocie.
No se ponían de acuerdo.
- Por favor, préstenme atención.
El anciano se acercó al grupo mostrándose decidido.
- Esta es mi casa y las decisiones en mi casa las tomo yo. Os pedí que consiguierais colocarnos en una posición para negociar, y lo habéis conseguido. A partir de aquí me encargo yo.
- No creo que sea una buena idea –protestó Ryo-.
- ¡Silencio! Todo está planeado.
- De acuerdo, pero Hiro y yo te acompañaremos.
- Si me dais vuestra palabra de que no os acercaréis…
- Hecho.
El anciano cogió el Brazalete del Río y se ubicó frente a la compuerta.
- ¿A qué esperas? Ahora sólo se acciona con tu voz.
Ryo se colocó la espada en la cintura y se puso a su lado mientras Hiro y Tom se situaron a sus espaldas.
¡Ryo!
Los túneles se movieron hasta que se colocaron en el lugar correcto. Las manchas de sangre nos les desconcertaron, los mutilados cuerpos de sus enemigos no les causaron repugnancia, y los golpes y gritos que se escuchaban desde los túneles cercanos no les causaban remordimientos.
- Toma esta granada de humo y lánzala al exterior.
Ryo miró hacia arriba, donde antes se encontraba la caseta, y únicamente conseguía distinguir el fulgor de los fuegos provocados durante la batalla con la policía. El olor a combustible y caucho quemado le resultó repugnante, la presencia de la muerte le sobrecogió, y los gritos de los heridos que se quejaban en el exterior le confundieron. ¿Qué demonios habrá pasado ahí arriba? –pensó-. No quiso entretenerse demasiado así sin dudar ni un segundo, que quitó la anilla de la granada y la lanzó. Y a los pocos minutos la voz de Utengue se escuchó a lo lejos, pero con claridad.
- ¿Qué queréis?
- Negociar –gritó el anciano-.
- Pues sal fuera.
- Primero acércate para que te vea, y después saldré.
La silueta del asesino se confundía con la oscuridad de la noche.
- Aquí estoy; ya puedes salir.
El irlandés no vaciló y escaló como pudo por los escombros que dejó la primera explosión. Ryo e Hiro se situaron a espaldas cerca de la pared para no ser vistos y esperaron.
- Te escucho.
- Por lo que veo, aquí arriba también habéis estado ocupados.
- Eso es todo lo que quieres ¿averiguar lo que pasó?
- No.
- Debes de saber que estáis rodeados y no tenéis escapatoria.
- Y tú debes de saber, que tenemos suministros y que empotraremos los túneles con los cadáveres de tus hombres.
Utengue mostró su indignación.
- ¿Qué quieres?
- Yo te entrego el brazalete… y tú, nos dejas marchar.
- Tráeme el amuleto y me lo pensaré –contestó mostrando desprecio-.
- No es necesario que vaya a por él; lo tengo justo aquí.
El anciano alargó el brazo y mostró el deseado botín de guerra. Los ojos de Utengue se paralizaron sobre el objeto.
- Dámelo y os dejaré partir.
- ¿De veras? –preguntó el anciano desafiante mientras se acercaba-.
Sonrió.
Cuando estaba lo suficientemente cerca, Utengue desenfundó su pistola y le disparó entre las cejas.
¡Bang!
El hombre cayó al suelo sin vida, y el amuleto se le escapó de entre los dedos y se deslizó hasta los pies del asesino.
- Ya eres libre viejo.
Y era verdad. El anciano irlandés quería perder la vida esa misma noche, en ese preciso instante. Sabía que no les dejarían marchar con vida, sabía que intentarían engañarles, y también sabía, que al morir su pequeño ejército privado se pondría en marcha para rescatar su cadáver y a quienes iban junto a él.
Cuando su corazón dejó de latir, un isotopo radiactivo que circulaba por su torrente sanguíneo dejó de transmitir una fluida señal a un satélite alquilado, y una docena de helicópteros Apache, fuertemente armados, y otra docena de UH-1 Huey, tripulada por dos pilotos y diez ex marines cada uno, despegaron desde una camuflada base cercana a Dublín. En menos de cinco minutos llegarían al lugar.
Mientras tanto, y sin saber lo que estaba sucediendo a cuarenta y dos kilómetros de su posición, Utengue miraba el amuleto que yacía al lado de sus pies y saboreaba su victoria. Y bajó la guardia.
- Ahora morirás –musitó Ryo-.
Dio tres pasos largos y saltó fuera de agujero; desenvainó su espada mientras se encontraba en el aire, la blandió derecha e izquierda, observó los ojos de su sorprendido oponente y le atravesó el hígado desde el centro del tórax hasta partirles las costillas y sacar la espada por el lado.
¡Gggghhhhhffff!
Los alquitranados ojos de Utengue se quedaron pasmados y se fijaron en la noche infinita. Lentamente, el negro profundo que teñía sus pupilas se fue disolviendo, como si un pincel de acuarela negra se difuminase en un vaso de agua. El marrón verdoso de su mirada regresó, y por fin se sintió libre y purificado. Con su último aliento de vida, se agarró en el brazo de Ryo y tiró de él hasta acercarse a su oreja.
- Gracias –susurró Utengue y murió-.
Los mercenarios no sabían cómo actuar y los Apache ya sobrevolaban sus posiciones; el cambio de juego ya había comenzado.