LA CENTOLLA
Uno (muy lento)
La centolla abría y cerraba los dedos móviles de los quelípedos como si estuviera pidiendo socorro a los humanos.
—Mira qué bocas tiene, si te agarra un dedo te lo destroza...
Y el crustáceo movía sus cinco pares de patas sin ritmo, tratando de hacer ver un gesto de dolor; boca arriba estaba muy incómoda y con los ojos pedunculados, que se movían como un péndulo alocado, solamente divisaba un comedor de lujo y la barra de un bar con varios camareros. Se dio cuenta: estaba en el escaparate de un restaurante, si seguía moviéndose los clientes advertirían que estaba viva, fresca y les entrarían ganas de comérsela. Quedó como muerta, disecada... pero el cuadro bucal no podía dejar de funcionar, exopodito y endopodito se movían al unisono, como ventanas que se baten, abriéndose y cerrándose, a causa de un viento fuerte. Creyó que era inútil todo esfuerzo de salvación; nadie la socorrería. Desde fuera, unos la contemplaban como a un manjar y otros como a un bicho maligno. A su lado había una fuente de nécoras ya cocidas, una merluza muerta que tenía en la boca una raja de limón, algunas cigalas y ostras... No tenía escapatoria, de un momento a otro alguien podía pedir que la sirvieran: la echarían en agua caliente y trataría de vivir, de enfriar con sus movimientos el líquido. Una vez roja y con la carne blanda se dispersaría por algunos estómagos: no viviría bajo el mar, en las rocas... tenía mucha hambre, ¿dónde estaban aquellos animalitos microscópicos de que se alimentaba...?
Un sol verde marcaba más o menos la hora de comer, pronto empezaría a llegar gente al restaurante, veraneantes que buscaban disfrutar del ambiente y la comida... Resignada a morir se ciñó a un último recuerdo: una pequeña cueva marina desde donde contemplaba el desfile de muchos peces que viajaban en busca de comida o huyendo de algún enemigo; sintió nostalgia de aquella especie de cuento infantil que flotaba entre sus amistades, quiso...
Huir, aún estaba a tiempo, podía correr hacia atrás y alcanzar la playa... pero el escaparate estaba cerrado; la respiración se le iba haciendo cada vez más dificultosa, menos filtrada, prolongadamente seca...
Y los seres humanos seguían mirando el escaparate: pasó un obrero.
«¿Cuándo será el día en que pueda darme un atracón de marisco? Los ricos siempre disfrutando de lo bueno; todo para los veraneantes, yo siempre trabajando... trabajando.»
La centolla contaba el tiempo sin reloj. El olor a marisco muerto embadurnó el recinto, apestaba a mar comprimido, a...
Alguien abrió el escaparate: era un barman joven cuya especialidad eran los cócteles. Sacó la centolla, la dejó sobre una mesa y la sustituyó, en el escaparate, por otra muerta.
La centolla al saltar de la mesa se rompió una pata, pero no dejó de correr... Había zapatos por todas partes, pero sabía esquivarlos y le servían de camuflaje. Nadie se fijaba, cada uno estaba pendiente de su conversación y saboreaba el aperitivo.
La puerta, la salida, el paso de la congoja a la vida. Pantalones, piernas, tacones... De un triángulo salía una luz lívida inimitable. Se dirigió allí: la calle, el resplandor le hizo daño en los ojos, pero corrió: la estampida era unitaria, sin embargo los coches y la gente se apartaban a su paso...
Dos (lento)
«Un objeto corredor no identificado aterroriza a la ciudad. La gente se ha refugiado en sus casas y nadie se atreve a salir; las fábricas están en paro... el Ejército armado ha salido a la calle...»
La centolla desorientada huía hacia un mundo distinto, de tierra viciada. Agotada, quiso descansar en una ciudad que veía a lo lejos iluminada en rojo, como si en vez de bombillas tuviese brasas.
En efecto: era la ciudad de los vicios, constituida a base de colillas de cigarrillos y habitada por hombres y mujeres desnudos que practicaban el acto sexual a libre albedrío, fumaban, comían, bebían y dormían...
El mar, ¿dónde quedaba la libertad de los animales y de los hombres?
Durmió, y en su despertar notó que la respiración era todavía más difícil, que la luz caía seca... Caminó lentamente, pensativa...
Un alud de metales y una tormenta de balas cayó a su alrededor.
—¡Ahí está el monstruo! ¡Fuego! ¡Que no se escape! —ordenó un cuerpo cualquiera con un sable en la mano.
—¡Es gigantesco! Será necesaria la bomba hache para destruirlo.
—¡¡Fuego!!, ¡¡fuego!!
Varios disparos hicieron blanco, pero los proyectiles rebotaron y se estrellaron contra el espacio. Llegaron los aviones y bombardearon, pero el animal seguía creciendo, la saña humana le iba agrandando el contorno. Siguió avanzando con sus pasos de retroceso: sentía explosiones y los bombazos caer sobre ella como granizos... El mar, ¿dónde estaba el mar? Tierra, mucha tierra seca y húmeda...
Sin querer, tropezaba con ciudades y pueblos... los arrasaba y su cuerpo no dejaba de impregnarse de vicios, de rencores... y la centolla crecía...
Tres (rápido)
—¡Hay que destruir al monstruo o acabará con el mundo!
Todas las naciones estaban unidas por el terror, había desaparecido la política y existía un objetivo: eliminar al OCNI... pero estaba compuesto de vicios, de maldad... y, ¿quién podía destruirlo?
—Caballeros, ¡no queda otra solución! ¡Hay que emplear la bomba H!
Salió un árbol de humo blanco parecido a un hongo venenoso; si verdaderamente existió la manzana del paraíso creo que fue arrancada de ese árbol... Una ciudad inmensa cayó pulverizada por la radioactividad y el monstruo continuó en pie, el descomunal decápodo vivía deseando encontrar el mar, y crecía...
—¡Algo tiene que matar a ese bicho! En la tierra no hay nada inmortal.
—Puede tratarse de un ser de otro mundo.
—Los científicos afirman que es una centolla gigante.
—En tal caso debemos arrojarla al mar; debemos perseguirla y obligarla a que se sumerja en el océano.
—Pero, ¿con qué la perseguimos?
—También podemos orientarla...
La centolla, muerta de hambre y desesperada, se aferraba a sus deseos de purificarse en el mar, de limpiar la carroña que había dado tal aumento a su cuerpo... La casualidad la hizo llegar a un puerto, y cañones de la marina, de muchos buques de hierro, la recibieron con fuego... Se dejó caer a plomo en el agua y el chapuzón levantó un árbol de espuma mucho mayor que el de una bomba nuclear; el oleaje fue tan enorme que todos los barcos se hundieron...
Una vez en el agua la centolla recuperó su tamaño, y en todos los océanos del mundo flotaron cadáveres humanos corrompidos... Dos horas más tarde el mundo estaba limpio.
Veinte años después dos ricachones comían la centolla en un restaurante de lujo.