DECAPITADO
Cuando le asignaron su cuarto en la pensión, encajada entre cuatro calles estrechas, lo primero que hizo fue establecer una corriente de aire para evitar un olorcillo rancio que parecía emanar de una cañería-aorta hinchada en un ángulo de la habitación. Asomado al balcón vio de frente a un hombre vestido de negro, con sombrero, que acababa de doblar la esquina y tomaba derecho la calle. Entró en seguida en su cuarto a desocupar la maleta y vio la araña cuando ya había puesto los libros sobre la cama y se disponía a abrir el grifo del lavabo. Era muy pequeña y estaba un poco alejada de la tela —pobre y deshilachada—, pensando que aquello no iba bien y nuevamente tendría que empezar. «Diré a la criada que limpie eso —pensó—. Aunque —siguió diciéndose— éstas que son como ésa no pican ni hacen nada, parecen muy enceladas con su labor —que, por otra parte, realizan muy despacio—, pero no es decente que ese animal esté ahí, más que nada porque los ángulos de las habitaciones gusta verlos limpios y una araña es siempre, además, una pequeña duda, una ligera preocupación y hay quien no se atreve a alzar la voz o tirar desde lo alto un zapato al suelo, por si el bicho se remueve y toma alguna decisión desagradable. Y si al ir a aplastarla se falla el golpe la cosa está clara, el bicho sabe que van por él sin ningún miramiento y que si antes se le había tolerado no mediaba en ello el afecto sino el egoísmo. La araña entonces puede tener una idea genial acerca de uno —se dice que no tienen ideas lijas—, y entonces atacarnos de forma tal vez muy peligrosa.» Fue en aquel momento cuando en la casa de enfrente de fachada de almagre se abrió un balcón —y no parecía que antes hubiese ninguno— y se asomó la muchacha con vestido de llores estampadas, que, varias veces, mientras él la miraba con el rabillo del ojo, se movió de un extremo a otro del balcón para fisgar a su antojo la habitación donde estaba él, recién abierta. Se vio que ella le conocía. Alguien, por detrás de ella, azuzaba con voz de apuntador: «Es Azurgaray», y ella parecía darle, un poco sofocada, con el pie por detrás para que se callase. «Azurgaray; sí, Azurgaray», insistía el tipo a sus espaldas. Y cuando él se decidió a afrontar la cosa saliendo a su balcón, la muchacha, atropellándose, con apresuramiento que pareció forzado a posta, se metió dentro y cerró, incluso, los postigos con tremendo estrépito que se hizo notar más por el repentino silencio en que quedó la calle. Luego se oía decir, como detrás de cada ladrillo: «el hijo del notario Azurgaray». Y vio de frente a un hombre vestido de negro, con sombrero, que acababa de doblar la esquina y tomaba derecho la calle. «Sí —dijo él al joven que regentaba la pensión—, es una asignatura nada más —y recalcó deletreando—: Una. Derecho Civil, pero no la de cuarto, o sea de quinto, sino la de tercero, o sea la de cuarto.» Se encontraba locuaz. Es raro, pero es así: «Y fue por algo del secretario, que tenía poca estatura y cambió la disposición de las actas en los armarios y entonces fue la infiltración por la que tuve que trastocar (previa notificación, naturalmente) la asignatura, sólo una, al fin y al cabo», deletreó de nuevo. Pero era inútil, el joven ya no estaba. Cuando empezaba le escuchaban con verdadero ahínco y de repente luego cuando él decía «y fue por algo» se iban desinteresados, a veces murmurando una palabra de cortesía o mirando el reloj repentinamente melifluos, como si les llevase alguien esperando mucho tiempo. El joven estaba ahora subido a una escalera, silboteando una canción como si tal cosa, mientras limpiaba una bombilla. «¡Ah! Pero —recordó— la criada se llama Araceli.» Se lo había dicho. Araceli. Araceli otra vez. Miró al techo y espió a la araña durante un rato. Estaba inmóvil. Era el mejor momento. Se asomó a la puerta de su cuarto muy despacio, pero no había nadie en el pasillo. Y la bombilla que limpiaba con esmero aparecía otra vez llena de manchas. Llegó hasta un cuarto próximo con un hogar de campana y una mesa basta de patas gruesas y encontró silencio. Colgadas de un alambre en el patio, dos alpargatas negras se mecían y hacían a veces señales a la mesa. «¡Araceli!», gritó. Silencio. Por un pasillo que no conocía se coló hasta el rellano de una escalera tranquila, amplia y brillante. La miró. Era una escalera incitante y, a la vez, terrible. Tenía la impresión de que algo había salido de su cuarto y le espiaba detrás, de que «alguien» adivinaba sus intenciones y le aguardaba en un rincón, oculto, en un lugar oscuro. «¡Ara...!», tenía angustia y se calló. Y además, cuando iba a seguir, oyó el chirriante estrépito que hacía el balcón de la muchacha de flores estampadas. Estaba seguro de que miraban su cuarto y al mismo tiempo le miraban a él y algo irresistible, como si le dieran un tirón enorme, le hizo volver atrás. Pero el balcón permanecía cerrado, hermético. Paró sus pasos y escuchó sin respirar apenas. Nada. Era detrás. Se volvió. Era detrás. Volvióse. Era detrás. Giró, giró, giró una y otra vez, continuamente, como una veleta que deseara señalar su cola. Golpeó la pared, levantó la colcha de la cama, abrió la caja de los zapatos, la maleta, el armario, miró a la araña y, distanciado, dio una patada a la cortina. Respiraban con él, a su ritmo: «¡Aaaah! ¡Aaaah! ¡Aaaah! Aaaah!», y era en el balcón de enfrente. Y encendiendo todas las luces, se asomó. Y venía de frente un hombre vestido de negro, con sombrero, que acababa de doblar la esquina y tomaba derecho la calle. Cuando entró se dio cuenta de que entraba por tercera vez. La araña pendía de un hilo y era mucho más grande. «Lo sabía —se dijo, y luego pensó—: me arrancará la cabeza.» Despacio se fue escurriendo hacia una silla y fue resbalando por uno de sus palos con sumo cuidado hasta sentarse. «Si me ve sentado —pensó— se volverá atrás, no tendrá sentido que demuestre su fuerza.» Pero ella no menguaba y estaba exactamente sobre la cabeza de él. Él entonces quiso distraerse mientras imaginaba la forma de llamar a alguien. «Es una lámpara», se dijo, y esto pareció tranquilizarle mucho. «Es una lámpara», se repetía una y otra vez cuando ella se le hacía mayor o creía percibir que daba hacia abajo un tironcito del hilo. Y una vez dijo: «Una ra palamés» y se dio cuenta de que sería inútil ya seguir con esa frase y se apresuró a sustituirla angustiado, y no encontraba otra, y el hilo daba saltitos sobre su cabeza y ella aumentaba hasta cerca de un palmo. Y fue entonces cuando leyó «Usted debe asegurarse» en el balcón, en un vidrio, y se llenó de alegría porque podía ya decir: «Usted debe asegurarse», y sólo era la propaganda de un seguro que había sido aprovechada para ocultar un roto en el cristal. Y así hasta que dijo «Beted sese deguraraus» y estuvo en nada que gritase, porque sintió como si ella le estuviese levantando el pelo con una pata. Y entonces se concentró en un nombre: Araceli. Y, sobre sus rodillas, comenzó a teclar con los dedos el nombre de Araceli, porque se le había ocurrido una idea. Y tecleaba A-ra-ce-li, como si dijese do-re-mi-fa. Y poco a poco fue subiendo la voz, llegando a todos los signos de admiración a que puede llegar un aterrorizado que está inmóvil y siente que el verdugo le hurga en la cabeza. «¡¡¡A-ra-ce-liiieeeaü!» Y se asomó, con gran estrépito de hierros, la muchacha de las flores estampadas, que sonreía. Y un hombre —lo sintió—, acababa de doblar la esquina y comenzaba a pasar la calle. Fue entonces cuando aterrado vio que ella lanzaba sobre él aviones punzantes y diminutos que pitaban y hacían irritantes impactos que se iban abultando sobre el lóbulo de sus orejas, las venas de su cuello y sus párpados. «¡Tregua!», gritó. «¡Tregua!», gritó angustiado. Y se hizo un silencio. Y en la tregua pasaba él sin cesar hojas y hojas de un libro enorme que vigilaban dos ordenanzas malhumorados y escépticos. «Ab, no. Af, no. Aj, no. Ap, no. Ar, ar, ara, ara, araña». Pero las letras se agolpaban, cambiaban de líneas, subían y bajaban, formaban patas y eran iguales a pequeñas motas en un rayo de sol. «Es el de las arañas», decían los ordenanzas, y chascaban sus lenguas hasta que se les partían. Y se oyó entonces una risa y, con estrépito, se cerró el balcón de la muchacha de las flores estampadas y sonaron pasos y una pata negra se le anilló con fuerza a la barba. Hizo un desesperado esfuerzo y se levantó, pero al hacerlo sólo vio el orinal bajo la cama y una gran cucaracha negra con olor a miedo y nada más que un dolor agudísimo y unas sombras y el sentido instantáneo de una ridicula tragedia espantosa.
Cuando Araceli al día siguiente entró tan pancha en el cuarto de Azurgaray para arreglarlo, hizo «¡Ooooh!» largo rato, cual globo que se desinfla. El señorito Azurgaray estaba muerto en la cama, sin cabeza. Llegó el joven que regentaba la pensión. Apresurada y con extrañeza se asomó a su balcón, enfrente, una muchacha con vestido de flores estampadas. A las doce, como todos los días, un hombre con sombrero, de negro, dobló la esquina y, al pasar por la puerta de la casa, se paró a preguntar. Llegó la Policía acompañando al padre de la victima, Azurgaray el notario, afligido y entero, que habló con Madrid nada más llegar. Llegaron el juez y el forense. Llegó el conserje de noche, señor Sánchez, que descansaba en su casa del trabajo nocturno. Llegó «Entrometido», redactor de «Emblema», atildado y joven. Y en la puerta del cuarto se estacionaron huéspedes y curiosos.
Araceli aseguró no saber nada. Estuvo en la casa trabajando todo el santo día y a las doce se acostó y se durmió. El joven que regentaba la pensión declaró que el señor Azurgaray, hijo, era un muchacho amable, que pagaba las cuentas con largueza y a punto. Y que en esa pensión nunca había ocurrido nada igual. La muchacha de las flores estampadas le dijo a la autoridad que ella era una mujer muy de su casa y que ni los balcones ni la calle le gustaban. Sánchez, el conserje, quedó en principio detenido; sus declaraciones traslucieron oscuridad sintáctica que le hicieron muy pronto sospechoso. Y el diario «Emblema», con olorcillo a pequeña política burguesa, madrugador moderado, tintoso y fresco a la hora del café con ensaimada, ofreció al día siguiente la noticia a sus lectores, que, seguida de una extensa crónica de «Entrometido», decía así: «El hijo del notario Azurgaray, decapitado. Ayer por la mañana a primera hora apareció decapitado en su cuarto de la pensión «Dos Mundos», el hijo del conocido y solvente notario de la provincia, señor Azurgaray, que desde hacía cuatro días se encontraba, por estudios, en nuestra capital. Se desconocen las causas del horrible crimen, aunque parece que el principal móvil ha sido el robo. El médico forense, señor Muñoz, declaró que obraron en el hecho elevadas dosis de éter. Fue detenido como sospechoso Anselmo Sánchez, antiguo corneta de la guerra de Cuba, conserje de noche en la citada pensión, que declaró, vagamente, haber oído algún ruido a eso de las cinco y haber visto a dos huéspedes, no precisados, salir muy temprano de la pensión, como para ir al campo, ya que recuerda que iban con pantalones de pana. El desdichado hijo del señor Azurgaray, que contaba con muchas simpatías en nuestra ciudad, tenía sobre la mesa de noche de su cuarto el extraordinario de "Emblema" lanzado ayer sobre la guerra civil en Argentina y el bombardeo supuesto de Buenos Aires por aviones rebeldes. El comisario Meléndez-Alba, de la Brigada Criminal del Centro, ha dado comienzo a la investigación del caso».