VISITE ESPAÑA AÑO 2000
«y las fuerzas del infierno no prevalecerán contra ella».
(San Mateo, 16, 18)
Volaban los tres coches blindados sobre las autopistas francesas. Paisajes yermos alternaban con los restos de los antiguos bosques y prados de Francia. Una fina lluvia chorreaba silenciosamente sobre las chapas de acero de los vehículos. De vez en cuando se cruzaban con algunas columnas de automóviles: eran los que habían anticipado sus vacaciones para dirigirse a la hospitalaria España en pos de emociones fuertes que ningún otro país del mundo podría ofrecer a sus visitantes. Especialmente, las corridas de toros, que competían con éxito con las luchas de gladiadores, con las que Italia había intentado atraer hacia sí a los turistas, en una pugna continua para aniquilar la competencia de los españoles.
Roger miraba distraído el paisaje a través de las minúsculas troneras y conversaba de vez en cuando con Moreau, que por orden del hermano de aquél dirigía la fuerza expedicionaria.
—Si tenemos suerte creo que nos encontraremos con alguna que otra cuadrilla de bandoleros antes de llegar a Madrid. Es una delicia que de cuando en cuando nos depara el turismo español —decía Moreau al servidor de la ametralladora, entre chupada y chupada a un grueso cigarro puro que impedía filtrarse por las troneras el olor a tierra húmeda de los campos.
Llegaron a la frontera española y pasaron el puente de Hendaya. Habían preferido el camino más corto porque en esos momentos existía una tregua entre las bandas disidentes del Norte de España y el Gobierno Central de Madrid. Ambos Gobiernos habían decidido no perjudicar excesivamente el turismo y por eso valía la pena evitar el camino más largo por las fronteras de la República de Levante.
Llegaron rápidamente a San Sebastián y por orden de Moreau hicieron un descanso. Previamente, en la frontera, donde tuvieron que esperar más de tres horas, embutidos en una larga fila de automóviles, habían sido registrados uno a uno. Había sido abierto el paquete de las filminas (que debía ser enterrado en Toledo para que allí permaneciese oculto un lote de Cultura esperando tiempos mejores); pero los mozos de traje blanco y faja roja sólo se habían entretenido unos instantes para mirar al trasluz algunas de las diapositivas. Se limitaron a sonreír con desprecio porque, por suerte, no habían caído en sus manos reproducciones de cuadros abstractos, que posiblemente hubieran tomado por planos de fortificaciones.
La pequeña tropa se dispersó por las casas de juego, los cabarets y los lupanares que representaban casi la mitad de los edificios de lo. que antaño había sido la plataforma giratoria de un vasto turismo en ambas direcciones, crisol en donde, habían empezado a fundirse dos culturas, gracias a numerosos vínculos matrimoniales celebrados bajo las banderas de los Estados Unidos de Europa.
Roger descendió a la playa, que a esas horas de la tarde estaba casi desierta. Era la primera vez que veía el mar. Se descalzó sus botas y dejó que las olas frías del Cantábrico te dejaran en sus tobillos una caricia salada. Cerró los ojos y volvió a ver debajo los rojos anaranjados del crepúsculo una isla de la Magdalena distinta: rodeada como por gaviotas, de blancos veleros que se balancean rítmicamente, mientras una multitud de bañistas los contemplaba tendidos indolentemente sobre las arenas de la playa. ¿Dónde había visto esto, Dios mío? Recordó entonces que cuando era aún muy niño se había deleitado contemplando la propaganda veraniega de cierta isla. Mujeres y hombres semidesnudos en sus trajes de baño recibían un chorro de luz bajo las palmeras de la isla. Entonces, algo extraño se había producido en el alma de Roger niño: la nostalgia de un paraíso perdido, de algo hermoso que existió en otra época y que se había volatizado para siempre.
El paisaje, cubierto de prados y de bosquecillos, dio paso a la ancha llanura de Castilla. Centenares de toros recortaban sus siluetas sombrías sobre el cielo aguamarina. Las autopistas eran buenas, el tráfico no demasiado intenso, con lo que en unas horas llegaron a los ribazos de la Sierra del Guadarrama. Antes, habían tenido que pasar la línea de fuego entre los ejércitos del Norte y los leales al reino de España. Dos filas de cañones y de tanques, reliquia de la Tercera Guerra Mundial y que se apuntaban implacablemente entre sí, sin que ello impidiera que sus servidores conversaran amigablemente entre ellos y alternasen en los bares, paradores y restaurantes que se hallaban alineados a lo largo de toda la carretera.
La única molestia para Roger y su escolta fue un segundo registro y un segundo pago de peaje al pasar de un territorio a otro. Así llegaron a un villorrio constituido casi exclusivamente por paradores de turismo, cabarets y otros lugares de esparcimiento. Se hallaba embutido entre bosques espesísimos de pinos que habían reparado las hondas cicatrices de las bombas de napalm lanzadas por los norteamericanos contra los guerrilleros españoles. Sólo algunas ruinas recordaban la guerra sin cuartel que había tenido como escenario la geografía de España.
—Vamos a parar aquí —ordenó Moreau.
Los tres vehículos aparcaron en la plaza Mayor del pueblo. Otros muchos coches se hallaban aparcados allí con sus respectivas «roulottes» provistas de aspilleras y en su mayor parte blindadas.
—Han tenido ustedes suerte —les dijo en un mal francés el dueño de un bar americano—. Se casa precisamente hoy una moza del pueblo, y están también todos los turistas invitados a la boda. Además —añadió acto seguido—, anda por aquí la banda de «El Barbudo».
—¿Se refiere usted a una cuadrilla de bandoleros? —preguntó Moreau.
—Exactamente. No son peligrosos, pero acostumbran a exigir un pesado impuesto a los turistas.
Moreau ardía en deseos de combatir contra los bandoleros, pero la mayor parte de sus hombres prefería asistir a la boda, que les atraía más que un safari de bandidos. Además, el dueño del bar les había advertido que si luchaban contra los bandidos se ganarían la animadversión de toda la comarca, unánime admiradora de «El Barbudo», un hombre que robaba a los turistas para regalárselo a los indígenas aunque el dueño del bar jamás había tenido noticias de que hubiera sido beneficiado algún español.
Acudieron, pues, a la iglesia en donde se iba a celebrar la ceremonia. El novio llevaba un antiguo hábito de la Orden de Calatrava y un espadín dorado, expoliados Dios sabía dónde por algún antepasado suyo. La novia llevaba el vestido blanco tradicional desde hacía siglos. Sonó la marcha nupcial de Mendelhson, y un ¡hurra! unánime salió del pecho de todos los asistentes. Volaron los sombreros y algunos ciudadanos de la República Autónoma de Texas dispararon sus revólveres al aire.
Apareció el oficiante, que llevaba una sotana mugrienta disimulada en gran parte bajo una casulla que antaño habían utilizado los párrocos del pueblo. Dos robustos acólitos, vestidos de rojo, trajeron arrastrado por el cuello a un novillo, hasta colocarlo entre los novios y el sacerdote. Comenzó la ceremonia. El oficiante entremezclaba largas parrafadas en español con otras en latín. Luego leyó algo que recordaba la epístola de San Pablo y se dirigió a los asistentes deseándoles una feliz estancia en Madrid. Era la concesión obligada al turismo internacional.
La parte más emocionante del rito no se había realizado aún porque, tras el cambio de anillos y de arras, el sacerdote tomó de un cestillo de mimbre que le ofrecía uno de los monagos un largo cuchillo de cachas de madera. Hizo la señal de la cruz con el arma y con un fuerte golpe se la hundió al novillo en el cuello. El animal lanzó un tremendo mugido y las patas se le doblaron. Dos o tres golpes más y dejó de mugir. Un alarido se levantó de los espectadores, que comenzaron a precipitarse hacia el altar, no sin que antes los novios sorbieran, por riguroso turno, la sangre que brotaba de la carótida de la res sacrificada y mancharan con ella, intencionadamente, sus vestidos.
Pronto quedó Roger prácticamente solo, detrás de un confesionario que le había servido de refugio. La comunión de la sangre enloquecía ahora a los aborígenes y a los extranjeros. Pugnaban, en efecto, por deglutir algunas gotas de sangre del hilo carmesí que brotaba del novillo, pero otros más impacientes acuchillaban al animal en otras partes para proporcionarse otras fuentes suplementarias.
Salieron todos precipitadamente del templo. Alguien había dicho que iban a soltar dos novillos. Además, las campanas de la iglesia repicaban compitiendo con el restallido de los cohetes.
Habían soltado no dos novillos, sino tres toros: el padre de la novia era el dueño de uno de los mejores paradores de turismo del pueblo y podía permitirse ese lujo. La diversión consistía en acuchillar a los cornúpetas para que hombres y mujeres pudieran empapar sus vestidos con aquella sangre que, según la creencia popular, daba fecundidad a las mujeres.
En ese momento un grito unánime se levantó: «¡Ha llegado "El Barbudo"!» y algunos de los comensales sacaron sus armas, entre ellos Moreau, que había jurado llevar a París la cabeza del bandido como un trofeo cinegético más. Pero «El Barbudo» y sus hombres, unos tipos cubiertos de mugre y que llevaban todo un arsenal a cuestas, venían en son de paz, como cualesquiera otros invitados. Fueron acogidos con una ovación unánime tras aquellos primeros instantes de perplejidad, y pronto se les hizo sitio al lado de los padrinos de los novios.
Trajeron muslos y pechugas de pollo, trozos, chorreantes de grasa, de cordero y luego de toro y de vaca. Los porrones y las botas pasaban de mano en mano, y como la comida se servía en bandejas colosales sin que interviniera ningún cubierto nada más que las manos de cada cual, el olor a grasa y a sangre enloquecía los sentidos. Mientras, los cohetes seguían restallando y una banda atacaba pasodobles y ritmos afrocubanos.
Luego se organizó el baile; algunas mujeres se habían despojado de su ropa y se contorsionaban medio desnudas. Varias parejas bailaban sobre las mesas y otras se deslizaban fuera de la explanada para sepultarse en los cobijos que ofrecían los pinares circundantes. Pero Roger había aprovechado el momento más propicio para retirarse fuera de la mirada vigilante de Moreau y sus hombres.
En un lugar en donde apenas llegaba el rugido de la masa y las notas cada vez más discordantes de los músicos, Roger se había tumbado bajo un pino. Comenzaban a lucir las primeras estrellas en el cielo, y una vez más se sintió tranquilo en aquella tierra extraña en donde Dios le había asignado una misión que él todavía ignoraba.
Madrid había dejado de ser la gran ciudad de antaño. Mezcla de inmensos y lujosos edificios y de chabolas inmundas (vertedero de una mezcla curiosa de míseros y de picaros con poca fortuna) había perdido la pincelada señorial de Carlos III. Se había desplazado, además, hacia el Sur como una ameba gigante que huyera del contacto frío de la Sierra, o como una masa sólida que siguiendo las leyes del equilibrio hubiera rodado hacia la cuenca del Tajo.
—Madrid es ideal para divertirse —comentó Moreau, que cabeceaba ostensiblemente sin haber eliminado por completo los excesos de la boda campestre.
Se alojaron en un hotel de primera categoría y Roger quedó en libertad para hacer lo que le apeteciera. Al día siguiente, iniciarían la última etapa del viaje: la visita a Toledo.
Con la cabeza vibrante aún del jolgorio del día anterior y de los estallidos de los cohetes, Roger se dirigió hacia los suburbios de Madrid. Tenía una misión específica que realizar: la compra de algunos lienzos procedentes del Museo del Prado. Un tal Lamartiniére le había facilitado la información adecuada acerca del lugar a donde acudir.
Atravesó la antigua Plaza de la Independencia, en la que aún permanecían las ruinas de la antigua Puerta de Alcalá; unas ruinas heroicas que los guías enseñaban a algunos turistas: los que aún se interesaban por los restos arqueológicos. Dos siglos y medio antes, un pequeño grupo de soldados y de civiles, al mando de dos tenientes, había luchado, hasta sucumbir, contra un número mayor de compatriotas de Roger. Y el nombre de aquella plaza recordaba el alzamiento de aquellos hombres y de todo un pueblo. Casi dos siglos después, y en esa misma plaza, se había repetido aquella escena heroica. Pero esta vez en lucha contra las fuerzas invasoras norteamericanas.
Roger atrajo a su memoria los recuerdos de aquella guerra terrible en la que las dos riberas del Atlántico se habían hundido en el caos, en la que una de las empresas más grandes de la Humanidad, la constitución de los Estados Unidos de Europa, se había roto como un inmenso jarrón de Sévres.
Evocó, pues, el nacimiento de aquella colosal supernación: una Europa próspera y feliz, creadora de un nuevo humanismo basado a la vez en la tradición cristiana, en la democracia de 1789 y en la revolución científicoindustrial iniciada en el siglo XVIII. Unos Estados Unidos de Europa que ya no era minúscula lámina de metal que gemía lastimosamente entre los dos grandes rodillos de Rusia y de Norteamérica, sino que había vuelto a tomar el gobernalle del mundo. En esa Europa nadie se sentía forzado a emigrar a los Estados Unidos de América para realizar sus posibilidades artísticas o científicas, sino que, al revés, se recogía lo más selecto de las Américas y del resto del mundo, como en una nueva Atenas o Alejandría. Remansada la energía creadora que antaño había derivado hacia otros puntos de la rosa de los vientos, Europa se alzaba sobre las demás naciones que se habían nutrido de sus pechos, como una abuela centenaria contempla a sus hijos y a sus nietos, antaño esparcidos por todos los rincones del planeta y ahora rindiéndole pleitesía.
Y entonces surgió la catástrofe: los Estados Unidos de América no se resignaban a perder sus mercados. Consideraban una catástrofe que una Europa ya independizada políticamente en sus distintas nacionalidades desde una fecha muy temprana, se independizara ahora en lo comercial, y más aún, impusiera su hegemonía sobre el mundo. Alguien debió, pues, apretar un botón en el Pentágono de Washington: el primer misil había cruzado el Atlántico en dirección a Europa. El proyectil cayó en Londres y le siguieron inmediatamente otros muchos. Ambos contendientes, en torno a los cuales se alinearon las restantes naciones del mundo, habían comprendido lo suicida que hubiese sido el empleo de armas atómicas, por lo que la humanidad se salvó de la hecatombe final. Pero la guerra no por eso dejó de ser mucho más horrible que las dos primeras guerras mundiales. Por ejemplo, Israel, aliada en el bando de Europa, voló la presa de Assuan, que entonces se había convertido en un lago, y dos millones de egipcios perecieron entre las aguas, como los ejércitos del Faraón al intentar pasar el Mar Rojo.
Norteamérica invadió Europa y llegó hasta las mismas posiciones que habían ocupado los nazis en la segunda contienda. Fue una lucha terrible en la que los europeos derrocharon todo el heroísmo que dieciséis siglos de historia habían ido condensando en la gran botella de Leyden de su espíritu: los defensores de Londres, París, Roma, Madrid, Berlín, etc., defendieron sus ciudades casa por casa, en una pugna sin cuartel y sin misericordia. España fue una vez más gloriosamente derrotada, pero sus últimos soldados continuaron una lucha de guerrillas, camuflados en la sinuosa orografía del relieve español.
Y vino la segunda oleada: la de las retiradas de las tropas norteamericanas, que fueron catapultadas al Atlántico como un montón de embalajes inútiles. La historia se repitió: las mismas llanuras que habían presenciado la derrota de Carlos XII de Suecia, de Napoleón y de Hitler sirvieron de mortaja de hielo a los nuevos Invasores. Congelados en invierno y agarrotados por el barro del verano, los norteamericanos fueron implacablemente perseguidos por las tropas rusas, a las que se habían añadido los restos del gran ejército de los Estados Unidos de Europa. No hubo piedad para los invasores, que fueron perseguidos como alimañas hasta ser cosidos a bayonetazos o a cintarazos de fuego en las esquinas más recónditas de Europa. Y España volvió a ser escenario de combate, porque el coloso herido aún se agarró durante unos meses a la roca que le servía de asidero en la orilla del Atlántico.
Cuando ambos rivales, agotados, firmaron la paz, estaban heridos de muerte: habían perecido cincuenta millones de norteamericanos y otros cincuenta millones de europeos, sin contar las miríadas de chinos, indios, árabes, etc., que también sucumbieron.
Acongojado por estos fantasmas sangrientos, Roger se dirigía ahora hacia el lugar en donde setenta y cinco años antes había recortado su silueta el Museo del Prado. El asfalto se había detenido en la plaza de la Independencia y empezaba un típico paisaje extraurbano, con callejas no pavimentadas y casuchas de una sola planta a derecha e izquierda. Las gallinas picoteaban su alimento entre las guijas, y los cerdos se revolcaban en los pequeños lodazales que había dejado la última lluvia.
Roger miró a su alrededor y comenzó a escuchar el clamor de aquella gente y la babélica confusión de lenguas de los turistas que se dirigían a aquel barrio típico de Madrid. Y entonces descubrió algo que había desaparecido de París. Porque todas las muchachas que no perteneciesen a las familias de los señores feudales caían en aquel mercado pero de distinta forma: había penetrado en el barrio de los prostíbulos baratos. Mujeres de todas las edades y complexiones intentaban atraer a los turistas desde unas ventanas en las que los geranios y los claveles luchaban con tesón contra el olor a alcantarilla y a excrementos de animales domésticos.
Los turistas se sacudían de encima, con impaciencia, las moscas y los chiquillos andrajosos que les pedían limosna en todos los idiomas del mundo. Roger había cometido la imprudencia de repartir algunos francos entre la multitud de jóvenes pedigüeños, lo que pronto le convirtió en una presa codiciada. Hasta que cierto norteamericano, bastante saturado de whisky, comenzó a repartir latigazos a diestro y siniestro, dejando despejado el terreno. Cuando la turba mendicante volvió a reunirse, Roger había desaparecido ya por una de las callejuelas.
Sacó el plano que llevaba consigo y no tardó ni cinco minutos en localizar la casa aquella en donde vivía el propietario de las últimas reliquias del Museo del Prado.
Llamó a una puerta con los nudillos y apareció una mujer muy vieja y bastante contrahecha. ¿Era posible que en aquel rincón de Europa hubiese gente capaz de llegar a los setenta años? Reuniendo los escasos conocimientos de español comunicó el motivo de su visita: la compra de cuadros. La vieja permaneció unos instantes dubitativa, pronunció en voz alta un nombre y apareció entonces otro anciano que condujo a Roger al sótano. Sí, allí, amontonados unos encima de otros y rodeados de restos de muebles y de enseres heterogéneos, se hallaban quince o veinte lienzos. Sus marcos habían sido convertidos posiblemente en leña, en las noches heladas en las que el pueblo de Madrid había carecido de toda, a excepción del fuego que vomitaban las super-fortalezas volantes de los Estados Unidos.
A la luz de una lámpara de acetileno, Roger comenzó a mirar una por una aquellas obras de arte. Pero antes pudo contemplar algo que le llenó de emoción: aquel hombre llevaba sobre sí un raído uniforme, superviviente de los que un día llevaron los ordenanzas del Museo del Prado.
—Sí, en efecto, lo he heredado de mi padre, que trabajó de celador en el Museo durante cuarenta años —aclaró el anciano.
Algo centelleaba en su solapa: un águila dorada. E inmediatamente Roger pensó en algo que ya había imaginado al leer la conquista de las Américas por los españoles: un puñado de hombres escalaba las cumbres menos accesibles de los Andes peruanos. Millares de flechas caían sobre ellos, pero ellos continuaban avanzando, como si en vez de hombres fuesen dioses. Un águila o un cóndor, convertido en pavesa dorada por los rayos del sol, pasaba por encima de los héroes. Y al percibir al ave de presa que planeaba por encima de los españoles, los guerreros incas huían despavoridos. Ahora, toda la gloria de España se había refugiado en la solapa de aquel uniforme descolorido.
Llegaron pronto a un acuerdo: 2.000 francos por los diecisiete cuadros, de Velázquez, de El Greco, de Goya y de otros grandes pintores. Y aún se llevó Roger, por todo lo que le quedaba en el bolsillo y por un anillo de oro, la estatua de una mujer cuya sonrisa presagiaba una nueva era de paz y de amor. Una mujer que electrizó a Roger dejándole sin habla y con los ojos arrasados en lágrimas: era la estatua de Nuestra Señora de París, llegada a aquella bodega por ignotos caminos cuando su sonrisa, maternal, ya no podía hacer mejores a los hombres.
Ahora podía regresar a Francia. Llevaba con él la esperanza de una era mejor.
Las ruinas de Toledo parecían elevarse, como restos de una ciudad fantasma, en el nimbo rutilante de las radiaciones solares. Roger se puso las gafas de sol y todas las cosas volvieron a tomar contacto con la tierra. Se asomó a un pretil en donde muchos años atrás cientos de miles de turistas, de españoles curiosos y de enamorados se habían inclinado para contemplar la curva del río, que parecía intentar llevarse con su brazo líquido el gran talego de la ciudad imperial. Se sentó sobre el banco de piedra y respiró tranquilo: como por un milagro, había trascendido el mundo sublunar en donde reina la corrupción. Ahora flotaba en una nube de ensueños y de recuerdos gloriosos. Y aquella acuciante llamada de la belleza antigua volvió a oprimirle el corazón hasta hacerle derramar lágrimas. ¡Ya nadie podría reconstruir lo que las bombas y los obuses habían destruido! ¿Dónde estaban los átomos, que aglutinados de una manera armoniosa habían encerrado en sí durante siglos todo el esplendor de la ciudad?
Se encaminó hacia la Catedral. Tenía todavía tiempo para enterrar su tesoro, o mejor dicho, para hacer el simulacro de enterrarlo, porque allá abajo adivinaba unos hombres agazapados, unos hombres amigos, desde luego. En cuanto a Moreau y al resto de su escolta se hallaban lejos de allí, aguardando al que la nueva plaza de toros brindara poderosos excitantes a su sensibilidad abotargada.
Anduvo por estrechas callejas y pasó por plazuelas en las que el liquen y la hiedra señalaban el triunfo de la naturaleza salvaje y del tiempo sobre la obra de los hombres. Y en una de las esquinas vio fosforecer los ojos de un gato que partió maullando cuando Roger intentó acercársele, solícito. Ligeras hebras de algodón se desleían en el cielo, y las cigarras hacían pensar a Roger en la presencia sonora de los antiguos habitantes de Toledo: celtíberos y romanos, visigodos y árabes, y luego hombres de todas las procedencias, con ese sombreado morisco que en aquellas épocas aún conservaban muchos españoles.
Descansó más de una vez en un patio solitario y dejó resbalar su voz por el hueco de un pozo, contra el fondo del agua secular. Visitó restos de mezquitas y de iglesias y en uno de los muros de la antigua iglesia de Santo Tomé su imaginación reconstruyó «El entierro del Conde de Orgaz», purificado ahora para siempre por el aliento cálido del fósforo.
Luego, cuando ni las gafas de sol podían detener la avalancha de agua dorada que invadía Toledo, al llegar el sol a lo más alto de su carrera, Roger encontró asilo bajo las bóvedas aún en pie, pero con desgarrones, de la Catedral. Falta de vidrieras, la luz se escondía ahora por los inmensos agujeros causados por los obuses, para dibujar lienzos dorados sobre el suelo, sobre las columnas o sobre las pechinas de la que fue casa de Dios.
Entró en una capilla que parecía menos deteriorada. Aún quedaban los restos de unos escudos con lunas pintadas sobre un campo azul. Se acercó a los sepulcros. ¿Quiénes eran aquel caballero y aquella dama? ¿No eran acaso don Álvaro de Luna y su esposa, doña Inés de Pimentel? Restregó con un pañuelo los grafitos obscenos que hacían casi imperceptibles las facciones, y un rayo de luz, cayendo sobre las figuras yacentes, escarnecidas y mutiladas, las revistió de un halo de gloria, como si la mano de Roger las hubiese rescatado, transportándolas a «ese cielo anterior en donde florece la belleza».
Subió las escalerillas que conducían al órgano. Los tubos deslustrados se alzaban impotentes hacia un trozo de bóveda desgarrada. Roger pulsó las teclas y un grito sobrehumano surgió del instrumento, sacudiendo por un momento aquellas piedras, aquellos trozos de hierro y aquellos restos de pinturas, dormidos desde hacía muchos años y ahora convertidos por esa vibración en ánimas, benditas. ¿Quién se molestaba ahora en cantar al Altísimo, si sobre la tierra planeaban los cuatro jinetes del Apocalipsis? Con sólo una débil esperanza ahora de que el reino del Anticristo llegase a su fin.
Y como si alguien pretendiera dar una respuesta a Roger, un débil punto de luz hirió sus retinas. Se dirigió allí medio cegado por la catarata de rayos de sol que brotaba por una inmensa llaga del muro derecho. ¡Dios mío! ¿Qué mano mantenía con vida esa lamparilla de aceite que ardía sobre el altar de una de las capillas? ¿Era, pues, cierto aquello de que «ni las fuerzas del infierno prevalecerán contra ella»?
Roger cayó de rodillas. Muchos millones de hombres y de mujeres habían caído también muchos años antes y en todas las épocas, bien bajo el sol helado de las regiones nórdicas o bajo los ardores de los trópicos, sobrecogidos por aquello que unos llaman Brahma, otros Alá o Zeus y los restantes, de innumerables maneras. Porque era ese Dios de los cien mil nombres, o mejor dicho, ese Dios que trascendía a todos los nombres, el que parecía alentar en esa débil llama del aceite. Débil y al mismo tiempo más poderosa que las zarzas ardientes con que se había aparecido a Moisés.
Volvieron a pasar la frontera. Volvió a hacerse de noche, pero ya al acercarse a París, Roger pudo distinguir que en el cielo brillaba una tenue luz más: la que señalaba a los hombres el norte de la esperanza. Por muchos avatares había transcurrido la trayectoria de la existencia humana sobre la tierra y ahora esta era del hierro que le había tocado vivir a la humanidad iba a ser posiblemente el último eclipse.