LA NAVE DE LAS SEMILLAS
¿Cuántos rincones del Universo están aguardando aún la llegada de su Magnon?
La constelación de árboles entrelazaba las ramas con las vírgenes —rosahimen, rosadovirgo— del amanecer. El aliento de la tierra olía a hierba niña y el viento inhalaba cúmulos de abrigado calor que abrazaban las gotas del rocío, desintegrándolas en invisibles simétricos cristales de plata. Las estrellas eran granos de polen que se volatizaban suspendidas en el velo azul del día.
La ciudad se desperezó y, de cada una de sus células, volaron los sueños con sus misterios para esconderse en los estigmas de las flores hasta que la noche regresara lamiendo lentamente los valles, pintando de negro el calidoscopio de la naturaleza. La luz se erguía absorbiendo las grises oscuridades que intentaban refugiarse solapadamente por los rincones.
Magnon ordenó a los párpados que dejaran de besarse, y los ojos se detuvieron en la lámpara que pendía del techo de la estancia. Resultaba un inútil y grotesco invento de vientre hinchado ante la claridad que penetraba espumeante por la ventana circular. Apoyó la cabeza en las manos y las pupilas retrataron al gorrión que se había posado encima de la mesa. El pájaro dio unos pequeños saltos de tentempié, cambió de posición y observó detenidamente los pedazos de pan. Hasta que, aprisionando uno de ellos con su pico cónico, extendió las alas pardas.
Los pies de Magnon tomaron contacto con las losas de piedra, y los poros se bañaron en una tenue frialdad. Trazó un cuadrado en la frente con el Polvo de la Humildad y se asomó a la ventana.
Por entre los eucaliptos, con sus copas balanceándose juguetonas, vio la campana del templo. Y esperó a que de ella manara el sonido intermitente. Las frondas pecioladas de los helechos cubrían aquellos edificios que estaban abandonados y en ruinas.
Una nube, como un enano tostado y de gigantescos brazos, cruzó el circulo de la ventana. El pájaro retornó por otros pedazos de pan y Magnon, al escuchar los primeros tañidos, vistió su cuerpo con una túnica blanca y salió a un ancho y paralepípedo pasillo.
Mientras caminaba iba pensando en que, algún día, le pediría al pájaro que le enseñara a volar. Así podría hacer piruetas en el aire, sobre los bosques y los mares. Así podría convertirse en un gozoso saltimbanqui, peregrino de los aires y de las aguas, de las tierras y de las arenas. Movió los brazos como el pájaro las alas y corrió un breve trecho ya que, repentinamente, se sonrojó al pensar que cualquiera de sus compañeros podría aparecer por el pasillo. Y entró en la última de las estancias.
En ella se hallaba el anciano, tendido sobre el lecho, totalmente rígido. Apenas se notaba en su pecho desnudo el sube y baja del mecanismo de la respiración. Sus ojos, cerrados, habían sido dibujados con bondad. Magnon se sentó en el suelo y aguardó a que el anciano volviera del más allá. Magnon se preguntó cómo podía encontrarse tan pacífico de espíritu si aquel sería su gran día. Tal vez, la razón de su tranquilidad era la sensación de paz que siempre le donaba su maestro.
Las manos del anciano comenzaron a moverse y sus dedos crujieron, como si hubieran estado fosilizados, como si volvieran de un pasado perdido en el tiempo o de un futuro interrogante, lleno de preguntas que únicamente pueden ser respondidas con exactitud en ese devenir y nunca en un presente que ata las mentes a su instante. Sus músculos se tensaron y de la piel desaparecieron las arrugas (arrugas-llanuras-quemadas, arrugas calcinadas y paralelas hasta el horizonte, arrugas que desafiaban todas las leyes de la bioquímica).
«He ido a las lunas —dijo— y en cada una de ellas había una Rosa Verde. ¿Sabes lo que significan las Rosas Verdes? Felicidad. Felicidad... ¿Qué es? ¡Ah, ese éxtasis de los sentidos, ese oasis capulino, ese soplar de los jugos y ese deslizarse de la espuma de la savia del ser! Felicidad, hoy es que triunfes en tu misión. Discípulo, no envidies a la nube que lleva en sus entrañas a un espíritu. La madre, aunque en el aire, está condenada a girar alrededor del planeta. En cambio, tú, podrás viajar por los espacios, atravesar las luces y las tinieblas del Universo, poseer el goce perfecto del estar y del no estar.»
Ante la triste y pura mirada de Magnon, el anciano sonrió:
«Sé lo que en estos momentos circula por tu cerebro. No es necesario que me digas nada porque te leo telepáticamente. ¡Eres joven aún, Magnon! Te gustaría atravesar los espacios como el pájaro va de árbol en árbol. ¿Y qué es ir de árbol en árbol? Fatiga. Porque a cada rama sigue otra rama, a cada árbol otro árbol, a cada bosque otro bosque. Es una rueda sin principio ni fin. Porque el fin está en el principio, porque el principio está en el fin. Eso son pequeñas distracciones infantiles. Trata de desalojar de ti tales deseos porque estás por encima de ellos. Esta es la hora de las meditaciones.»
Y Magnon ayudó al anciano a colocarse la túnica.
En el templo, con aquellas primeras claridades, Magnon sentía en su nuca el peso de todos los ojos de sus compañeros. Aquel amanecer, teñido de diamante y que penetraba horizontal por entre las columnas graníticas, le embriagaba los sentidos. Era como un vino suave, como una cascada de aromas, como un torrente de esencias. Por sus mejillas comenzaron a resbalar cálidas lágrimas que trazaban caminos de esperanza. Retrocedió en el tiempo y, en su cerebro, las imágenes de los primeros días de su aprendizaje se proyectaron diáfanamente. Habían pasado varios años desde que le fue revelado el lugar al cual debía dirigirse. Allí le sería enseñado todo lo necesario para llevar a cabo la misión que le había asignado la Hermandad. Magnon contempló su cuerpo adolescente, cubierto tan sólo por una débil túnica, correr por las montañas y los campos que rodeaban a la ciudad. Centenares de horas estudiando y profundizando en las más primitivas enseñanzas le habían destacado entre sus condiscípulos. La voz del anciano resonó en su interior como si hubiera penetrado con fuerza por los oídos:
«Tu destino está más allá de los planetas de nuestro sistema solar. Es una hermosa misión la que ha recaído sobre ti.»
Magnon se recreó en el recuerdo de aquel anciano que parecía poseer una sonrisa eterna. Unos pasos interrumpieron la meditación: «Hermano, el Maestro te reclama».
Magnon recorrió un pasillo del color de las magnolias hasta llegar a una puerta dorada. Dio un golpe de gong y las hojas se abrieron dejando ver, al final de la estancia, al Maestro envuelto en incienso. Magnon se arrodilló ante él.
«No es de extrañar que haya en ti ciertos temores en estos momentos. El temor no es signo de debilidad sino demostración de que la persona desea llevar a cabo con perfección lo que le ha sido encomendado, que es responsable de sí misma. Magnon, antes de emprender el largo camino, aún puedes decidir. Nadie te obliga, eres libre.» «Estoy dispuesto», contestó de inmediato. «No esperaba menos de ti. Toma el aliento del amanecer en mi compañía. Después, iremos a la Sala. Allí todo está preparado.»
Magnon bebió la copa de savia de árboles jóvenes mientras el Maestro le observaba detenidamente. «Discípulo, sólo me queda desearte que retornes con el mismo entusiasmo que ahora posee tu corazón. Esas lágrimas que han surcado tu rostro son fiel símbolo de que nuestros esfuerzos no han caído en tierra estéril.»
Magnon inclinó la cabeza y el Maestro pasó por ella el dedo pulgar, trazando un cuadrado con el Polvo de la Humildad. Los dos se levantaron en silencio.
En la Sala, una gigantesca nave temblaba. Magnon se acercó al anciano, que le tomó de un brazo haciendo presión en él con las yemas de los dedos. «Anciano, ¿seguirás poniendo pedazos de pan en mi mesa?» «Lo haré. De seguro que el gorrión, de saber la empresa que vas a acometer, se sentiría orgulloso de ti.»
Magnon abrazó a sus compañeros y penetró en el interior de aquel ingenio, que era toda una maraña de aparatos. Se sentó delante de ellos y pulsó el botón. Las luces se encendieron formando un arco iris y, a los pocos instantes, el amanecer se hizo mañana, la mañana se hizo tarde y la tarde se cubrió de tinieblas y llegó la noche del Universo mientras un pájaro revoloteaba y el capullo construido por los motores se esfumaba.
Magnon llegó hasta una cámara blanca y sus ojos admiraron el contenido. Por medio de una potente lente, un conglomerado de prótidos se reflejaba en sus pupilas. Pasó con cuidado las manos por la lente como si aquel leve contacto pudiera dañar el motivo de su misión.
«Llevarás la vida. Y el lugar asignado, ahora muerto, será fecundado. Es la copulación del Universo. Esa es la misión, gran riqueza, que nos corresponde a todas las civilizaciones cuando alcanzamos el grado suficiente para tal menester. Pero la empresa no ha de ser motivo de orgullo. Siempre hemos de tener presente que, así como nosotros lo hacemos ahora, otros lo hicieron por nosotros. El Universo es lo que ha de unirnos porque formamos parte de él. Magnon, tú eres uno de los predestinados para, como las abejas recogen el polen de las flores en los pelos de sus extremidades, germinar lo no germinado, lo que espera. Magnon, ten la sencillez de quien nos ha creado y creó este todo que es el Cosmos, con su infinita y maravillosa sabiduría.»
Consultó los instrumentos y percibió en las pantallas que la segunda fase había dado comienzo. Una vez salidos de los límites de su sistema solar, la nave y todo lo que había en su interior, con la perfección de un láser, se convirtió en luz para poder así recorrer el espacio a incomprensibles velocidades, siempre secreto para las inteligencias. Cuando Magnon notó que su cuerpo volvía a tener tres dimensiones, suspiró aliviado. ¿Qué haría su amigo el pájaro de haberse hallado en idéntica situación?
La nave, suavemente, se deslizaba por la superficie de un planeta.
«Alrededor de un sol hay nueve astros. Será en el tercero de ellos en el que depositarás el conglomerado de prótidos. Comprueba, ante todo, que el lugar esté completamente endurecido.» Así lo hizo Magnon palpando el suelo, tomando unas piedras. Y sacó de la nave la pequeña cámara blanca.
Una superficie verde y azul rompía con la tonalidad rojiza en la que había descendido. Magnon penetró a través de aquel elemento, notando las caricias de las olas en sus pies. Abrió la cámara y el conglomerado de prótidos se hundió en el agua.
«La misión no es tan fácil como parece en un principio. Hemos de someteros a los predestinados a infinidad de pruebas para estar seguros de que responderéis. Hay que adiestraros en una moral estricta que os impida robar el principio de la vida.»
Magnon mojó sus sienes con gotas mientras sobre él parecía como si un gigantesco órgano tocara sus piezas interpretando un canto abrumador. También en aquel planeta había amanecido. Un cielo que deseaba rasgar las últimas negruras brillaba parpadeante por encima de aquella interminable raya horizontal. «¿Cuando volarán aquí los pájaros?» Y Magnon regresó a la nave. Y la nave tembló. Miles de kilómetros más allá, volvería a ser luz. Magnon retornaría a su planeta, a su ciudad, a su célula, a su celda. Y el gorrión le saludaría con el color rosado.
Los prótidos dejaron paso a las multimoléculas y a las bacterias. Después, las amebas, los volcanes, las algas azules, los radiolarios, los flagelados, los ovas y los espongiarios recorrerían el mar. Aparecerían los arácnidos, los ammonites, las salamandras... Hasta que un día la vida emprendió senderos por la superficie endurecida y por los aires.
Y así, una vez concluido el ciclo primario, un ser se maravilló de cuanto le rodeaba: el Hombre.