LA TERCERA VIDA
Hay cosas que escapan y escaparán a nuestra comprensión. Están situadas en una zona penumbral en donde la vista se esfuerza como un clavo que penetra en una madera muy dura. A veces, en ciertos momentos de nuestra existencia, percibimos vislumbres, contornos huidizos, o tenemos, por lo menos, la impresión de que hemos visto algo por el rabillo del ojo, que es, como dicen los fisiólogos, por donde vemos mejor en la oscuridad.
El mar estaba tan liso como un cristal bruñido. Los peces voladores jugaban a cintas de plata. Y yo, sentado en la popa de mi pequeño yate de 20 HP., apenas lograba sostener la caña de pescar. Sentía los flojos tirones de los peces pequeños en el cebo y el corcho rojo (sangre antigua) brincaba a veces frenéticamente hacia arriba y hacia abajo, creando círculos de lluvia.
Y me dejé vencer por el sopor. El motor había dejado de ronronear, y se había hecho un silencio muy extraño en los cielos y en las aguas. Sólo el clic-clic del carrete que, por inercia, seguían sosteniendo las manos.
Me paseaba ahora descalzo sobre las ondas. Era un nuevo dios marino, pero al mismo tiempo un chiquillo que retozaba riéndose sobre los montículos de espuma y de salmuera que se hacían y deshacían, produciéndome cosquillas en los pies. A veces, un pequeño cono líquido me hacía tambalear y yo me caía. Pero avanzaba seguro hacia el horizonte. Lejos se alzaban castillos feéricos, estatuas de gigantes y de guerreros con corazas de oro.
Luego, soñaba en un niño acurrucado a orillas de un estanque. Y mi yate era un velero que yo empujaba con la mano, con su tripulación liliputiense, hacia las Indias remotas.
Pero el agua de la barca se volvía cada vez más negruzca. Comenzaba a jadear como un caballo cansado. Luego se vertía parte de su contenido hacia fuera, y el velero escoraba. Finalmente, un viento impetuoso azotaba el chorro del surtidor de la fuente. Las gotas me empapaban y yo corría alocado buscando a mi madre para que me cambiase de ropa. Pero mi madre no estaba allí: yacía muerta en el fondo del estanque.
Me desperté y pude comprender en seguida que, en efecto, estaba empapado de los pies a la cabeza. ¿Cuántas horas había dormido? ¿Posiblemente muchas, pero lo cierto es que el sol se hallaba muy bajo en el horizonte y que el espejo bruñido se había convertido en una sartén llena de aceite hasta los bordes y puesta sobre la lumbre.
En sus goznes cárdenos las puertas del cielo se abrían. El viento limaba la superficie del mar, arrancándole gruesas virutas de plomo fundido, que me acribillaban el rostro.
Puse en marcha el motor y me dirigí hacia el punto de partida: la cala segura de un puerto. Pero mis escasos conocimientos de pilotaje me hicieron comprender que el regresar habría sido suicida, dadas las escasas condiciones marineras de mi pequeña embarcación. Así que preferí dirigirme hacia una de las islas cercanas: mi mapa náutico me señalaba la presencia de más de un centenar, situadas a muy pocas yardas de mí.
Tenía ahora al viento enfilándome de frente. Las olas se estrellaban contra el vidrio inastillable de mi cabina de mando. Luego empezó a llover una extraña mezcla de agua celeste y marina, sobre el pequeño trozo de madera y acero.
Pero los relámpagos me hicieron distinguir una lengua de tierra, situada precisamente en frente mío. Brillaba como una espada de Toledo en manos de un hidalgo escondido. Enfilé, pues, el timón hacia uno cualquiera de los puntos de aquella zona que a veces quedaba desvanecida entre la lluvia y las montañas marinas, y en un plazo breve había llegado a una distancia más que suficiente para que pudiera distinguir sus detalles.
Felizmente, la isla estaba rodeada de una extensa franja de arena. No había escollera, ni arrecifes que hubieran convertido la operación de la arribada en un peligro. A lomos de una inmensa yegua blanca, me precipité, pues, hacia la playa. Sentí el choque de la quilla y de la hélice al quedar enterradas en la arena. La fuerza cinética del barco unida a la de la ola me introdujo varios metros tierra adentro, no sin antes sentir el patinazo brutal sobre el suelo.
Estoy solo ahora en esta isla que desconozco. Es un punto de una extraña ortografía geográfica. El viento silba y la lluvia lucha contra el viento y contra todo. Me he refugiado debajo de un repecho de roca. Veo delgados nubarrones correr hacia el norte hincándose como jabalinas en el mar. Yo he visto así amansar a los toros con banderillas o con la pica. Aún queda algo de luz, dentro de poco todo será oscuridad y frío. Oigo la madera de mi barco crujir sobre la arena, aunque yo lo he asegurado muy bien con maromas.
Miré en un momento de calma hacia dentro de la isla y vi un suave resplandor rojo en un lugar que me pareció muy remoto. Volví a trepar al barco y agarré una linterna. Felizmente, la batería funcionaba y pude ver mi rostro extraño, de demente, en el pequeño espejo del lavabo. No quería, sin embargo, pasar la noche en el barco. Volví a refugiarme debajo de las rocas.
Avancé por encima de una vasta extensión de plantas rastreras; las hojas eran gruesas y me pellizcaban como dedos rechonchos. No aparecía ni un árbol, ni algo que se pudiera llamar una auténtica vegetación. Pero el resplandor rojizo se acercaba cada vez más a mí (¿o era yo el que me acercaba a él?). Había perdido la noción del tiempo y la distancia. Bajo la luz de la linterna vi pequeños insectos que huían con asco de la luz.
Guardo sólo un vago recuerdo de una caminata muy larga sobre dedos verdes y rocas desgarradas. También conservo en mis oídos los últimos jadeos del viento y las postreras gotas de lluvia de la tempestad.
Ahora estoy frente a una gruta. Allí dentro hay un hombre sentado cerca de unos tizones. Todavía los últimos ramalazos del viento comban en forma de zeta la grafía del humo. Hay un olor a pescado frito en el ambiente. El hombre me mira y sus ojos son ahora de color rojo, pero quizá durante el día sean azules o negros. Su larga barba parece que va a arder de un momento a otro, porque las chispas saltan hacia ella. El hombre no se levanta y yo le dirijo unas palabras de cortesía. Le explico lo que me ha ocurrido. El hombre no contesta, y me señala un sitio a su lado, sobre una piedra de color ocre. Yo sigo hablando. Él calla.
De esa manera conocí a aquel hombre extraño. Era un anacoreta, en cuya mente se debía haber ido haciendo poco a poco el vacío. Prácticamente, era ya sólo rumores de ola y graznido de gaviota. El gran todo le había absorbido sus pensamientos y sus recuerdos.
Habló muy poco. Sólo unos cuantos datos sobre su pasado, pero con una entonación irónica. Yo pertenecía sin duda alguna al pasado: vivía anclado en él, como él lo había estado muchos años antes. Fuera de aquellas rocas el tiempo corría y los hombres y las cosas cambiaban. Sólo en una de las orillas de la pequeña isla se establecía el contacto entre la Nada y lo Absoluto. El lugar es donde algunos pescadores acostumbraban a depositar algunas latas de conservas y otros artículos imprescindibles, como si se tratase de una ofrenda ritual y propiciatoria a un dios marino. Pero él lavaba las latas en el agua del mar y así desaparecían hasta las huellas digitales de los hombres.
Allá, en esa cueva, no tenían ya ningún valor los nombres comerciales de los envases que él aún no había destruido. Dormí todo la noche de un tirón, sobre una almohada de esparto rellena de algas secas. Varias veces vi la sombra de aquel hombre extraño recortarse sobre la entrada de la cueva, entrando y saliendo.
Sé por qué nada puede ocurrirme. El otro día tuve un accidente de automóvil y salí completamente ileso. Murieron los demás. Mi brazo había quedado roto en dos mitades, pero sentí algo que ningún ser humano ha podido sentir jamás (o, por lo menos, no queda constancia de ello): cómo esas dos mitades se unían por debajo de mis costillas. Eran dos células vivas que se buscaban hasta fusionarse en una sola. Luego recuperé completamente el conocimiento y volví a ser un hombre nuevo. No quedaba sobre mi piel ni la señal del golpe. Sólo el olor a sangre flotando a mi alrededor y el de la gasolina derramada.
Luego he probado, con alborozo de hombre transformado en dios, diversos métodos para quitarme la vida. Pero el fuego se aparta de mí, la ley de la gravedad no opera para destruirme, y las heridas cierran sus labios después de haber expulsado el cuerpo extraño que yo he introducido en mi cuerpo.
Diríase que «él» exige algo de mí y este algo es lo que voy a hacer ahora mismo.
Escribí, en efecto, un largo reportaje sobre la vida del solitario de las islas. Daba toda clase de detalles sobre su género de vida, sobre su existencia, sus antecedentes personales y las circunstancias de mi primer y único contacto con él. Tenía el vago presentimiento de que lo que él deseaba era la persistencia de su memoria entre los hombres.
Veía claro que ésta era una de las palancas más poderosas de la cultura: el deseo de sobrevivir había creado los ritos funerarios y la épica, y en un plano más modesto, al alcance de todo el mundo, la procreación de los hijos. Vivimos, en efecto, después de muertos una segunda vida: la del recuerdo en la memoria de otros.
Y aquel hombre había renunciado a aquel deseo, se había sumido en el nirvana, pero seguía siendo humano. Y sus deseos fueron plenamente satisfechos: acudieron a «su isla» multitud de periodistas, fotógrafos, fumadores de televisión y hasta psicólogos y psiquiatras. Pero, por poco tiempo, porque ayer lo habían encontrado muerto en su caverna. Seguía sentado tieso sobre un montón de algas, acostado contra la pared de la roca, mientras los tizones daban sus últimos chisporroteos.
No llegará a tiempo el médico. Siento por debajo de mi piel y de mis músculos, un río de sangre interno, un río negro que desemboca en mil lagunas interiores. Mis piernas ya no me sostienen, y sufro una sed terrible: sueño con cascadas y con lagos inmensos de agua dulce. Voy a dejar caer la pluma de un momento a otro. «Él» ya no me necesita.