I
El viejo Ponce de León estaba cansado... Los últimos años su vida habían sido un eterno vagabundear por la península de Florida buscando la «Fuente de la Eterna Juventud», leyenda escuchada de labios de los aborígenes.
El ansia que le había impulsado a seguir adelante había quebrantado su salud... y aún así, enfermo y viejo, continuaba su desesperada búsqueda en la creencia de que algún día lograría encontrar el milagroso manantial. Hasta que llegó el momento en que sus fuerzas cedieron y viose obligado a paralizar su marcha. Aquella noche, tumbado sobre una raída manta, rodeado por el pequeño grupo de compañeros, teniendo como telón de fondo la espesa selva, gritaba en su delirio por las milagrosas aguas... Las historias tantas veces escuchadas se removían en su mente, alterando sus pensamientos. Había descubierto la península de Florida en 1512 y fue allí donde empezó a oír referencias de la célebre fuente. Ignoraba que en otros lugares, otros españoles, dejándose llevar por distintas leyendas, emprendían aventuras tan descabelladas como descubrir las «Siete ciudades de Cíbola» o el «Imperio de El Dorado», llamado así porque su rey se cubría todo el cuerpo con una capa de oro... Y en tanto que para unos aventureros la conquista de América se basaba en el oro, para él, Juan Ponce de León, la meta era la ansiada y eterna juventud... Preguntaba y preguntaba a los nativos y siempre oía la misma respuesta: «Más lejos... Más lejos...»
¿Más lejos? ¿Dónde? Y las morenas manos de los indígenas señalaban a la lejanía: «Allá...» Pero aquel «allá» nunca llegaba...
El pequeño grupo de conquistadores intercambió significativas miradas, meneando la cabeza cubierta por el pesado casco de acero. También ellos estaban agotados. Y el escepticismo empezaba a hacer presa en su ánimo.
—Esa fuente no existe... Todo es una mentira de esos malditos indios.
—El capitán asegura...
—¡Al diablo el capitán! Yo no estoy dispuesto a dejar mis huesos pudriéndose en esta apestosa selva...
Se encontraban hartos de mosquitos, presa de las fiebres, cansados de sostener luchas contra los nativos. Les dolía la mano de manejar la espada... Si Ponce de León hubiera estado en posesión de su férrea energía, los habría dominado fácilmente. Pero ya solamente era una ruina humana...
—Regresemos a la costa. Con un poco de suerte, saldremos vivos de esta estúpida aventura...
—¡Al infierno con la maldita fuente!
Improvisaron unas parihuelas donde colocaron el cuerpo del viejo guerrero. El que más y el que menos, maldecía en voz baja al pensar en los años perdidos en busca de la quimérica fuente de la juventud.
Uno solo de aquellos hombres de hierro se mantuvo inmóvil. Sus sombríos ojos recorrieron el grupo de sus compañeros y cuando sus labios se abrieron fue para anunciar, en medio del estupor general:
—Yo continúo...
—¿Te has vuelto loco, Cárdenas? ¿Es que tú también vas a dar crédito a esas patrañas indias? Mira lo que ha sido de nosotros por prestarles atención...
—Digo que continúo.
—Pues lo harás solo, Sebastián. Con nosotros no cuentes...
Ni un solo músculo se movió en la cara morena del conquistador.
—No he llegado hasta aquí para retroceder... Seguiré adelante.
—¿Buscando la fuente? —interrogó con ironía uno de los componentes del grupo.
—Buscando la fuente —fue la enérgica respuesta.
—Y te bañarás en ella y serás eternamente joven —se burló otro—. Vamos, Sebastián, vuelve en ti. Mira en qué estado se encuentra el capitán por su tozudez... ¡De poco le serviría ahora encontrar las milagrosas aguas...!
—Marcharos vosotros. He dicho que yo sigo adelante.
De nada valieron ruegos ni advertencias. Y el hombre se quedó solo, observando cómo se alejaba el grupo transportando a su agonizante jefe... El viejo Ponce de León, que moriría no muchos años más tarde en Cuba, creyendo hasta el último instante en la existencia de la milagrosa fuente que él no había conseguido encontrar.
El solitario conquistador reanudó su penoso avance a través de la selva. Por cuantos poblados indios atravesaba, hacía la misma pregunta y siempre obtenía idéntica respuesta: «Por allá... más lejos...» Luchó contra los hombres, las fieras y los mosquitos... siempre en pos del loco sueño del que había sido su jefe. Hasta que su salud se quebrantó, y las fuerzas comenzaron a fallarle. Hambriento, dominado por las fiebres, sintiendo como la muerte se le aproximaba a pasos agigantados, aún continuaba arrastrándose sobre la tupida maleza... En el jadeo de sus últimos instantes, bordeó un corpulento árbol y ante sus ojos, ya velados por el último sueño, surgió la imagen de un manantial que brotaba de entre dos peñas.
—Allí... allí... —balbuceó. Y reuniendo sus postreras energías continuó su lento avance, arrastrándose como una serpiente... calculando la distancia que le separaba del agua. A un metro escaso, supo que ya no podría seguir... y alargó el brazo en un desesperado esfuerzo. Sólo su mano derecha consiguió que el agua se deslizara sobre la piel. Hubo un último suspiro antes de morir...