I
Me llamo Roberto Gray, he nacido en esta pequeña ciudad que vosotros conocéis tan bien como yo. Soy más bien bajo, rubio. Tengo diecinueve años y cara aviejada, de tal modo que puedo pasar por hombre de treinta o más, me lo decís muchas veces, no es cosa mía. Todos estos datos sobre el aspecto físico de mi persona, que pueden parecer superfluos, no lo son. Por el contrario, los creo necesarios, a fin de afirmarme a mí mismo y de que vosotros no los olvidéis, al leer el relato de lo que me ha sucedido. Yo soy Roberto Gray, palabra de honor, vuestro amigo; y lo afirmo, tanto si me dais crédito como si no me lo dais y me tomáis por otro, como me ha pasado recientemente. Os aseguro que nada tengo que ver con aquel tal José Polaceck, que tenía mi edad cuando murió, hace ahora veinte años. Un individuo exactamente igual a mí, que vivió, como os digo, antes de que yo viniera al mundo.
No intento, por otra parte, confundiros; que, al menos, os hagáis un lío mayor de éste en el que estoy enredado yo. José Polaceck estuvo condenado a muerte por un crimen. Pero yo, Roberto Gray, lo juro, no había nacido todavía, soy inocente; no es culpa mía si somos idénticos, si tal vez yo recogí al nacer su esencia, que vagaba buscando en quién hacerse presente de nuevo en el mundo. Si reencarnó en mí, yo no soy culpable, reconocedlo. No estoy tampoco loco. Es, simplemente, que me he visto viviendo una existencia anterior, de la que no tenía noticia hasta que mi viaje abrió esa fisura, esa grieta pavorosa. No podréis comprender lo que supone asomarse a un abismo por el que uno mismo se derrumbó un día lejano. Un día lejanísimo: antes de haber nacido.
Ahora sé que cuando soñamos repetidamente lugares desconocidos, que nos quedan luego en la memoria con extraña nitidez y que, sin embargo, no los hemos visto jamás en estado de vigilia, no se trata en realidad de un sueño. Es un recuerdo. Pero un recuerdo singular: nuestro subconsciente deja escapar experiencias de lo que fuimos en otra vida y nos permite ver el lugar en donde se desarrolló, que nos fue habitual. Nunca esta imprudencia del inconsciente va más allá. Salvo en mi caso. He vuelto a vivir horas de angustia, con la terrible sensación de no tener principio, de ser un hondo vacío hacia atrás, enlazado sucesivamente con otros seres que también dejaron de existir. Al acordarme siento aún vértigo.
Perdonadme si divago. Estoy todavía sobrecogido de horror. ¿Cómo voy, a partir de ahora, a dormir tranquilo? ¿Cómo saber cuándo traspaso los límites del sueño o entro en una vida en la que encarné hace quién sabe cuánto tiempo? ¿Quién fui yo, qué hice? Y, ¿para qué vivirlo de nuevo, sufrirlo otra vez? Os dije que mi rostro representa el de un hombre de más edad, siempre me lo habéis repetido vosotros, insisto. ¡Oh, si me vieseis ahora! El espejo me refleja la imagen de un individuo de cincuenta años. ¿Quién es el que yo veo? ¿Soy yo, Roberto Gray, avejentado por el miedo de esta oscura revelación? ¿Es quizá cualquiera de aquellos otros seres que sin duda fui en los años, en los siglos, idéntico como una gota de agua lo es a otra gota, con las mismas facciones, pero quién sabe si perverso o santo o criminal o genio o poderoso o mendigo? ¿Cómo salir a la calle y enfrentarme con vosotros, amigos míos, amigos de Roberto Gray, que quizás ya no me conocéis? ¡Qué espanto si, tal vez, voy a un museo y me reconozco en algún rey de un cuadro antiguo o en la patética mueca de algún ajusticiado que pintó un famoso artista de otros tiempos. No, no puedo salir, no puedo veros; no podría resistir una vacilación en vuestros ademanes, un fulgor de duda en vuestros ojos. ¿Ser o no ser? ¡Oh, no! Es peor, muchísimo peor. Es ser, de manera indudable: pero, ¿quién? ¿Quién soy, Señor?