DIMISIÓN
M. Z. W. tenía razones muy personales para pedir el relevo.
De M. Z. W.
Jefe de Explotación de la Colonia 44 A R. T. V.
Gerente General del Planeta (Correo Interior Oficial) Asunto: renuncia a la confirmación en el cargo.
Estimado y respetado R. T. V.:
Transcurrido mi plazo normal de prueba como jefe de explotación de esta colonia, me permito dirigirme a usted suplicándole dé su visto bueno a la presente solicitud de renuncia.
Los motivos de esta petición se basan en causas puramente personales:
En primer lugar, he sido informado por el técnico sanitario de mi circunspección que las adversas condiciones climáticas de este mundo afectan de manera particular a mi fisiología, hecho que sólo el tiempo ha podido evidenciar.
En segundo lugar, la experiencia me ha demostrado ciertas incompatibilidades entre mi trabajo y mis convicciones en materia de racionalidad.
Por estimar que ambos hechos, a pesar de su índole, pueden afectar en cierto modo a la marcha de la explotación hasta ahora a mi cargo, me atrevo a sugerirle mi relevo al término de mi período de pruebas que finaliza dentro de cuatro fechas a partir de hoy.
Asimismo me permito exponerle mi solicitud de ulterior destino con arreglo al siguiente orden de prelación sobre la lista de plazas disponibles:
—Controlador de robots en las bases polares del planeta.
—Operador de calculadores en las colonias acondicionadas.
—Jefe de explotación de la base satélite número tres.
—Id. de id. en la número siete. Respetuosamente.
M. Z. W. arrancó el escrito de la tipógrafa automática y releyó el texto antes de estampar al pie su firma. Después introdujo el papel en un sobre de sustancia plástica cuyos bordes abiertos cerró a presión. Acto seguido hizo que la tipógrafa reiniciase su tecleo al dictarle una segunda carta:
De M. Z. W.
Colonia 44. Planeta 3
(Sistema 25) A E. M. P.
Albergues Unidos 222. Ciudad Los Angeles, 11
c.c.c.
(Correo Exterior Ordinario)
Querida esposa e hijos:
Ahora mismo acabo de firmar mi renuncia. Lo he hecho, os lo aseguro, sin la menor vacilación. A pesar de las excelentes relaciones mantenidas con todos los compañeros directivos, con mis superiores e incluso con mis robots auxiliares, si tuviera que dejar ya para siempre estas latitudes lo haría sin un ápice de nostalgia.
Por el momento he solicitado algunas vacantes de carácter burocrático donde apenas se hacen sentir los rigores del clima y donde además no habría de contemplar a estas pobres bestias indígenas, los intus, que hasta nuestra llegada eran la especie prepotente de este mundo.
También he solicitado los cargos sin cubrir en las zonas más «frías» (imagínate nuestros polos, pero con una temperatura como la de nuestro ecuador), donde, además, los trabajos de explotación se realizan ya solamente con máquinas. Claro que... allí la clase de trabajo que podría realizar está tres veces peor remunerado que éste. Pero todo lo sacrificaría con gusto por aliviar un poco las molestias que el clima produce en mi sensiblero organismo y, sobre todo, por no soportar más la presencia de esos desgraciados intus condenados a un trabajo sólo de robots, de irracionales o de esclavos.
Por último, he puesto también en mi lista de preferencias las vacantes de jefe de explotación en bases satélites, donde no habitan esas criaturas del planeta, pero cuyas condiciones de trabajo no sé si expondrán demasiado a los rigores del clima.
De cualquier modo, espero que mi relevo llegue a tiempo (dentro de catorce días) para permitirme tomar plaza en la próxima aeronave que salga hacia casa. Calculo que al menos podré disfrutar de algunos días junto a vosotros, antes de volver al período de prueba de mi nuevo trabajo.
Tal vez, a pesar de todo, este planeta o sus inmediaciones sean pronto nuestro hogar. Por si acaso, para que vayáis conociéndolo, guardo una gran colección de películas tomadas en los más bellos lugares y algunos objetos que espero resultarán para vosotros una gran sorpresa. Hasta entonces, recibid todo el amor de vuestro esposo y padre.
La bella foto familiar colocada sobre la mesa de trabajo no dejó de ser contemplada por M. Z. W. mientras dictaba la carta. Después, la carta fue introducida en un sobre de distinto color que el utilizado para la anterior. Y, en aquel preciso momento, una luz verde comenzó a hacer guiños en un ángulo de la mesa mientras de la rejilla del megáfono brotaban unos compases de xilofón.
Era la hora. La hora de supervisar la reclusión de los animales indígenas de la colonia.
M. Z. W. abandonó la estancia y el edificio. Introdujo las cartas en un pequeño buzón adosado a la fachada exterior y caminó después hacia la factoría donde los intus arrancaban aún al suelo materiales ricos en magnetita.
A lo largo de una de las enormes alambradas que cercaban el campo de trabajo, varios robots, empuñando sus lasers de grueso calibre, vigilaban los movimientos de las bestias.
¡Las bestias! M.Z.W. contemplaba a veces con pena los ojos húmedos de aquellos voluminosos seres y leía en ellos algo así como ráfagas de inteligencia, como destellos de raciocinio. Claro que... también le había ocurrido cosa parecida mientras acariciaba allá en el jardín de su hogar ahora lejano a sus animales domésticos preferidos. Sin embargo, en los ojos de los intus creía adivinar algo más. Algo que tal vez los fríos cerebros medidores de la racionalidad habían pasado por alto.
Pulsó M.Z.W. el botón del ascensor que había de conducirle a la caseta de control, situada sobre una especie de gigantesco podium. Ya ante el tablero de mandos, se reclinó ligeramente en su asiento y contempló durante algunos segundos a los intus y a sus guardianes.
Las bestias se movían entre la cantera y las enormes molturadoras, combinando su esfuerzo con el de máquinas y herramientas. Los guardianes permanecían impávidos, rígidos como postes, sin modificar la posición de sus armas pero atentas sus complejas células fotoeléctricas a las posibles desviaciones o rebeliones de los sometidos.
Pulsó una tecla y todos los robots de la colonia dieron la orden de detener el trabajo. Las luces verdes del tablero indicaban que todo seguía en orden. Oprimió después otra tecla y las escuadrillas de intus comenzaron a confluir hacia la gran explanada central de la gigantesca factoría. Cada escuadrilla, compuesta por unas dos mil criaturas, iba bajo el directo control de un par de robots. Así, pues, doscientos robots se bastaban para manejar la colonia.
De nuevo las luces indicaron que nada anormal estaba ocurriendo. M.Z.W. contempló por unos instantes la llanura en la que se alineaban marcialmente las cincuenta escuadrillas del turno, los cien mil intus vigilados por sus cien capataces electrónicos.
Nada turbaba el silencio de aquella atardecida. Todo estaba en aquellos momentos como al finalizar la jornada anterior, como al finalizar los doscientas jornadas anteriores. El jefe de explotación de la colonia hizo girar el último mando y los robots, con precisión casi irritante, comenzaron a encarrillar toda aquella marea animal hacia sus toscos alojamientos.
M.Z.W. permaneció aún largo rato sentado ante el tablero de control, comprobando cómo las luces verdes iban encendiéndose de nuevo acompasadamente, tranquilizadoramente. Un extraño y acentuado eco de silencio pareció invadir, como cada tarde, la gran explanada que acababa de quedar vacía. En el horizonte, tras la densa bruma, al otro lado de la pesada atmósfera, la ya vieja estrella a la que pertenecía el mundo de los intus se reclinaba en su lecho habitual de mil colores.
Empujó la puerta de la caseta climatizada y penetró en el ascensor para bajar hasta el nivel del suelo plastificado. Una vez fuera, el calor le hizo sentir su abrazo nauseabundo incluso a través del acondicionado traje. Respirando con fatiga, M.Z.W. se sentó sobre uno de los automóviles eléctricos, deslizándose seguidamente en dirección a los alojamientos.
Los robots guardianes se inclinaban a su paso mientras penetraba en uno de los edificios. Vestíbulos de varios cientos de metros cuadrados precedían a cada una de las gigantescas navesdormitorio. Y cada nave albergaba cuatro mil vidas.
Los intus estaban ya sentados en sus respectivas literas, esperando con ansiedad que llegase la cena. La ración alimenticia de la noche era invariablemente la misma: un complejo vitamínico-proteínico con el que se mezclaban un poderoso regenerador de tejidos y una considerable dosis de lisergina. Este último producto, de cualidades altamente alucinógenas, sumía a las bestias en un beatífico reposo. En realidad, todas aquellas desgraciadas criaturas tenían en la lisergina su única evasión posible, una evasión que no era más que un capítulo de su esclavitud.
Al despuntar el alba, tras frugal desayuno estimulante, los indígenas serían conducidos de nuevo a las canteras, al pie de sus máquinas y herramientas de trabajo, controlados siempre a distancia por sus guardianes electrónicos.
M.Z.W. abandonó la zona de los alojamientos para hacerse conducir por el auto hasta su residencia. Y durante el corto trayecto le acompañó la mirada suplicante de los intus.
Todos los especialistas, todas las máquinas, habían dictaminado la rigurosa irracionalidad de aquellas criaturas. ¿Por qué él, o, mejor dicho, su subconsciente, se resistía a tal dictamen? ¿Qué extraña superstición le hacía entrever en aquellos repugnantes y estúpidos indígenas un signo de racionalidad? Al fin y al cabo, casi toda la «inteligencia» y casi toda la vitalidad de aquellos seres estaba únicamente amparada por las modificaciones introducidas en su organismo. En «estado natural», en estado salvaje, ¿en qué se diferenciaban los intus de los animales de otros mundos?
M.Z.W. recibió al nuevo jefe de explotación el día previsto. Y, tras invertir varias horas en mostrarle la colonia, se dispuso a ordenar sus enseres personales para la partida. Al siguiente día pensaba abordar en la cercana capital la astronave que lo retornaría temporalmente a su hogar.
Incluso durante el viaje, la mirada turbia de los intus pareció acompañarle. Pero no la mirada de una sola de aquellas bestias, sino la de cien, la de mil, la de doscientas mil censadas en su vieja colonia, ahora ya bajo el mando de otro jefe de explotación.
Ya en el jardín de su hogar, M.Z.W. fue mostrando a su familia los presentes traídos de aquel lejano mundo del sistema veinticinco. Diversos seres vivos contemplaron desde el interior de sus jaulas a sus nuevos amos. Solícitamente, el antiguo jefe de explotación de la Colonia 44 fue explicando a sus retoños las características de aquellos especimenes que, a corto plazo, irían a parar al Zoo local de la ciudad de Los Angeles.
—Y éste —concluyó M.Z.W.— es un magnífico ejemplar de hembra intus, la especie prepotente en aquel planeta hasta la llegada de nuestros antepasados. Las hembras intus son desechadas por nosotros para el trabajo debido a sus especiales características. Parte de ellas son dedicadas exclusivamente a la reproducción, por lo que se las mantiene en estado salvaje, sin introducir modificaciones ni mejoras en su organismo. Y otra parte son ofrecidas al personal de nuestras colonias y distribuidas después en miles de zoos. En esta película podréis aprender el trato que debe recibir la intus mientras esté con nosotros. Y en este recipiente está el líquido que ha de mezclarse cada tres días con su alimento. Si este líquido le falta, el animal, puede enloquecer, puede morir.
Los cuarenta miembros de la familia contemplaron con curiosidad a la extraña criatura. Pero solo M.Z.W. sintió, una vez más, la inquietante mirada del intus, aquella mirada que parecía transmitir como un lejano reproche, como un raro destello de racionalidad. Los demás, sin embargo, sólo vieron en tan voluminosa criatura a un animal tan curioso como repugnante, con sus movimientos rápidos e inesperados, su blancuzca y seca piel y su ridículo corpachón sostenido en posición vertical por sólo dos de sus cuatro extremidades.