EL SACRO VEHN

Alfonso Álvarez Villar

«Vuelve la espada a su lugar, porque todos los

que empuñan espada, por espada perecerán.»

(San Mateo, 26, 52.)

La pareja de policías que iba conduciendo a Torrelli hacia la puerta metálica de la prisión tuvo que hacer uso de toda su fuerza física para conseguir abrirse paso entre la muchedumbre. El cordón de vigilancia se había roto desde los primeros instantes. Nubes de fotógrafos, operadores de TV y de Cine, lanzaban continuas cataratas de luz sobre el rostro del célebre delincuente juvenil. Pero eran sobre todo las mujeres las que más inconvenientes causaban a la Policía. En efecto, muchachas de todas las condiciones, y hasta respetables señoras casadas, se abrían paso a codazos con una fotografía de Torrelli, un álbum o una cartulina en blanco para que éste estampara su firma.

El delincuente sonreía con satisfacción a la muchedumbre que le aclamaba, y hasta los guardias que le iban conduciendo lenta y cariñosamente hacia la cárcel se sentían partícipes del homenaje.

—¿Qué vamos a hacer durante dos meses sin ti, Torri? -chilló con voz histérica una muchacha pecosa y rubia, que había conseguido con sus uñas horadar como un topo su camino entre la muchedumbre.

—¿Qué vamos a hacer sin ti todas nosotras? —corearon las demás mujeres.

Y Torrelli tuvo que asegurarles que el juez le había permitido salir todas las noches de la prisión, bajo palabra de honor.

Hubo aplausos delirantes hacia la Justicia, la Policía y la Constitución de los Estados Unidos. Efectivamente, el Estado sabía proteger los intereses de los ciudadanos.

Torrelli lanzó un beso calculado hacia las cámaras de televisión, los fotógrafos y sobre todo hacia una muchedumbre enfebrecida. Hubo jovencitas que se desmayaron. Pronto sonaron las sirenas de las ambulancias.

* * *

Carter engrasaba su pistola sentado en su torre de observación de la prisión de Nueva York. Era un hombre de unos treinta años y de poderosa musculatura. Refulgía su frente con el sudor de aquel mediodía veraniego. Se había desabrochado, incluso, la camisa de reglamento, bajo la corbata negra de policía vigilante. Se aburría soberanamente. Allí en esa prisión no había nada que vigilar: el gesto de engrasar la pistola era, pues, sólo un ritual innecesario.

Los presos ingresaban en la prisión cuando «se habían pasado de la raya». Torrelli, por ejemplo, había asesinado a tres mujeres y dos niños a sangre fría, tras una apuesta con una de sus amigas favoritas. Era la quinta vez que había cometido una fechoría semejante, amén de otras muchas, que en aquellos tiempos de humanismo liberal apenas arrugaban el entrecejo de los magistrados. Pero los reclusos recibían un tratamiento psiquiátrico: se les sometía a una psicoterapia estandarizada.

¡Pobres «condenados»! Había que leer los informes de los peritos. Carter se rascó la oreja mientras recordaba algunos de los informes que habían llegado a sus manos: aquellos infelices eran hijos de padres alcohólicos. No habían acudido a la escuela, la necesidad les había obligado a robar para conseguir su primera botella de whisky o la entrada en uno de los cabarets juveniles que pululaban por la ciudad, ¡Cuántos complejos aparecían en sus extensas biografías! Indudablemente, la sociedad era la culpable de que aquellos desgraciados organizasen de vez en cuando una matanza de seres indefensos y de que viviesen en ese mundo al que, en el fondo de sus corazones, la mayor parte de los ciudadanos de los Estados Unidos deseaban ingresar. La sociedad debía, pues, purgar unos delitos sólo achacables a su injusticia social. ¿Por qué unos ciudadanos poseían, en efecto, dos o tres automóviles de lujo y otros, en cambio, uno o dos coches utilitarios? ¿Es que pertenecía sólo a unos pocos norteamericanos el privilegio de poder disponer de una o más glamour girls en un apartamento lujoso de la Quinta Avenida o del orgiástico San Francisco?

Carter volvió a rascarse la oreja al ir hilvanando una por una las monsergas de los periodistas y de los speakers de la Radio y de la Televisión. Una gota de sudor resbalaba por su calva, y Carter se la secó con la corbata. ¡Venturosa vida la de los delincuentes! Al lado de un Torrelli, de un Morgan o de cualquiera de los infinitos gangsters juveniles o adultos que pululaban en el planeta, Carter se sentía un pobre diablo. ¿Por qué no habría sido su padre alcohólico y su madre prostituta? ¿Por qué unos padres repugnantemente respetables le habían enviado a una escuela decente en vez de dejarle corretear con los golfetes en las calzadas de los suburbios? Ellos eran los amos del mundo. Aquella prisión representaba sólo un compromiso entre las tradiciones decadentes del mundo occidental y las exigencias de una nueva sociedad que se erguía cada vez más altanera, pisoteando a los hombres y mujeres de almas de esclavos, a los infelices que no se atrevían a delinquir, a los cobardes a los que todavía les escandalizaba el derramar la sangre de sus semejantes, en fin, a los habitantes de ese sórdido mundo cuyos informes psiquiátricos habrían sido una página en blanco.

¡Claro está! (y al pensar en ello Carter escupió con fuerza sobre el suelo, como si quisiera anegar en bilis aquella prisión-residencia). Todos aquellos razonamientos eran falsos. Los delincuentes no eran más que un atajo de criaturas que se nutrían, como los gusanos, de la descomposición de aquel cochino mundo que le había tocado vivir a Carter. Temían más que nadie el puñetazo de un brazo poderoso, o el disparo de una mano que supiera colocar la bala en el sitio exacto. Elegían, por eso, a sus víctimas entre los más débiles: mujeres y niños, peatones solitarios, hombres desarmados. Nadie mejor que Carter los conocía. Estaba harto de verlos, tumbados en la chaise longue del salón bar, como animales invertebrados, mirando con estupidez las ilustraciones de las revistas pornográficas o dejando caer por la comisura de los labios la saliva cargada de tabaco y de esencia de goma de mascar.

Aquel Torrelli, que podía permitirse el lujo de acostarse todos los días con una mujer distinta, elegida entre varios millares de call-girls, humildes dependientas y empleadas y señoritas y señoras de buenas familias era, en efecto, una criatura repugnante. La mayor satisfacción hubiera sido para Carter la de propinarle un rotundo puntapié en las regiones glúteas a la vista de aquellos imbéciles que le aplaudían sus desplantes de histrión borracho y sus hazañas de gallo que pelea con ventaja. Pero el Reglamento era el Reglamento: no podía jugarse los cien dólares semanales que le daban en aquella prisión. Carter restregó con furia la gamuza sobre las cachas de nácar de su pistola hasta convertirlas en un espejo en donde pudiera mirarse con delectación el policía más relamido del país.

Apareció por uno de los laterales el teniente Smith.

—Sargento. Le va a tocar a usted el atender a Torrelli. Está subiendo en estos momentos en el ascensor. Procure que no vuelva a quejarse, como en otra ocasión que estuvo aquí, de que el desayuno se le sirve demasiado tarde.

—Descuide, señor, se sentirá mejor que en un chalet de Torremolinos.

Carter lo había pronunciado con ironía, pero Smith lo tomó como un cumplido hacia la Constitución de los Estados Unidos, que exige el máximo respeto a la dignidad humana. Torrelli apareció aureolado todavía por la apoteosis popular que se le había rendido a la entrada de la prisión-sanatorio. Los dos celadores le golpearon afectuosamente la espalda al despedirse de él. Se le había reservado una suite-habitación realmente señorial que para sí hubiesen querido los magnates de la industria pesada norteamericana.

Carter golpeó respetuosamente con los nudillos en la puerta de la habitación del célebre delincuente juvenil.

—Entra —se oyó la voz tronante de Torrelli. Torrelli se estaba despojando de su traje de calle para ponerse un precioso batín floreado de seda china.

—¿Eres el nuevo criado que el jefe me manda? —preguntó sin dignarse siquiera volver la cara.

—Sí, señor; a sus órdenes —contestó, conteniéndose, Carter. Pero esta presión era un hábito extraordinariamente desarrollado en él. Por detrás de esa poderosa barrera ascendía, sin embargo, la marejada de un odio feroz que algún día terminaría descargándose y, por supuesto, haciéndole perder los cien dólares semanales que el Estado le pagaba.

—¿Desea usted algo, señor? —insistió Carter. Torrelli se paseaba ahora como un semidiós por la estancia, sin dignarse responder a Carter. Intentaba poner en funcionamiento el aparato de televisión tridimensional que la Dirección había instalado en su alcoba. Pero algo debía haber fallado, porque la pantalla no terminaba de iluminarse.

—Sí, deseo algo de ti, hijo de p...; que digas a tu jefe que me mande instalar otro aparato, que no me llene la habitación de cacharros como éste...

Torrelli no pudo terminar la frase. La barrera se había desplomado. Brotó del tronco de Carter, como el agua hirviendo de un geyser, un potente derechazo que alcanzó a Torrelli de refilón en la mandíbula. Uno de sus incisivos repiqueteó contra la pantalla del televisor. Pero antes de que Torrelli cayera al suelo, Carter tuvo tiempo de acertarle de lleno con un salivazo. Luego, salió al pasillo y siguió engrasando la pistola.

* * *

Grandes titulares en los periódicos vespertinos se referían a aquel caso insólito, verdaderamente nefasto para la Democracia:

POLICÍA ROMPE MANDÍBULA CÉLEBRE GANGSTER TORRELLI. COBARDE ATENTADO DE UN GUARDIÁN DE LA LEY.

¿HASTA QUE PUNTO DEBE MANTENERSE LA INSTITUCIÓN DE LA POLICÍA, A LA VISTA DE ESE CRIMINAL ATENTADO? LA LEY DEBE PROTEGER A TODO CIUDADANO DE LAS TRANSGRESIONES DE LOS POLICÍAS.

UNA MANCHA PARA LA NACIÓN. ¿QUE VA A DECIR RUSIA DE NORTEAMÉRICA? AL ESCUPIR SOBRE EL ROSTRO DE TORRELLI, CARTER ESCUPE SOBRE LA CONSTITUCIÓN DE LOS ESTADOS UNIDOS.

* * *

—Está, desde luego, despedido. Carter. Lo siento por su corta pero brillante hoja de servicios —espetó el director de la prisión a su subordinado, sin levantar la vista del expediente.

—Gracias de todas maneras, señor, por sus atenciones. No he podido resistirme.

—Lo sé, Carter, pero la opinión pública pide la cabeza de usted. Torrelli es un ídolo y usted nada más que un sargento de policía. Debería usted haber tenido la paciencia de cualquiera de los ciudadanos de la Unión. Piense usted que «ellos» violaron y mataron a mi madre y que, sin embargo, sigo aquí.

—Permítame, señor, que le diga con todos los respetos que yo no quiero seguir perteneciendo al rebaño. Ha bastado que el «señor» Torrelli ultrajase de palabra a mi madre para que reaccionase de esta manera.

—Bien. Allá usted, Carter. Ahora tendrá que sufrir un proceso por lesiones. Menos mal que no tiene usted aquí familiares que proteger. Quédese de todas formas con la pistola. Se ahorra así veinte dólares y tendrá quizá que utilizarla al salir de este despacho.

—Lo sé, señor. Felizmente, tengo buena puntería. Muchas gracias porque me deja llevar un recuerdo de esta prisión.

Se encaminó hacia la puerta principal por el largo pasillo que unía la entrada con la Dirección. Sus compañeros, o mejor dicho, sus ex compañeros le miraban con el mismo sentimiento de lástima con que se ve pasar un ataúd. Se tropezó también con algún recluso, pero, por una razón que hasta más tarde no llegó a comprender, éstos esquivaban su mirada.

Eran las nueve de la noche y hacía un calor bochornoso. Miró la verja cuyas lanzas parecían insertar las estrellas, como una especie de pincho moruno cósmico. Fuera de las rejas, rugía la jungla. Ningún hombre y menos ninguna mujer honrada se hubiese atrevido a salir de su casa después de la siete de la tarde. Sería aquélla la última vez que contemplara las estrellas, porque cualquier persona hubiese adivinado, por muy obtusa que fuese, que allí fuera le estaban esperando los esbirros de Torrelli, armados de fusiles ametralladoras. Lo del proceso por lesiones era sólo una cobertura legal, o, mejor dicho, un lanzamiento propagandístico más de Torrelli. Le hubiesen condenado los jueces, por supuesto, no a permanecer seis meses en una prisión-sanatorio, sino en esa prisión-prisión, que era la de Alcatraz, reservada a los delincuentes políticos o a aquellas raras personas en las que los psiquiatras no conseguían descubrir atenuantes. Pero el hampa utilizaba medios más expeditos para vengarse de una afrenta. Apostaba en lugares estratégicos tres o cuatro pistoleros, que asesinaban a la víctima con la más absoluta impunidad.

No temía, sin embargo, la muerte. Le daba asco la vida.

Aquella vida en la que la decencia era sinónimo de debilidad. ¿Qué interés tenía ser un miembro más de una sociedad que gemía de placer ante las atrocidades de sus malhechores, coreadas por masoquistas y cobardes? Escupió sobre la acera y se plantó delante de la puerta para ofrecer el mayor blanco posible a los sicarios.

—Aquí tenéis mi pistola, cobardes —rugió Carter arrojando al suelo el arma, que produjo un clic metálico—. Podéis matarme cuando os dé la gana. Os juro que no llevo ningún arma. Mirad los forros de mis bolsillos. Mirad mi camisa.

Tres sombras confluyeron en un punto procedentes de tres lugares ilocalizables. Avanzaron hacia Carter. La luz de una farola hizo relucir siniestramente las metralletas y los rostros malcarados, como cubiertos de viruelas.

Querían darse el placer de matar de cerca a su víctima, sin que una sola bala de los peines se estrellara fuera de su cuerpo. Posiblemente le propinarían primero una paliza.

Ya estaban a 15 metros, a 14, a 12, a 10, a 8, y se podía distinguir la crispadura de los dedos que oprimían los gatillos. Carter miró por última vez el cielo estrellado y distinguió en él aquella constelación que tanto le había gustado cuando era niño: la constelación de Scorpio, signo de la guerra y de la muerte, que ahora afectaba realmente a su destino.

Pero fue sólo unos instantes: se oyó el rugido de un motor y el crepitar de una ametralladora pesada. Miró delante de sí. Las ruedas de un jeep chapoteaban en la sangre de los tres hampones.

—Suba usted en seguida, Carter —bramó una voz más fuerte que el rugido del motor, que no se había detenido.

La portezuela delantera del jeep se abrió y Carter se precipitó dentro movido por una especie de instinto ciego. ¿No hubiese sido más razonable escapar? A la luz de las estrellas pudo distinguir un rostro enmascarado detrás del volante. Y detrás de él otros dos hombres también enmascarados que cambiaban de posición una vieja ametralladora Maxim. El jeep aceleró como un antílope perseguido.

—¿Son ustedes de la banda de Nigri, los enemigos de Torrelli? —preguntó Carter con timidez al enmascarado que manejaba el volante.

—No, no somos de ninguna banda ni somos tampoco de la Policía. Ya se lo explicarán más adelante —cortó lacónico el conductor.

Debajo de una especie de manto negro Carter pudo distinguir sobre el pecho de su compañero de asiento las protuberancias siniestras de un cinturón de granadas de mano. El rugido del motor no pudo taponar los oídos de Carter lo suficientemente como para que no percibiera a lo lejos un rosario de explosiones que se sucedían con intervalos definidos.

—¿Qué es lo que ocurre? —preguntó el ex sargento.

Los tres hombres rieron.

—Nuestros muchachos están tirando unas napalms en algunos de los garitos más concurridos de Nueva York. Así matamos dos pájaros de un tiro: evitamos trabajo a los peritos psiquiatras y le salvamos a usted el pellejo, porque la Policía no va a disponer de suficientes coches para perseguirnos a todos nosotros.

El misterioso personaje enmascarado conducía a velocidad vertiginosa. En más de una ocasión estuvieron a punto de estrellarse contra otro automóvil o contra un árbol. Las sirenas de los escasos automóviles patrulleros que aún sostenía el erario de Nueva York comenzaron a sonar como mujeres en trance de parto. Las ventanas se encendían perfilando un damero demoníaco bajo la bóveda celeste.

Salieron a los arrabales de la ciudad y pronto sólo hubo campos y bosques a derecha e izquierda. Indudablemente, la Policía estaba lo suficientemente atareada en contar el número de hampones achicharrados por el napalm como para perseguir a un jeep solitario. El jeep frenó bruscamente enfrente de lo que parecía un chalet derruido. El conductor apretó el claxon una y otra vez hasta divisar las señales de una linterna de luz roja intermitente. Descendieron los cuatro y los enmascarados rogaron cortésmente a Carter que les permitiera colocarle una venda sobre los ojos. Anduvieron varios minutos pisando lo que parecía césped seco y rastrojos medio calcinados por el calor.

* * *

Cuando le quitaron la venda, Carter pudo contemplar un espectáculo verdaderamente impresionante: se hallaba en medio de un campo de fútbol abandonado. La luz de un foco le deslumbraba, pero girando la cabeza a derecha, izquierda y hacia atrás pudo distinguir vagos perfiles fantasmales que se arracimaban en los graderíos. Se oía un murmullo como el de una colmena gigantesca. Vibró, sin embargo, el tañido de una campana de bronce que debía pesar muchos cientos de kilos, y se hizo un silencio de muerte.

Ahora, el foco dejó en la oscuridad el lugar en que se hallaba Carter y se deslizó hacia una tribuna que se encontraba a unos cincuenta metros delante de él. Presidiendo la tribuna distinguió perfectamente a un encapuchado que se disponía a hablar por un micrófono. A derecha, izquierda y detrás de él, otros encapuchados se apoyaban sobre las barandillas. Carter se vio acribillado por las miradas de cientos de ojos, como una hora antes había estado a punto de ser atravesado por las balas de los esbirros de Torrelli.

—Bien venido al Sacro Tribunal de Vehn, sargento Carter —atronaron los altavoces.

—¿En dónde estoy? ¿Quién es usted? —masculló Carter, a través del micrófono que le tendía un encapuchado.

Se oyó como un fondo sonoro de risas reprimidas, y el misterioso personaje que presidía la reunión contestó de la siguiente manera:

—Acérquese hasta aquí, Carter. No tenga usted ningún temor; somos amigos suyos. Quisiera estrechar la mano de un hombre.

El ex sargento se aproximó a la tribuna, como atraído por un fluido magnético.

—Puede usted darse por satisfecho de que nuestra primera actuación pública haya consistido en salvarle a usted la vida. Claro está que nos va a acusar de excesivamente violentos, suponiendo que opine lo que la mayor parte de los ciudadanos del mundo, que piensan que la violencia es el privilegio de los enemigos de la sociedad.

Se oyeron carcajadas y volvió a sonar la campana ordenando silencio.

—En realidad, nos limitamos a aplicar la frase evangélica «el que a hierro mata, a hierro muere». Somos violentos porque necesitamos serlo... por ahora. Buscamos una sociedad más justa en la que sólo se rinda culto al trabajo, a la bondad y a la inteligencia.

—¿Intentan ustedes la conquista del Poder? —se atrevió a formular Carter—. ¿No son ustedes quizá demasiado presuntuosos?

Volvieron a oírse las carcajadas y la campana imponiendo silencio. La tribuna se hallaba encima de él y ahora el encapuchado le estaba estrechando la mano. Sólo el micrófono les separaba.

—El Tribunal del Sacro Vehn quedará disuelto cuando un Gobierno legítimamente constituido garantice a los hombres honrados la libertad y la seguridad, cuando no haya lugar en el planeta para los enemigos de la sociedad. Mientras tanto, tenemos que utilizar procedimientos que repugnan a nuestra conciencia. ¿Vacilaría usted, sin embargo, en matar a un perro rabioso, por muy amigo que fuera usted de los animales? Si así lo desea, formará parte del Tribunal que va a juzgar a Torrelli.

Enmudecieron los altavoces y se entabló un diálogo privado entre el presidente del Tribunal del Sacro Vehn y Carter.

—Somos más numerosos de lo que usted cree. Ocupamos, en efecto, los puntos clave de numerosos países. El golpe de Estado está ya muy próximo. Mañana nos aclamarán en todo el mundo por la violencia que hemos realizado contra los opresores, aunque nos falten los editoriales que vuelvan a hablar de la dignidad del hombre y del respeto a la Democracia. Pero habrá que ir también acostumbrando a la gente a que respete la libertad de las personas honradas.

Apareció Torrelli. Llevaba escayolada la mandíbula y una soga siniestra pendía de su cuello. Los focos delimitaban una elipse de luz en torno a sus pies.

Leyó el sumario el fiscal del Sacro Vehn. Allí aparecía Torrelli, no como el héroe que había provocado el entusiasmo delirante de las muchachitas y de las señoras maduras de Nueva York, sino como un pobre diablo. Se refutaron los informes periciales que hasta entonces se habían redactado sobre el «caso» Torrelli: su padre no había sido un hombre duro y despiadado: le había propinado de vez en cuando una paliza cuando robaba a los condiscípulos o se escapaba con su pandilla por las noches para desvalijar automóviles. La madre no era tampoco una neurótica, sino una pobre mujer, amenazada continuamente por su hijo, que la obligaba a entregarle dinero para sus francachelas.

Las palabras del fiscal atravesaban como rayos X el alma de aquel ídolo de la sociedad, reduciendo a polvo sus pies de barro, triturando su arrogancia.

Habló luego el defensor, que atacó a la sociedad que había tolerado los desmanes del reo. Pero la sentencia del Sacro Tribunal de Vehn restalló como un látigo: «Será colgado del cuello hasta que muera. ¡Dios se apiade de su alma!»

Los mismos que habían conducido con los ojos vendados a Torrelli hasta el Sacro Tribunal, condujeron su cadáver hasta un lugar de la carretera, en donde quedó abandonado. Llevaba un mensaje clavado en el corazón. Torrelli iba a ser, después de muerto, el emisario de aquella terrible sentencia del Apocalipsis:

Dies illa, dies irae...