HISTORIA DEL PASTOR Y SUS OVEJAS
Bajas del monte, viejo pastor. Has estado allí todo el verano con un rebaño de ovejas que no son tuyas pero a las que quieres más que a ti mismo porque te han dado compañía por el día y por la noche, porque te reconocen sin siquiera mirarte; y te aman.
En tus noches de tremenda soledad no has sufrido.
Eres un hombre elemental, que ni lees ni escribes
ni tocas la flauta.
Sólo silbas a tus ovejas.
No necesitas perro de pastor.
Tus manos, viejo, son las de un homo sapiens;
y tus andares, al subir o bajar una ladera,
al escalar un risco o cuando saltas,
recuerdan un tiempo ya pasado,
oscuro y olvidado,
en el que los hombres eran animales y los animales, fieras.
No han sido malos estos días recién transcurridos:
había yerba, agua en abundancia y buen clima.
Tus ovejas —que no son tuyas—,
esas pequeñas bolas de lana y de carne, engordaron.
Sin sufrir ni una sola enfermedad.
Las viste crecer a tu lado y eras feliz viéndolas.
Y tampoco ha habido lobos, porque los lobos ya no existen.
Sí. No ha sido malo el tiempo. Todo salió muy bien.
Las noches fueron tranquilas,
y cuando la brisa era favorable distinguías confusamente,
en la paz de la noche,
la campana de la iglesia del pueblo, cinco leguas más abajo.
Pensabas en la campana, en la campana de la torre de la
iglesia, en sus ventanas.
Tu pensamiento descendía sobre la roca y llegabas
hasta la plaza del pueblo.
La campana te hacía pensar.
Allí, en la plaza, estaban todos: el cura, la vieja Rosa, el hijo del barbero —ese que te tira piedras cuando te ve—, y María,
la pequeña María que para ti es una ovejita rosada...
Todos.
Cuando ya no oías la campana tu mente se quedaba, de nuevo, en blanco;
ya no pensabas en nada, porque en nada podías pensar.
Venía el sueño,
te llevaba con él y te dormías.
Y cuando otra noche oías la campana,
tus recuerdos volvían.
Esta mañana fue otra cosa la que te despertó.
Al salir de tu cueva pensaste de nuevo; porque
algo
había
pasado.
Miraste hacia el redil y viste toda una valla dislocada;
las maderas partidas en dos, como si un peñasco las hubiera golpeado.
Y faltaba la mitad del rebaño.
Las ovejas que se encontraban dentro...
—¿cómo dijiste?-
«Están como dormidas»; era tu forma de entrever la tragedia,
porque las ovejas
estaban
muertas.
Eres elemental, viejo; pero tienes defensas.
Y algo dentro de ti
se rebeló
sin permitir
que vieras la muerte cara a cara,
que comprendieras la muerte.
Bajaste a buscar las que faltaban.
Sabías que las encontrarías.
Eres un buen pastor.
Pero no iba a resultarle difícil:
se hallaban cerca del redil,
diseminadas, muertas una a una.
Y tú pensabas: «Están como dormidas».
Faltaba una oveja que corrió más que las demás.
Monte abajo, como un desesperado, corriste.
Por eso tu cuerpo dio una y otra vez contra el suelo.
Tus reflejos están gastados;
tu ímpetu no era prudente.
Pero faltaba una oveja.
Bajaste la montaña entera.
Te hallabas cerca del pueblo,
y allí, a tiro de piedra, descubriste la bola inmóvil,
como dormida,
muerta.
Tu última oveja
estaba
muerta.
Viejo:
parecías una obra escultórica animada.
Tu oveja sobre los hombros,
tu semblante demudado, tu respiración entre cortada, tus ojos bailando en sus órbitas, sin comprender.
«¿Por qué, pensaste, por qué no repica la campana de la iglesia?» La mirabas una y otra vez. Mirabas al suelo,
a la campana,
al suelo,
a la campana.
Todo estaba mudo. El campanario no pudo responderte.
Pisaste otro cadáver calcinado. Está como dormido, ¿verdad, viejo?
Tus músculos se cansaron de soportar tanto y tanto.
Ya sentado sobre una piedra contemplaste a tu oveja, como dormida,
como muerta.
«¿Por qué tienes llagas, oveja? ¿Qué le ha pasado a tu lana que se cae a mechones?
¿Qué le ha pasado a tu piel que se desgaja?
¿Quién te ha arrancado los dientes?
Y todos duermen y es de día...»
Es inútil, viejo.
Nadie responderá a esas preguntas que tú mismo olvidas después de formuladas.
Todo
está
muerto.
¿COMPRENDES?
¿Sabes algo de
fisión, de
radioactividad?
Mira tu mano callosa, fíjate en ella; advertirás que no es la misma de otras veces.
Como tu última oveja, está llagada,
abierta;
sus huesos, tan blandos, casi parecen de goma.
Y tu espalda es carne viva, color bermellón,
medio putrefacta por esa lluvia mortal que no comprendes.
Desengáñate, viejo; nunca sabrás.
Ni volverás a ver al cura, ni al chaval que te tira piedras, ni a todos los que te llaman el tonto-del-pueblo;
ni a la pequeña María que a ti te parece una ovejita rosada.
Así, tumbado en la plaza. Si sabes rezar, pastor, reza.
Porque
te
estás
muriendo...