EZEQUIEL Y RAMSES

Manuel T. Raz

«El hombre es una. insensata larva de si mismo, ángel en potencia y bestia en esencia».

Viajaba solo, en una diminuta nave de diez metros de envergadura y setenta y cinco metros cúbicos de cabida útil. Aunque..., bien mirado, Ezequiel Brullón no viajaba solo en su pequeña nave. Ramsés lo acompañaba.

Ramsés era algo más que un robot. Era un auténtico compañero de viaje. Un compañero formado por casi novecientas mil unidades electrónicas que hacían de él un sujeto dotado de extraordinaria memoria, de envidiables reflejos y de una extensísima gama de iniciativas.

Así, pues, Ezequiel Brullón y Ramsés viajaban juntos. «Juntos y solos, aislados y mutuamente acompañados, la máquina-hombre y el hombre-máquina.» Ezequiel repetía esta frase con frecuencia y, a veces, se la dirigía con insistencia a su compañero:

—Yo sólo soy un pobre hombre-máquina enclaustrado en esta especie de ataúd volante cuyo punto de destino debe ser sobradamente conocido por el diablo, y tú no eres más que una insignificante máquina humanoide cuyo comportamiento es una simple derivación de su funcionamiento.

Ezequiel Brullón sólo pronunciaba estas frases en sus momentos de mayor depresión y era entonces cuando Ramsés, que además de ser ingeniero de sí mismo era el médico de la expedición, recomendaba invariablemente:

—Creo que es el momento de tomar el eufornol, señor, «Señor.» Todas las frases del humanoide, tanto las parrafadas como los monosílabos, terminaban en un respetuoso e irritante «señor».

—¿Quieres suprimir de una vez en tus estúpidos circuitos de memoria esa palabra?

—¿Qué palabra, señor?

—La palabra «señor».

—Puedo intentarlo. Pero creo que no resultaría más que por algún tiempo. En mis circuitos de sonoridad salta siempre al principio de cada pausa la palabra «señor», señor.

Era inútil. Pero tras cada dosis de eufornol, Ezequiel Brullón soportaba sin gruñir el reiterativo tratamiento del robot. Pero no dejaba de pensar si en realidad los programadores del humanoide habían acertado al recordar constantemente al usuario de aquella complicada máquina pensante quién era el verdadero amo. Pero, ¿quién era en realidad el verdadero amo?

En los cinco meses de viaje transcurridos cada uno había cumplido con su cometido a la perfección. Ramsés (número 38 de su serie, perteneciente a la cuarta generación de «robots» viajeros) se estaba comportando por lo menos con tanta eficiencia como cabía esperar de él. Sus informaciones eran tan precisas, rápidas y completas, como ultrasensibles sus células a las variaciones de los instrumentos medidores. Detectaba con coeficientes de error ridículamente pequeños las órbitas sateloides y las trayectorias meteóricas, dirigía cuando era necesario las maniobras rápidas del piloto automático y hallaba siempre el punto idóneo de penetración a través de las más gigantescas tormentas magnéticas.

Desde que salieron de la base lunar, el hombre sólo había tenido que intervenir una vez, para separar una falla exterior, sin importancia: un atasco en los impulsadores de residuos. Y aun así fue Ramsés quien suministró la información sobre el lugar exacto de la avería.

Era prodigioso el conocimiento de la nave por parte del robot. En realidad, Ramsés era un cerebro especializado en naves de propulsión atómica para vuelos «largos» y, sobre todo, en aquel tipo de naves. Pero las habilidades del compañero de Ezequiel, de aquel compañero de novecientas mil unidades electrónicas, iba mucho más lejos: tenía capacidad, como todos los cerebros de su tipo y generación y, por supuesto, como todos los de su serie, a operaciones aún más complejas, a naves de mayor envergadura, a viajes de mayor alcance aún que los proyectados por el hombre para aquel mismo año y los dos siguientes.

El viaje de Ezequiel y Ramsés era, en realidad, un viaje «corto» dentro del proyecto Salto 3. Se trataba de un recorrido de sólo cinco días-luz, es decir, de un «vuelo» de once meses escasos. De un «vuelo» que había comenzado en la luna el 30 de agosto del año noventa y nueve (2099 de la era anterior) y que debía terminar en julio del año cien en Infra 8.

Ezequiel no envidiaba a los astronautas a quienes habían sido asignados los más largos viajes del proyecto. Algunos de ellos habían de recorrer, en grupos de tres a doce, distancias que rozaban los cuarenta días-luz, o sea, ocho años de viaje hasta el punto de destino. Otros, en parejas hombre-mujer, debían resignarse a trayectos de casi dos años. Pero ni estos últimos eran envidiados por Ezequiel Brullón. Cuando uno se arriesga fuera del sistema solar, en zonas inexploradas del espacio, es cien veces preferible la compañía de un amigo electrónico como Ramsés que la apretada compañía de un amasijo de músculos y tejidos, aunque éstos conformaran a una verdadera diosa y albergasen el cerebro de un experto.

La nave pasó a mil kilómetros escasos del último astro del sistema, un lejanísimo y diminuto planetoide solar cuya zona más «cálida» registraba temperaturas con sólo milésimas de grado sobre —270° C. Ramsés emitió un mensaje a la estación automática del planetoide y registró los datos útiles que la estación pudo suministrarle. Ahora, ante Ezequiel y Ramsés se abría un oscuro mar de dos días-luz hasta Infra 5, lo que equivalía a cuatro meses y medio de viaje por un espacio a medias explorado.

Durante ese tiempo, la compenetración hombre-robot debía alcanzar la cota más alta posible y tanto Ezequiel como Ramsés pusieron buen cuidado en conseguirlo. En realidad, antes de la partida la máquina tenía ya registrados en sus complejos circuitos de memoria hasta los datos más inverosímiles sobre el cuerpo y la mente del que había de ser su compañero, datos constantemente enriquecidos y actualizados durante los largos meses de viaje. Ahora debía confrontar toda esa información con el comportamiento de Ezequiel en cada momento, con el fin de programar de la manera más eficaz la relación hombre-robot cuando quedase atrás el último reducto hollado por pie humano.

La estrella-planeta Infra 5 denunció su presencia por la débil cortina que rodeaba el astro. Y Ezequiel entregó a Ramsés el completo dominio del piloto automático, para sentarse él junto al visor situado en la cabeza de la nave. Apenas si Infra 5 resultaba visible; a sólo trescientos mil kilómetros de distancia y con la ayuda de un poderoso microtelescopio de gran apertura, solo se dejaba ver como un manchón rojizo envuelto a intervalos por un fantasmagórico sudario de gases inertes y metano.

Esta vez fue Ezequiel en persona quien comunicó con la estación automática, situada en un satélite artificial de órbita estacionaria sobre Infra 5. Ramsés tomó nota de los datos que, como un adiós, suministraba aquel ingenio, el último reducto humano en aquella parte del espacio.

Durante varios días navegaron aún teniendo en cuenta los datos suministrados por el satélite artificial de la estrella-planeta. Después, Ezequiel y Ramsés se hundieron con su nave en el «espacio virgen», en un océano de oscuridad apenas intuido por los poderosos observatorios lunares, en un día-luz que significaba más de dos meses y medio de viaje hacia lo desconocido.

Era Infra 8 el objetivo del viaje. Se trataba, como Infra 5, de una estrella fría sobre la que apenas si se barruntaba otra cosa que su mera existencia. Podía tratarse de una estrella-planeta cuya temperatura superficial estuviese por debajo de los 200°, en cuyo caso el aterrizaje sería posible. Pero quizá se tratase de una sub-enana que, a pesar de ser también «fría» y oscura, podía llegar a temperaturas superficiales de 1.500°.

Sin que mediase otro incidente que un súbito recalentamiento de la nave al atravesar la concentración de polvo cósmico, Ezequiel y Ramsés confirmaron la proximidad de su objetivo al detectar un planetoide gaseoso de escasos kilómetros de diámetro. Después, Ramsés describió la existencia de un verdadero planeta en torno al cual giraba un gran satélite de órbita elíptica.

Ezequiel «ordenó» la aproximación al satélite tras analizar la información primaria recogida y sintetizada por Ramsés. La nave orbitó tres veces, las necesarias para que el robot memorizase sistemáticamente los datos pormenorizados por los instrumentos de a bordo. No merecía realmente la pena descender hasta la superficie de aquel conglomerado rocoso.

El planeta, en torno al que la nave describió a continuación seis órbitas, presentaba unas características muy similares a las de su vasto satélite. Sin embargo, al describir la quinta órbita, Ramsés creyó detectar «algo especial» tras analizar los datos que iba registrando.

—¿Algo especial? ¿A qué diablos te refieres?

En el pequeño visor de Ramsés apareció una telefotografía.

—Pertenece a una zona próxima al ecuador del planeta. Observe esa mancha oscura del ángulo superior derecho, señor.

Ezequiel observó con atención.

—Veo por lo menos diez manchas oscuras. A decir verdad, todo me parece oscuro en esa parte de la foto. De todas formas, lo que me interesa es lo que has visto tú.

Desapareció la borrosa imagen del visor para dar paso a una policromada placa del espectrógrafo.

Un prolongado silbido escapó de entre los labios de Ezequiel.

—¡Ya lo creo que eso es «algo especial»! ¿Nos falta mucho para volver a pasar sobre el mismo punto?

—Pasaremos dentro de dos minutos y medio, señor.

—Bien. Corrige la trayectoria e inicia una órbita de aproximación. Quiero ver eso más de cerca.

El espectrógrafo no dejaba lugar a dudas. Allí, casi sobre la misma línea ecuatorial del planeta, existían trazas inequívocas de unas aleaciones metálicas que sólo eran posibles mediante la intervención de una inteligencia. Algo allá abajo pregonaba la presencia, pasada o actual, de seres portadores al menos de una dosis considerable de ingenio, de seres «racionales» según la más o menos convencional estimativa humana.

Separaban apenas cien kilómetros a la nave del punto objeto de investigación cuando Ezequiel se dejó absorber por el poderoso microtelescopio como si a través de él pudiese llegar a sus ojos el más sublime de los espectáculos. Pero sólo mediante los instrumentos automáticos de a bordo pudo obtener informaciones realmente objetivas y sólo a través de Ramsés pudo valorizar debidamente esas informaciones.

—Según el plan de vuelo, se dan todas las circunstancias adecuadas para que la nave descienda a la superficie del planeta, señor.

Ezequiel se revolvió inquieto en su asiento. ¿En qué se diferenciaba aquello de una orden? La nave no aterrizaría hasta que él no lo «decidiese», pero ¿qué otra cosa podía «decidir»? ¿Acaso tenía otra opción que obedecer el plan de vuelo? Y, según el plan de vuelo, se daban «todas las circunstancias para una exploración directa de aquella zona del planeta». Ramsés lo había dicho.

Ramsés permaneció mudo largo rato, como aguardando únicamente una orden que debía producirse de un momento a otro. Ezequiel mantuvo clavada la vista unos instantes sobre el visor del robot, en aquellos ojos de luz verde situados por encima de la pantalla que sugerían una remota apariencia humana.

—Está bien, exquisitez electrónica. Aterricemos. Hay que obedecer el «plan de vuelo». Pero algo dentro de mi cabeza me empuja a pensar que no todo van a ser rosas ahí abajo.

Tras un corto intervalo de tiempo, el monorrítmico parloteo de Ramsés volvió a captar la atención de Ezequiel.

—Nos dirigimos en órbita de descenso hacia el punto elegido. Orbitaremos aún dos veces. Todos los sistemas de la nave se hallan en funcionamiento óptimo.

Sin solución de continuidad con las frases anteriores, la voz recomendó al jefe de la expedición:

—Creo que estaría muy indicada en estos momentos una dosis de neurocón, señor.

El humano soltó un taco de grueso calibre, capaz incluso de herir las más sensibles células fotoeléctricas del humanoide.

—Era una simple sugerencia, señor.

Ezequiel se tragó una píldora de neurocón. Neurocón para los estados de ansiedad, neorocón para las sobrecargas nerviosas. Y eufornol. Eufornol para las depresiones, eufornol para las apatías. Y equisolina. Equisolina para la neutralización simultánea de todo tipo de desviaciones neuro-vegetativas. Y toda una teoría de hipnóticos, analgésicos e incluso narcoalucinógenos, combinables sin contraindicación bajo la prescripción de Ramsés.

Cerró el botiquín. En realidad, la farmacia astronáutica se había simplificado enormemente durante los últimos años con el salto prodigioso en materia de antibióticos y otras grandes familias de específicos.

—Pasaremos de nuevo sobre el punto de aterrizaje dentro de un minuto, señor.

Ezequiel se encaró otra vez con el microtelescopio, mientras Ramsés ordenaba la recepción automática de datos.

Sobre una inmensa explanada rodeada de excrecencias al parecer rocoso-cristalinas, formas perfectamente cónicas y piramidales emergían de la oscuridad con policromados destellos.

—Reduce la velocidad. Si algo nos retiene ahí abajo «por algún tiempo», disfrutaremos al menos ahora del espectáculo.

La nave humana llegó a ser un punto casi estático y débilmente luminoso en el firmamento. Después aceleró bruscamente sobre su trayectoria para desaparecer en un horizonte salpicado de estrellas.

La última órbita sirvió a Ramsés para evaluar de nuevo los datos recogidos y determinar las condiciones del descenso. Ezequiel se recostó sobre el traje-vehículo con el que habría de abandonar la nave tras el aterrizaje y puso en marcha el mecanismo de acoplado. Una a una, las piezas del vestuario fueron envolviendo el cuerpo del astronauta, ensartándose luego automáticamente con los elementos de locomoción que facilitarían los movimientos sobre la piel extraña del planeta.

Aterrizó la nave muy cerca de la gran explanada donde emergían las destellantes figuras geométricas. Y durante largo rato el instrumental de a bordo trabajó en la recepción de nuevos datos que, cotejados con los antiguos y debidamente evaluados en conjunto, fueron ofrecidos a Ezequiel a través del cerebro de Ramsés.

Parsimoniosamente, como obedeciendo a una serie de complicados ritos, el astronauta puso pie sobre la superficie del planeta. Una exploración de los alrededores precedió a la incursión propiamente dicha en la gran explanada luminosa.

Sin apartar la vista del panel de instrumentos medidores que emergía de su pecho, Ezequiel llegó hasta la primera figura geométrica, una pirámide extrañamente azul que alzaba su medio centenar de metros sobre una gran base cuadrangular.

Estereofotografió la azulada pirámide desde todos sus ángulos, antes de deslizarse sobre la metálica superficie del suelo hasta otra de las extrañas figuras. Esta vez se trataba de un cono rojo-anaranjado, que excitó rápidamente al medidor de radioactividad y puso casi a tope la aguja indicadora de infrarrojos.

Conos y pirámides, separados entre sí unos cincuenta metros, formaban parejas cada cien metros aproximadamente. La inmensa explanada, que se perdía en un horizonte escarlata, recordaba vagamente el centro de una moderna ciudad terrestre y esto confería al extraño lugar un aspecto aún más alucinante.

Ezequiel, en su largo paseo, remitía sin cesar datos a la nave. Ramsés, desde el interior del vehículo espacial, orientaba al jefe de la expedición en su recorrido ofreciéndole el dato preciso en el momento oportuno.

A medida que el astronauta iba internándose en aquel bosque insólito de radiaciones, formas y colores, encontraba nuevos alicientes para proseguir la marcha. Había algo de irresistible en la atracción ejercida por tan extraño paraje. En algún sitio debía existir el epicentro de todo lo que estaban viendo sus ojos atónitos y tal vez allí encontrase la solución de un enigma fascinante.

La aguja del magnetómetro ascendía lenta e ininterrumpidamente en el panel de observación adosado al traje de Ezequiel. Pero el astronauta seguía deslizándose por aquel suelo inmaculadamente terso, flotando casi sobre un lago de luces policromadas, buscando plácidamente una discordancia en la hermosa monotonía de conos y pirámides.

—El magnetismo ha dejado de aumentar en progresión aritmética. Aumenta ahora en progresión geométrica. Creo que debiera renunciar a su actual trayectoria para explorar en círculo, señor.

Era la voz de Ramsés, sonando en el casco como un coro del antiguo teatro griego, pero con palabras que eran números y sílabas homologadas en un simple registro electrónico.

Ezequiel continuó su lenta incursión sin variar ni un grado su trayectoria y sin dar a Ramsés una satisfactoria explicación.

Hacia el centro de la explanada se adivinaba un gigantesco calvero libre de figuras. Quizás allí encontrase algo nuevo, algo diferente a la grata sucesión de formas y colores, algo donde se dejase descifrar aquel hermoso jeroglífico.

—¿Ocurre algo? ¿Recibe mi mensaje? Repito que en su trayectoria el magnetismo crece en progresión geométrica. También las radiaciones ultravioleta ascienden en proporción muy alarmante. ¿Quiere la lectura de mis registros, señor?

Ninguna respuesta brotó del receptor-emisor incorporado al casco del astronauta. Había algo de excitante en desoír al omnipotente, omnipresente e infalible Ramsés.

—¡Alarma! ¡Alarma! ¿Puede oírme, señor?

Silencio. Ezequiel hizo variar casi cuarenta y cinco grados su trayectoria. La maniobra le permitiría aproximarse al borde del calvero, sin que la aguja de su magnetómetro enloqueciese y evitando también unas radiaciones del espectro ultravioleta que se estaban manifestando ya como peligrosas.

—Aprecio la corrección de trayectoria. Sin embargo, aún no es suficiente, el aumento del magnetismo desciende en proporción tres a uno. Las radiaciones ultravioletas permanecen estacionarias...

El calvero era como un gigantesco espejo circular de unos doscientos cincuenta metros de radio. Ezequiel se aproximó hasta el mismo borde mientras resonaba en sus oídos la voz impertérrita aunque desesperadamente insistente de Ramsés.

—Si recibe mi mensaje y no puede responder, le ruego detenga su marcha unos instantes. Tal vez pueda corregir desde aquí la avería del radioemisor, señor.

Hubiera podido mandar al infierno al robot y escuchar después su reacción. Pero mantuvo el silencio sin detenerse en su excitante paseo. Bordeaba ahora a la máxima velocidad el calvero, enfrentándose casi a la frenética sucesión de luces y sombras acumuladas sobre la increíble superficie del metal-espejo. Después, fijando su vista en el panel de instrumentos que emergía de su pecho, hizo una rápida incursión sobre la mágica superficie reflectante.

Los instrumentos medidores que el astronauta llevaba consigo no reflejaron nada especial en el panel de observación. Así, pues, Ezequiel penetró resueltamente en aquel enorme círculo que parecía ser espejo de las estrellas cenitales.

Al principio no pudo notar nada alarmante. Después sintió que los «patines» de su deslizador eléctrico se adherían con fuerza al pavimento, dificultando extraordinariamente sus movimientos. Un «clic» en el panel de observación le hizo comprobar que la aguja del magnetómetro acababa de estrellarse contra el límite de máxima lectura. Quiso y no pudo retroceder hasta el borde del abismal espejo. Algo lo retuvo con fuerza sobre la fulgurante superficie del calvero.

Permaneció inmóvil varios minutos, casi absorto en medio de aquella especie de desierto iridiscente, contemplando sin comprender apenas cuanto rodeaba su insignificante humanidad. Después se sintió inquieto, comprobó instintivamente la posición de las agujas en sus instrumentos medidores y quiso finalmente desasirse de aquella fuerza que intentaba retenerlo para convertirlo en una especie de estatua grotesca en medio de un aséptico jardín.

Sus labios se movieron, rompiendo el silencio que lo unía a su nave como un falso cordón umbilical.

—Ramsés, ¿me oyes?

Se dio cuenta de que pronunciaba por primera vez el nombre de su compañero, de que llamaba cálidamente al robot por su nombre.

Hubo un dramático silencio, durante el cual Ezequiel temió algo así como una especie de «castigo» por parte de la máquina. Tal vez en los delicados circuitos de Ramsés estaba programada una acción «de represalia» para casos semejantes, para recordar al astronauta que todavía no estaban permitidas bromas como ignorar a Ramsés a varios días-luz de casa.

—Le oigo, señor —sonó al fin la voz impersonal, aunque deliciosamente humana, del robot—. Repasaba las causas posibles de avería en nuestra comunicación, pero no encuentro ninguna. ¿Se encuentra usted bien, señor?

Antes de responder, Ezequiel hizo un nuevo intento para desasirse de aquella fuerza que lo sujetaba al suelo, que le impedía mover los pies y que parecía haber triplicado el peso de su traje.

—Me encuentro... ¡Maldita sea!

La palabra utilizada por el astronauta para definir su posición no pareció al robot demasiado ortodoxa, ya que se excusó con un característico «era sólo una pregunta, señor», frase perteneciente a una familia de frases con las que Ramsés se defendía de ciertos vocablos prodigados en ciertas ocasiones por su compañero.

—¿Puede describirme más exactamente su situación y leerme el panel de instrumentos, señor?

Hizo el astronauta lo que su «auxiliar» le pedía y volvió a sonar la familiar voz de Ramsés:

—Su lectura coincide con mis registros. El magnetómetro del traje ha quedado fuera de control por una elevación súbita del campo. Ahora debe intentar desasirse de los deslizadores, del electroimpulsor y de la parte desmontable del panel de instrumentos. Después, traté de caminar hasta fuera del círculo. Yo lo guiaré hasta la nave por el mismo camino que utilizó para llegar ahí, señor.

Cada vez más agobiado por el formidable tirón que pretendía al parecer inmovilizarlo por completo, Ezequiel pudo desasirse a duras penas de los deslizadores y del pequeño motor eléctrico que los accionaba mediante un control manual. Hubo de descansar largo rato antes de proseguir con la tarea de desmontar una parte del panel de instrumentos. Sin embargo, tanto esfuerzo pareció ser contraproducente. Estaba cansado, su traje espacial había quedado reducido casi a lo imprescindible y sus movimientos eran tan penosos que le hubiera dado lo mismo seguir con los pies clavados en el suelo.

—¿Puede moverse con más facilidad, señor?

—Puedo moverme peor que antes, ¡maldita sea! Ahora noto como si una manaza apoyada en mi casco presionase hacia abajo para hacerme besar el suelo. Logro mover los pies un milímetro, pero eso me cuesta caer después rendido. No podré salir de esta especie de ciénaga si no dejas tus consejos, tus informes y tus malditas observaciones y vienes a echarme una mano.

Un corto silencio que a Ezequiel le pareció irritantemente largo fue roto por la voz de Ramsés:

—Acabo de evaluar esa posibilidad y he llegado fácilmente a la conclusión de que mi presencia ahí sólo complicaría el problema, señor.

El astronauta dejó de oponer todo tipo de resistencia a la fuerza que lo atenazaba y quedó tendido en el suelo, boca arriba y con los brazos extendidos. Sin mucha convicción, replicó al robot:

—Pero, ¡debes intentarlo! Tus endiablados reflejos te servirán para no caer en una trampa como ésta. Podrías acercarte hasta el borde mismo del círculo poniendo a mi alcance la parte trasera de tu automóvil y acelerando después.

—Si reflexiona, tratando de sobreponerse a la situación en que se encuentra, comprenderá que ese plan es totalmente descabellado. Mi naturaleza física me impide en estas circunstancias ese tipo de maniobras. Sólo la intensidad magnética del campo disminuiría extraordinariamente mis facultades, anulando varios de mis sistemas. Creo que la nave es el mejor sitio desde donde puedo ayudarle, señor.

Con voz extrañamente tranquila y acento de profunda resignación, Ezequiel condescendió:

—Está bien, haz lo que te dé la gana. De todos modos vas a tener razón. Pero trabaja rápido, porque empiezo ya a sentirme como un insecto torpe en un pastel a medio derretir.

Parsimoniosamente, Ramsés expuso el plan que a su juicio ofrecía más probabilidades de éxito para vencer a la extraña fuerza que inmovilizaba al jefe de la expedición. Y, pacientemente, el astronauta siguió una a una las indicaciones del robot.

—Te equivocaste, amasijo electrónico. Es la primera vez, pero has fallado estrepitosamente. ¿Saldrás ahora de tu cascarón aunque se echen a perder algunas de tus exquisitas facultades?

La voz de Ramsés sonó casi sin dar tiempo a que Ezequiel callase.

—No había garantía alguna de éxito total o parcial. Era sólo la posibilidad más probable de vencer la fuerza hostil. Podemos realizar nuevos intentos, aunque ahora el éxito es aún más improbable. Pero dada la carencia de datos básicos sobre la naturaleza de ese campo, no hemos de desaprovechar ninguna posibilidad. ¿Quiere volver a calzarse los deslizadores, señor?

Cuatro nuevos intentos desembocaron en otros tantos fracasos. La mente del astronauta trabajaba con intensidad en medio de su impotente desesperación. Debía convencer al robot de que era necesario operar con procedimientos audaces, fuera del campo de los datos valorables. Tenía que sacar a Ramsés de su sitial y ponerlo a trabajar a campo abierto.

—Y ahora, ¿saldrás de una vez para poner en práctica mi plan?

Transcurrieron varios segundos, tiempo desusadamente largo como prólogo a una respuesta de Ramsés.

—Aun contando con la carencia de muchos datos básicos, puedo asegurar que las probabilidades de éxito de esa operación, dada mi naturaleza física, sería del 0%, señor.

—¿Y si aproximas la nave hasta aquí para que yo intente alcanzar la escotilla inferior? En caso de apuro, podrías usar los cuatro propulsores simultáneamente.

Por toda respuesta, Ramsés sugirió al astronauta la ingestión de una cápsula de cosmobión, el poderoso activador mental que desde hacía ya varios años era incluido en el microdepósito del casco espacial.

—Pero, ¿qué diablos estás diciendo? ¿Acaso me encuentro perdido en el espacio con mi nave fuera de control para tener que hacer uso de esa pócima?

—Cosmobión es un hiperideador de gran alcance y sus efectos pueden sernos de utilidad en estos momentos, señor.

Ezequiel presionó con su dedo índice uno de los botones emergentes de su dedo pulgar y una especie de minúscula lenteja le quedó al alcance de la lengua. La diminuta píldora, portadora de varios microgramos de específico, había brotado con un débil clic del pequeño bastidor desplazable situado normalmente por debajo de la barbilla.

—Bien, ya tengo la hiperideación en el estómago. Esperemos que me llegue a la cabeza en unos minutos. Mientras tanto, ponme un poco de música: concierto ocho, Opus nueve, de Albinoni. Y mira a ver qué diablos pasa con mi sistema de refrigeración, me estoy asando.

Sobre fondo musical, la voz de Ramsés recomendó al astronauta permanecer tumbado, a ser posible sobre el lado derecho.

—El circuito eléctrico número dos del traje espacial sólo funciona al ochenta por ciento y la perturbación que viene del suelo firme será menor en esa posición, señor.

Ezequiel permaneció como estaba.

—Después de todo, prefiero caldearme un poco que agotarme intentando dar media vuelta. Ahora siento un fuerte cosquilleo en la lengua; ¿qué puede ser?

—Efecto del cosmobión. Notará también un ligero cosquilleo en las articulaciones. Son pequeñas perturbaciones secundarias que nuestros laboratorios no han eliminado aún en drogas tan poderosas y, al mismo tiempo, tan inofensivas como ésta. Trate de mantener los músculos relajados y de concentrarse en nuestro problema, señor.

«Nuestro problema.» Ezequiel sonrió. Resultaba curiosa la «diplomacia» desplegada por el robot en momentos tan críticos. Aquella máquina pensante no tenía, en realidad, más problemas de los que era capaz de resolver. Cualquier cuestión que escapase a un riguroso planteamiento y a una evaluación exhaustiva de todos los datos esenciales previamente suministrados era para Ramsés una cuestión baladí, «no valorable», parcialmente planteable y, por tanto, sólo parcialmente resoluble.

El astronauta intentó ladear un poco la cabeza para conseguir un mayor relajamiento en los músculos del cuello, pero su casco parecía formar parte ya del suelo. Su situación empeoraba por momentos, aunque entrase en el capítulo de los problemas sólo «parcialmente resolubles» para Ramsés. Hasta tal punto el robot se había inhibido del problema, que trataba de solucionarlo a través del cosmobión. Pero la droga no era más que un momentáneo activador de la imaginación humana. Y, ¿qué podía la imaginación humana contra el hecho brutal y consumado de aquella inmovilidad del cuerpo, de aquella violencia física contra un precioso conglomerado de tejidos que sustentaban un cerebro tal vez muy evolucionado?

—¿Qué «haces» ahora?

—Vigilo todos los sistemas y me mantengo alerta para valorar exhaustivamente hasta los más insignificantes síntomas de cambio.

Poco a poco, el pensamiento de Ezequiel se afirmó en la idea de que su único camino de liberación estaba en «convencer» a Ramsés de que debía poner la nave y todo lo que la nave contenía al servicio de su rescate. Aunque las probabilidades de éxito estuviesen por debajo del uno por cien y el peligro de malograr la expedición ascendiese al noventa y nueve por ciento, debían correr el riesgo.

—Debes adaptar a la exploración del entorno los sistemas de emisión subsónica y supersónica, el láser, el espectrógrafo y los emisores de rayos X, infrarrojos y ultravioletas.

—Pero la lectura de los instrumentos medidores evidencia que tal exploración es ociosa, señor.

—Está bien. Realiza, pues, una exploración ociosa, coordinando absolutamente todos los recursos de la nave. Y recuerda que esto es una grave emergencia. Después repetirás la operación en distintos puntos del planeta, desplazando la nave alrededor de esta especie de ciénaga electrónica.

Sumisamente, Ramsés cumplió con el programa del jefe de la expedición, rastreando minuciosamente un área de casi un millón de kilómetros cuadrados en torno a la abierta prisión de Ezequiel.

—La conexión magnética entre varios puntos de este planeta y su estrella Infra 8 es sumamente acusada. Existe un fuerte, foco de radioactividad a unos dos mil kilómetros del lugar donde nos encontramos y se aprecia una violenta recepción ultravioleta en un mismo punto. Ningún rastro de vida orgánica, ningún indicio de «respuesta» a la «llamada» de los sistemas de la nave, señor.

Hizo el robot una pausa tras su cáustico resumen y añadió:

—Creo que estamos en un centro automático de recepción de aeronaves, señor.

—De aeronaves movidas por alguna forma de «energía magnética».

—Y reguladas quizá por simples robots, señor.

—Robots que tienen su base maestra en Infra 25.

—Estamos moviéndonos en el terreno de las hipótesis razonables, pero creo que hemos de guiarnos por ellas mientras no dispongamos de nuevos elementos de juicio, señor.

—Obrando en consecuencia, hemos de dar con la «cabeza» aquí de todo este tinglado. Así, pues, comienza a hurgar desde fuera del campo sobre alguno de esos conos y pirámides con todos los medios de excitación, exploración y comunicación que tengas a tu alcance. Y mantenme informado de cada operación.

El astronauta acusó un nuevo foco de inquietud. Ramsés demoraba la ejecución de la orden. Algo dentro del robot parecía mantener una pugna paralizadora. Transcurrieron veinte largos segundos antes de que Ramsés anunciase que comenzaba a operar.

—Ningún nuevo dato valorable, aunque estimo que la operación realizada nos ha hecho correr un riesgo innecesario... señor.

Al fracaso del nuevo intento, Ezequiel sumó la hipotética jactancia del robot.

—Yo estimaré cuándo el riesgo es innecesario. Pon de nuevo la nave en situación de despegue.

La orden fue cumplida esta vez sin dilación.

—Ahora remóntate sobre el campo hasta situarte justo en vertical por encima de mí. Después desciende hasta que acuses alguna variación altamente peligrosa en los sistemas de la nave. Repito: descenderás lentamente sobre mí hasta que detectes en los sistemas alguna perturbación altamente peligrosa. Si afortunadamente no ocurre nada grave, intenta mi rescate a través de la escotilla inferior.

Transcurrieron veinte segundos de silencio.

—Pero, ¿qué te detiene?

—La operación es altamente peligrosa, señor.

—Ninguna operación es ya altamente peligrosa. Vamos, ponte a trabajar. ¡Ahora!

La nave ascendió con lentitud medio centenar de metros; después, se convirtió bruscamente en un diminuto punto luminoso que desapareció en el firmamento.

Ezequiel hizo descender sobre sus ojos el sistema lenticular de su casco y atisbo la nave como una chispa rojiza, que, lentamente, fije agrandándose en la recta cenital. La luz creció hasta convertirse en una especie de bola anaranjada y después se detuvo.

—¿Qué ocurre?

—Si continúo el descenso, quedarán fuera de control varios sistemas imprescindibles, señor.

—Bien. Valora estas dos posibilidades y escoge una de ellas: descender desde donde te encuentras hasta donde puedas, aunque la nave quede fuera de control, o descender sobre el «bosque» de conos y pirámides y utilizar el láser para averiguar qué ocultan en sus entrañas esas figuras.

Un nuevo silencio, esta vez corto, precedió a la respuesta de Ramsés:

—No existe motivo de valoración de esas dos posibilidades, ya que la elección de una u otra resulta una opción falsa, señor.

—Está bien. Exista o no motivo, haz lo que te ordeno. ¡Ahora!

La respuesta del robot fue inmediata, aunque de nuevo hizo intuir al astronauta como una especie de extraña pugna en el interior de Ramsés.

—No... puedo, señor.

—Pero debes poder, tienes que poder. Es mi vida lo que está en juego. Mi vida y el éxito del viaje.

—Su vida tiene más posibilidades de salvación si yo no realizo el descenso ni intento desequilibrar algo absolutamente desconocido por nosotros. Y el éxito... relativo del viaje puede ser aún una realidad mientras mantengamos el control de la nave, señor.

—¿Qué piensas hacer, entonces?

—Proseguir hasta nuestro punto de destino, Infra 8, e incluir en el plan de vuelo todas las tentativas posibles para establecer algún tipo de comunicación con las fuerzas que desde allí gobiernan estas instalaciones, señor.

—¿Y si no resulta?

—Regresaré aquí con toda la información que haya podido recoger en Infra 8 y comprobaré si el tiempo ha introducido alguna novedad en nuestra situación, señor.

Ezequiel sonrió.

—Creo que el tiempo no introducirá ninguna novedad en mi situación. Eso sería más difícil que establecer comunicación con las fuerzas de Infra 8. Sin embargo, me siento extrañamente calmado.

La bola rojiza que materializaba la nave ante los ojos del astronauta comenzó lentamente a hacerse más pequeña.

—Nada tiene que preocuparle, señor. Estamos obrando según el plan idóneo. El cosmobión mantendrá su inteligencia durante largo rato en su máxima lucidez. Después, la droga le ayudará a combatir la soledad. Si a mi regreso todo sigue igual, una segunda dosis prolongará indefinidamente sus efectos, señor.

Incluso vista a través de las poderosas lentes, la nave no era ya más que una débil chispa casi en el cénit de la bóveda celeste.

—La humanidad podrá beneficiarse de los posibles sacrificios de nuestra expedición. El sacrificio de un hombre es un hecho insignificante e incruento, teniendo en cuenta que ahora cada hombre está casi seguro de su supervivencia y tiene medios a su alcance para realizar con la máxima lucidez y la mayor placidez el tránsito. Nada debe angustiar ya al hombre individual. Nada...

La última frase sonó varias veces repetida y, como una llave, la palabra «señor» cerró la retahíla del robot.

Los ojos de Ezequiel se llenaron de estrellas. Ni siquiera el calor acumulado por avería en el traje espacial se dejaba sentir ya sobre el cuerpo inmóvil del astronauta.

Sintió como si una fuerza sutil lo elevase con enorme lentitud sobre su abierta prisión y le permitiese danzar como horas atrás entre las policromías de conos y pirámides.

Transcurrió mucho o tal vez poco tiempo antes de que una voz impersonal le informase de que debía ingerir su segunda dosis de cosmobión. Y pronto la fuerza que lo había liberado de su desesperante gravidez pasada se hizo de nuevo poderosa.

El tiempo era borroso, insensible casi, y el espacio era una cita de luces y colores, donde flotaban alcanzables infinitas sensaciones. Y transcurrió mucho o tal vez poco tiempo antes de que Ezequiel se contemplase allá abajo a sí mismo, tendido sobre la gran superficie reflectante que servía de espejo a miríadas de estrellas.