LOS SUEÑOS DE TÍA ELISA
Alejado ya de los hechos que voy a relatar y de la serie de fuertes impresiones que condicionaron mi comportamiento y mi descortesía con aquel señor Pía, amigo de mi padre, puedo afirmar que no creo en los sueños; que me río cuando alguien me dice que lo soñado tiene valor premonitorio, anunciador de algo que va a ocurrir. A quien me habla así, le cuento siempre el caso de mi tía Elisa, una mujer que, pese a todo, ha disfrutado a lo largo de su vida de una salud envidiable y de un optimismo a toda prueba. Pero sus sueños son espantosos. Ella misma suele decirlo:
—He matado en sueños a toda la familia.
Porque, al parecer, ninguno de los que formamos la dilatada parentela de los Arnaldos nos hemos librado de ser víctimas de algún trágico y escalofriante sueño de tía Elisa. La pobre no descansa tranquila una sola noche ni, en ese mundo por fortuna irreal que, mientras duerme, despliega su imaginación, hemos dejado de morir de mil muertes espantosas todos los que formamos la pléyade de sobrinos, hermanos, primos y demás familia. En el fondo de tía Elisa, buena como el pan, generosa como la aromática malva y alegre como un confitero goloso, debe de anidar cierta reprimida crueldad que, en los sueños, da suelta a los más refinados suplicios.
A mí, por ejemplo, me ha reservado, no sé por qué, una forma de dejar este mundo por la que no siento la menor predilección, puedo confesarlo sin recato. Tía Elisa dice que me ha visto perecer, varias veces, asfixiado y aplastado en el derrumbamiento de una mina, en una de las galerías más inaccesibles. Es inútil que yo le repita y que, por otra parte, ella misma esté convencida de ello, que no pienso poner jamás los pies en las profundidades de una mina; que mis aficiones me llevan más bien al aire libre y nunca seré, probablemente, minero. «Ya lo sé, hijo; ya lo sé», responde. Pero ella sigue, con periodicidad alarmante, soñando que su predilecto sobrino Martín muere aplastado por toneladas de tierra en lo hondo de una siniestra mina. Naturalmente, tía Elisa no asusta ya a nadie. Y la propia tía Elisa se ríe de sus pesadillas, que no le hacen perder un ápice de su buen humor ni le quitan un gramo a su oronda y, para su edad, bastante bien conservada persona. A mi tío Anselmo, al principio de su matrimonio, no le hacía ninguna gracia estar casado con una mujer que, por la mañana, le narraba, con un lujo de detalles increíble, cómo le había visto morir destrozado por los tiburones, después de haber caído por la borda del yate en el que realizaban un crucero de placer. Menos mal que mi tío Anselmo odiaba el mar y le mareaban los yates y el último de sus propósitos era embarcar porque sí. Gracias a tan evidente incongruencia y desajuste entre lo soñado y lo que la realidad podía presentar como probable, ninguno nos inmutábamos cuando tía Elisa daba cuenta de alguna innovación en el amplio repertorio de sus procedimientos nocturnos de irse desembarazando de todos nosotros.
Como tía Elisa, sin poder remediarlo, creía a medias en lo que soñaba, cuando le anuncié que pensaba pasar mis vacaciones en Mawiti, isla célebre en las rutas turísticas, no tuvo gran cosa que oponer, acostumbrada como estaba a que cada uno de nosotros, ya mayores de edad, hiciera de su capa un sayo y se moviera con entera libertad. El viaje, aunque largo, lo tendría que hacer en avión y, hurgando en sus sueños, no encontraba más víctima aérea que un viejo primo de mi madre, interventor de una línea ferroviaria que, habituado al tren, tenía miedos pueriles a cualquier otro medio de trasladarse sobre la corteza de la tierra. Ni siquiera había sido capaz de subir en ese avión verbenero del Tibidabo de Barcelona; para él sólo era familiar y seguro notar bajo sus pies el traqueteo de los vagones sobre los rieles. Con una familia tan empeñada en no acomodarse a lo soñado por ella, la verdad es que, como pitonisa, tía Elisa nada tenía que hacer.
Yo llevaba también soñando una semana, desde que empecé a hacer los preparativos para el viaje. Soñaba en la quincena prodigiosa que iba a pasar en aquella isla paradisíaca, donde, si bien no había noticia de que a los perros les ataran con longanizas, cosa que me traía sin cuidado, considerando que, al fin, yo no era un perro, sí se sabía que hermosas nativas generosamente vestidas, es decir, poco, salían a colgar hermosas coronas de flores al cuello de los viajeros recién llegados. Y allí debía comenzar sin duda, bajo tan buenos principios, una vida opípara, llena de diversión y de placer. Me hice con muchos folletos de esos que reparten las agencias de turismo, los leí, llegué a aprendérmelos y terminé haciendo con ellos lo más sensato: los tiré.
Desde luego que soñaba. Y no puedo decir, sin pecar de embustero, que mis sueños no resultaran de lo más estimulante, abrazando nativas sin cesar, ninguna insensible a los encantos de mi pelambrera de estopa y a la enorme nuez que bailaba en mi largo pescuezo. Puedo muy bien asegurar que mis vacaciones, cuando tomé por fin el avión, hacía una semana larga que habían empezado.
Hasta entonces, no había volado más que una o dos veces, en viajes cortos y, aunque pasar cerca de treinta horas en el aire, con tres escalas técnicas en medio, no me atraía demasiado, me tranquilizaba el hecho sin discusión posible de que yo era Martín, sobrino de tía Elisa, y no Damián, el hermano ya talludo de ella. De ser mi tío Damián, hubiera debido experimentar un vergonzoso sentimiento, de simple regomello a pánico declarado, porque, como era lógico, tía Elisa le adjudicaba uno de sus finales catastróficos. Y tía Elisa había soñado en ocasiones repetidas que su pobre hermano moriría en accidente de aviación. Pero ya he dicho que a mí el destino particular y siniestro de tía Elisa me reservaba solamente la negrura, profunda, pero modesta, de una mina. Podía lanzarme al espacio con toda tranquilidad.
Tía Elisa, tío Anselmo, la tonta y llorona de mi otra tía Antonia y un etcétera interminable de parientes que salieron al aeropuerto para testimoniar la consumación de mi locura me impresionaron y disgustaron a la vez. Entre ellos, sólo tía Elisa se mantenía serena porque, previamente, se había documentado y estaba enterada de que en aquellas islas no existía explotación minera alguna. Cuando el enorme reactor de la TOPA —Transporte Oceánico Por Aire— esperaba ya, con sus motores en marcha, confieso que tuve miedo. Mi experiencia era escasa y mis horas de vuelo también, y aquella perspectiva de viaje prolongado, cortamente interrumpido por unas escalas técnicas, me producía temor. Contemplé el rostro de los demás que, en un autobús de servicio, pista adelante, se dirigían conmigo al aparato y juzgué que sus rostros eran demasiado impenetrables para que la serenidad que traslucían fuera auténtica. Se adivinaba que los más disimulaban cierta tensión y hasta alguna sonrisa que otra tenía mucho de mueca, de jactancia fanfarrona, encubridora de lo que, cuando estudiábamos Bachillerato en el Instituto, llamábamos canguelo.
Fuimos entrando, a empujones, en el avión y, a codazo limpio, con las maneras exquisitas propias a menudo de las personas mejor educadas, cada cual fue sentándose donde la costumbre, la ignorancia, la experiencia, el pasarse de listos, el miedo, la superstición o la indiferencia le aconsejaba. Todos se erguían en sus asientos, miraban en derredor, buscando alguien que diera muestras de debilidad para consolarse. Nos pusimos los cinturones, subió el ritmo de los motores y su ruido, y yo me fijé en unas largas piernas erguidas que había cerca de mí y procuré concentrarme y pensar en aquel recibimiento de coronas de flores y de indígenas perneando con extremidades semejantes a las que estaban ahora felizmente dentro de mi campo visual. Yo siempre he tenido, en los momentos más graves y decisivos, una especial intuición para hallar el lado bonito y bueno de la vida y de la situación amenazadora. Despegamos y, sorprendentemente pronto, las piernas aquellas se movieron y la azafata a quien pertenecían, una pecosa que no era para dar susto a nadie ni tampoco para quitárselo, fue ayudando a desprenderse del cinturón a los más torpes.
Volábamos alto. Venían a hacernos carantoñas algunas pequeñas nubes, cansadas de su soledad. Miré hacia abajo, hacia el suelo normal, donde quedaba tía Elisa con toda la familia, y lo encontré ridículo. Pero estaba lejos, con un abismo vacío en medio, y aquello no resultaba tranquilizador. La voz del piloto nos había saludado ya, deseándonos esa tópica y feliz estancia a bordo que, repetida en varios idiomas, es siempre cordial y a la vez desazonadora. Parecíamos caminar, incluso lentamente, sobre un medio sólido y continuo. «Si ahora hubiera aquí, bajo mis pies, un agujero por el que yo pudiese contemplar lo que sobrevolamos, comprobaría que no; que no hay tal base sólida, que estamos suspendidos en el espacio; que, en cualquier momento, podemos caer.» Mis pensamientos eran muy apropiados para encontrar el ánimo que no me sobraba. Cerré los ojos, al tiempo que rechazaba unas revistas, con sus guapas de siempre y sus chismes y sus pamplinas. Tía Elisa me había recomendado que tomara la famosa «Tringomina», contra el mareo, y empezaban a pesarme los párpados. Recliné la cabeza en el respaldo y, entreabiertos aún los ojos, vi, diez mil metros abajo, un limpio y azul pantano, bordeado de montes, cumbres ralas y grisáceas. Sentí vértigo y me cambié al asiento del pasillo. Había muchos sitios sin ocupar y los pasajeros se repantigaban a placer, dispuestos, como yo, a dormir, para hacer más breve la travesía y, luego, poder decir, con refinada hipocresía:
—Pues a mí no me da miedo. Si estaría tranquilo, que hasta me dormí. A pierna suelta.
Efectos de la «Tringomina», no de la tranquilidad. Yo fui sumiéndome en un mundo agitado, en el que predominaba la idea poco sedante de que el aparato no era seguro y podía ceder a la traidora fuerza de la gravedad. Pero debí dormir profundamente porque, al despertar, comprobé que aquel individuo que se había sentado junto a mí y que tuvo necesariamente que saltar sobre mis piernas para colocarse en el asiento más cercano a la ventanilla no había turbado mi sueño. Me sonrió:
—No tema. La estadística, de la mano de la realidad, demuestra que sus temores son falsos. Que los aviones son muy seguros y que la fuerza de sus motores es, normalmente, más poderosa que la de la gravedad.
Para qué decir otra cosa: me sentí molesto. Terriblemente molesto e irritado conmigo mismo. No ignoraba mi costumbre de soñar en voz alta, pero tampoco dejaba de fastidiarme el hacerlo cuando un desconocido podía escucharme. Y, con impertinencia, a pesar de que el señor aquel me había hablado con amabilidad y cortesía y sin duda para tranquilizarme, le contesté desabridamente:
—Tiene usted buen oído, ¿eh?
Rió y, sin el menor resquemor en la voz, me respondió:
—La verdad es que no puedo quejarme.
Me pareció discreta su respuesta, y el tono en que la hizo delicado. Era obvio que pretendía no herirme. Le pedí disculpas. Las aceptó con toda naturalidad. Era un hombre de unos cuarenta años, corpulento y de aspecto franco y atrayente. Volvió a reír al comentar:
—Además, ya sabe que no tiene por qué inquietarse. Los sueños de su tía Elisa le reservan un final muy distinto...
Sentí que la sangre afluía a mis mejillas. El desconocido debía haber escuchado sin escrúpulo alguno mi sueño en voz alta y manifestaba aún menos escrúpulos, no obstante su aparente discreción anterior, al descubrir que se había enterado de todo.
—Recuerdo que yo tenía también una tía —desapareció la pobre hace ya bastantes años— que sostenía las afirmaciones más peregrinas. Una especie de gafe que, a veces, se salía con la suya, Fíjese: a mí me predijo que acabaría estrellándome en un avión...
Permaneció unos minutos ensimismado, sin que cierta sonrisa abandonara su boca ni yo hiciera nada por romper su mutismo. Me sentía, un tanto absurdamente, algo así como indefenso ante él. Y la sensación aumentó al escucharle:
—La verdad es que todo esto son recuerdos y comentarios sin importancia. Aunque es lógico, al fin, que usted tenga algo de temor...
—¿Usted no lo tiene? ¿Es usted invulnerable?
—¡Ah! Veo que juega, amigo mío, a las sutilezas. No supone usted hasta qué punto soy, en efecto, invulnerable. ¿Miedo? No, no lo siento. Tampoco usted lo sentiría en mi situación... En cambio, noto dentro de mí otro sentimiento, bien distinto, se lo aseguro.
Que mi acompañante fuera capaz de alguna flaqueza me sirvió de tónico. Respiré, complacido.
—¿Es confesable? —le pregunté.
—¡Me avergüenza usted! —volvió a reír—. Juzgue usted: se trata de envidia. Y la envidia es difícil de confesar...
—¿Envidia, dice usted? ¿Qué puede inspirarle, de mí, ahora y aquí, envidia?
Apoyó, confianzudo, su mano sobre mi rodilla izquierda. Se acercó para decirme, con un guiño expresivo:
—¡Esas fabulosas vacaciones que va usted a pasar en Mawiti, amigo! ¿Quién no le envidiaría?
De nuevo me removí, inquieto, en mi asiento. Me invadía una incomodidad creciente. Estaba enfadado con mi propia locuacidad, con la mala —y más que mala, tonta— pasada que el hablar dormido me había jugado.
—Veo que sabe usted mucho de mí. Yo, por el contrario, ignoro quién es usted.
Se me quedó mirando con fijeza, escrutador y grave.
—Creo que tiene razón. He de disculparme... y presentarme. Mi nombre es Crespo, Froilán Crespo. ¿No le dice nada?
—En absoluto. Jamás lo he oído hasta este momento.
Mi compañero era, por lo tanto, vanidoso: creía tener el derecho a ser reconocido.
—Froilán Crespo, piloto de aviación. Piloto civil.
—Mucho gusto. Es una profesión, alguna hay que tener.
La tirantez fue disipándose entre nosotros. Su trato era correcto, su conversación fácil, con pinceladas de humor y salidas oscuras, misteriosas, acaso buscadas así por aquella vanidad de que hablé. Con alusiones difíciles de interpretar, que sólo explicaba con una sonrisa o riéndose francamente. Dejando siempre la duda de si había en su actitud algo de mofa, de burla poco disimulada.
—Volando se aprende mucho. La tabla de valores de los pilotos no es la misma que la de los hombres de tierra. Se dejan de temer cosas tremendas, que a nosotros nos parecen ridículas, y, por el contrario, todos tenemos temores infantiles, supersticiones peculiares.
La verdad es que, charlando con Froilán Crespo, aviador, se hizo más breve el vuelo, aquella primera etapa de mi viaje hacia la libertad. Froilán Crespo había estado varias veces en Mawiti y me ilustró sobre los procedimientos para hacer mis vacaciones lo más animadas y fecundas posible. El sol estaba a medio camino entre el cénit y el ocaso; doraba campos de labor, cuadrangulados por hileras de árboles, delgados y probablemente altos árboles. Parecía el avión hallarse fijo en el espacio, mientras la tierra, a impulsos de una enmascarada manivela, iba girando lentamente. Pasó la azafata ofreciendo chicle y me asombró que no acercara su bandeja a mi compañero. Quise darle yo y lo rechazó, con una de sus sonrisas enigmáticas.
—¡Oh, no! Le aseguro que no lo necesito.
Sobrevolábamos una grande y hermosa ciudad, prendida en el plateado pespunte de un río. Centelleaba alguna nube, como bandeja llena de sol, vista así, desde una altura superior. Nos aproximábamos al aeropuerto en el que debíamos hacer la primera de las tres escalas técnicas. La segunda etapa del viaje sería de vuelo nocturno, aunque volveríamos a despegar antes del crepúsculo.
—Hoy, el vuelo nocturno no preocupa a ningún piloto. Están lejos los tiempos heroicos que narra Saint Exupéry.
Nos ajustamos por segunda vez los cinturones. Volví a fijarme en las esbeltas piernas de la azafata. La tierra subía a nuestro encuentro y, conforme girábamos para enfilar la pista de aterrizaje, por las ventanillas de uno de los lados todo era cielo, como si nos estuvieran envolviendo en un fantástico celofán azul.
Instantes después, el avión se deslizaba por la pista, avanzaba hacia la terminal, se detenía. Nos levantamos, entumecidos, y nos dirigimos a la escalerilla, satisfechos de poder pisar durante hora y media tierra firme. Hacía calor fuera y se agradecía el ambiente acondicionado de la sala de espera del aeropuerto. Mi acompañante se disculpó:
—Dentro de una hora, estaré de nuevo con usted.
Y desapareció, entre el ir y venir de los viajeros. Ocupé una mesa del bar y aproveché para tomar una merienda ligera y, por precaución, hice caso a tía Elisa e ingerí otra tableta de «Tringomina». Me intrigaba la personalidad de Froilán Crespo, cuya actitud y muchas palabras distaban de ser claras. Llegué a pensar si no habría en ellas algo de tomadura de pelo y de esa postura burlona que es fácil adoptar frente a una persona que, durmiendo, nos ha contado contra su voluntad cosas que, en estado de vigilia, se hubiera callado con prudencia.
Me fui olvidando de él, a medida que mi mente volvía a fijarse en la esperanza de la isla Mawiti, en aquellas delicias que allí me aguardaban y en todo lo que podría contar, bien despierto y a sabiendas, a mi regreso a casa. Seguramente, era tía Elisa quien con más complacencia me iba a escuchar. Ya he dicho que sus melodramáticos sueños no le afectaban en nada y era una mujer encantadora, llena de imaginación y tolerante y comprensiva con los jóvenes. La dosis de «Tringomina» fue sin duda lo que me adormeció durante un tiempo que me pareció corto. Sin la sensación de haberme dormido por completo, abrí los ojos y miré en torno. Froilán Crespo había vuelto y, sentado frente a mí, me contemplaba con su sonrisa indescifrable de siempre. Sospeché.
—¿Qué? ¿He seguido contando cosas?
—No. Al menos, no lo sé, porque acabo de llegar. Pero me temo que ha perdido usted el avión.
Me levanté de un salto. El reloj marcaba la hora exacta señalada para el despegue del aparato. Mientras corría hacia la salida, le increpé duramente.
—¿Puede saberse, señor mío, por qué no me ha despertado?
Se encogió de hombros, siguiendo sin esfuerzo el ritmo acelerado de mis pasos.
—¡Bah! Mañana tiene usted otro avión. No ha perdido usted nada, en realidad.
Me retuvo. Acercó su cara a la mía, sin abandonar la antipática y sarcástica mueca que remedaba lejanamente una sonrisa.
—Además, creo que ha tenido usted mucha suerte...
—¡Está usted loco! —le grité.
Intenté salir a la pista. Un empleado me lo impidió. Forcejeé con él.
—La siento, señor. Su avión está ya en la pista de despegue. Nadie puede ir a él.
Traté de convencerle, de decirle que aún podía ser tiempo de que dos pasajeros retrasados fueran llevados al avión. El empleado, firme, se negaba y en su rostro iba pintándose una expresión de extrañeza.
—No comprendo, señor, eso de los dos pasajeros. No sé de ningún otro que se haya quedado en tierra.
Me volví hacia Froilán Crespo. Le hubiera abofeteado. Hubiera abofeteado a los dos. Temblaba de cólera.
—¡Cómo! ¡Encima, pretende usted reírse de mí...!
Y, adoptando una postura irónica e inclinándome en una reverencia, le dije al empleado:
—Tendré que presentárselo a usted. Aquí le tiene: don Froilán Crespo, piloto civil.
Me irritaba más por momentos. Froilán Crespo reía ahora abiertamente. El empleado, visiblemente azorado y de mal humor también, como si se las viera con un demente, respondió:
—Perdóneme. Debe estar usted fatigado y no sabe lo que dice. Con usted no hay nadie, nadie, créame. Está usted solo, solo conmigo. Y, además, permítame decirle que su broma es de muy mal gusto. Hace tres años, un avión hizo explosión al despegar de este aeropuerto. Todos sus ocupantes perecieron. El comandante Froilán Crespo era el primer piloto. Tampoco él se salvó.
Me sentí vacilar. Perplejo, incrédulo, seguro de que era objeto de alguna chanza malintencionada, miré al empleado. Luego, a mi acompañante. Y vi que Froilán Crespo o quienquiera que fuese aquel sujeto me señalaba hacia una de las pistas.
—El avión está despegando. Mire, mírelo. Usted debería estar, ahora, dentro. Dígame si le gustaría estar allí.
Seguí la dirección que marcaba su dedo indicador. En efecto, en aquel instante, comenzaba a elevarse y a ganar lentamente altura. Fue entonces cuando sucedió. De modo tan súbito y horrible que jamás podrá olvidarlo nadie, ninguno de los que estaban allí y fueron testigos del hecho. El avión se transformó en una brillantísima bola de fuego y, unas décimas de segundos después, una explosión ensordecedora estremeció el aeropuerto. La bola de fuego se vino abajo y se confundió con el suelo, desparramada en una limitada zona. Unos momentos, brevísimos e inacabables a la vez, de terrible calma parecieron señorearse de todo. Hasta que el aeropuerto se convirtió en un infierno. Los coches de auxilio, graznando sus sirenas, se lanzaron a toda velocidad hacia el lugar donde aquellos restos ardían. Les siguieron las ambulancias. El público se agolpaba en el mirador, presa de ansiedad y de terror. Se escuchaban gritos inenarrables, llantos histéricos. Muchos de los pasajeros que se encontraban en la sala de espera, en las dependencias diversas de la terminal, sufrieron colapsos. Aquellos lugares, donde reinaba habitualmente la rutina y la serenidad, se habían convertido en un caos. Ante nuestros ojos, se acababa de consumar una tragedia espantosa: un avión reducido a pedazos incandescentes, desaparecido. Atónito, lleno de horror, sin poder pensar, me tapé el rostro con las manos. Por una de esas inexplicables asociaciones que se manifiestan en nuestro cerebro, desordenado por un fuerte choque emocional, veía con toda claridad las piernas perfectas de aquella azafata que ya no existía, que ya no ofrecería chicle en una bandeja a los pasajeros, que ya no sonreiría jamás.
Una mano poderosa me llevó hacia afuera, a un sitio menos invadido por el gentío. Busqué con la mirada al que había sido mi compañero y le vi a lo lejos, emergiendo de la masa humana, contemplándome. Me sonrió y me hizo un ademán de despedida. Quise correr hacia él, hacia el hombre o fantasma al que probablemente debía seguir viviendo; pero se desvaneció sin dejar rastro.
Con rapidez, en el aeropuerto, se estaban restableciendo los servicios, procurando Que la vida siguiera. Coches de bomberos y ambulancias ostensiblemente inútiles iban y venían. Gran número de policías habían acordonado el lugar del siniestro. Un hombre mayor se acercó a mí.
—Oiga, ¿no es usted hijo de mi amigo Juan Arnaldos?
Sí, yo, Martín Arnaldos, era hijo de Juan, mi padre. Recordé al señor Pía, el rico terrateniente que llevaba varios años sin aparecer por nuestra ciudad.
—Ha sido terrible, ¿verdad? Creo que todos han perecido.
Me así a él con desesperación. Le conté por encima, sin aludir a Froilán Crespo, lo que me había ocurrido. Mi increíble suerte de haber perdido el avión. De encontrarme vivo aún.
—Ven. Necesitas descansar y alejarte de aquí antes de que te descubran los periodistas. Te llevaré a mi finca y, rodeado de campo, podrás reponerte de este «shock» tremendo. Y, de momento, no te preocupes de más.
Me fui con él, en su automóvil. Tras una hora de marchar por una buena carretera y tomar luego por un desvío pedregoso, llegamos a una gran casa de campo. Anochecía. Me llevó a una sala y me ofreció café y una copa. Bien necesitaba ambas cosas.
—Creo que, hace tres años, ocurrió algo parecido. ¿Es cierto?
Porque aquello era lo que me obsesionaba.
—Sí. Idéntico en realidad. Aquí tengo la colección del periódico, una vieja manía.
Rebuscó y encontró con facilidad la fecha. Miré con avidez aquella información: grandes titulares, muchas fotografías. Detalles del accidente, como los que mañana traerían de nuevo los diarios. Una foto me llamó la atención. Se leía en el pie: «El primer piloto del avión, don Froilán Crespo, víctima también del lamentable suceso». Desde el periódico, me contemplaba, levemente sonriente, mi compañero de viaje.
El señor Pía, al comprobar mi turbación, me quitó el papel de las manos.
—Ahora, procura no pensar en ello, muchacho. Quédate aquí unos días. El aire libre te hará bien. Podrás bañarte en la piscina, montar a caballo si te apetece, jugar al tenis. O tumbarte bajo un árbol. Tus nervios lo necesitan. Y cuando estés más tranquilo, te enseñaré mis posesiones. Nunca conseguí que tu padre viniera a verlas.
Me llenó otra vez la copa.
—Aquí hay cosas interesantes, ya verás. Te llevaré a una mina abandonada, que no he explorado nunca por completo. Tú me ayudarás.
Dejé caer la copa al suelo. Recordé, angustiado, el sueño ¿Té tía Elisa. En cualquier otra circunstancia me habría reído de ello. Pero estaba entonces excitado y no era dueño de mí. Creí comprender por qué había sido salvado de morir en el avión y para qué se me traía a la vecindad de aquella mina. Me alcé apresuradamente de la butaca y, sin pronunciar palabra, corrí hacia la puerta de la casa. Traspuse el umbral y seguí corriendo, con la idea de que la Muerte me pisaba los calcañares. No escuchaba los gritos alarmados de Pía, que se fueron quedando muy atrás. En medio de la noche, que ya había caído por completo, ennegreciendo el campo, busqué la carretera principal, dispuesto a regresar a la ciudad, a alejarme de allí, en «autostop», para siempre.
Y, mientras corría, maldije a tía Elisa y a sus sueños asesinos. Pobre tía Elisa, no tenía la culpa. Pero la maldije, la maldije con toda el alma. Con mi alma maltrecha por tantas atormentadoras emociones.