II
Casi cinco siglos más tarde, en las postrimerías del XIX, un destacamento de caballería al mando del mayor Elwin Chesterton recorría la Florida en la campaña contra los indios «seminolas». Habían realizado una dura jornada y los hombres estaban cansados. El mayor pensó que no podía exigirles más y decidió concederles un descanso.
—Sargento —ordenó a un rudo veterano de las guerras indias—. Mire a ver si hay por aquí cerca un manantial donde llenar las cantimploras... Deje, yo iré con usted...
En tanto que los soldados se disponían a establecer el campamento, ambos hombres se alejaron, internándose entre la tupida vegetación. De repente, los pies del sargento encontraron un obstáculo inesperado e instantáneamente su vista se inclinó hacia el suelo.
—¡Por Jove! —masculló—. ¡Un esqueleto!
Un montón de huesos carcomidos por el tiempo, cubiertos por una oxidada armadura. La calavera medio oculta por un antiquísimo casco de hierro...
El hallazgo no sorprendió gran cosa al mayor. Conocía las andanzas de los españoles por aquellas tierras y no era tan ignorante como para no saber que la Florida había sido descubierta por Juan Ponce de León.
—Un antiguo conquistador español —se encogió de hombros.
Su mirada había ido a posarse en unas peñas. Era indudable que allí había existido un manantial, porque podía percibirse claramente la erosión producida por las aguas sobre la roca.
—Mala suerte. Esto debe hacer mucho tiempo que se agotó —dijo entre dientes...
—¡Mayor! —la voz del sargento le hizo volverse sobresaltado.
—¿Qué ocurre?
Los ojos del sargento permanecían fijos en el esqueleto. Temblorosamente lo señaló.
—Fíjese en eso...
Los huesos del brazo aparecían descarnados, deshechos casi. Pero al final, la mano se mostraba entera, tan fresca como la de un ser vivo. Las uñas, la piel morena y el leve vello que cubría la piel...