I

Elmer Clayton extendió los brazos, bostezando. Su aburrimiento era atroz... Fue a moverse y apenas si lo consiguió, tal era su obesidad. Pensando que quizás la «stereo-visión» pudiera distraerle, pulsó el botón instalado en el brazo de su sillón e inmediatamente la pared frontal del sitio que ocupaba se iluminó, dando paso a la imagen en colores y sentido tridimensional. Como siempre, la película trataba de lo mismo... La serie interminable de «robots» trabajando en una fábrica, en tanto que la voz del locutor anunciaba orgullosamente que se habían reducido los tiempos... Fastidiado, Clayton cerró la conexión. Eran las once de la mañana y tenía todavía un largo día por delante... ¡Dios mío, qué aburrimiento! Quizás recurriendo a la lectura. Fijó sus ojos en la biblioteca, calculando que le separaban unos tres metros de ella. «Demasiado esfuerzo», pensó. ¡Para eso estaban los «robots» servidores! Pulsó otro timbre y muy pocos segundos después ya tenía frente a él al «robot» bibliotecario. «Una máquina perfecta», reflexionó Clayton, contemplando la imitación humana, construida en brillante material plástico.

—Elígeme una novela, X-10 —solicitó.

La máquina conocía su oficio. En seguida eligió un tomo, llevándolo al hombre hundido en el sillón.

—«Lo que el viento se llevó» —anunció con su metálica voz—. Autor: Margaret Mitchel... Siglo XX.

—Léemela...

Clayton cerró los ojos. Sería un disparate cansar su vista, teniendo a su servidor mecánico dispuesto a tomarse aquel trabajo por él.

Zumbó el «visófono» y Clayton bajó la pequeña palanca que establecía la comunicación. En la pantalla iluminada surgió la cara de su mejor amigo, John Davison. Con la misma cara de aburrimiento que él...

—¿Qué haces, muchacho?

—Nada... En estos momentos, mi «robot» lector se disponía a entretenerme con una novela del siglo XX...

—¡Pues no te has ido lejos! En pleno siglo XXIII, leyendo una antigualla como ésa...

—¿Y qué quieres que haga? —se quejó lastimeramente Clayton—. ¿Sabes tú de alguien que se tome el trabajo de escribir en esta época?

—¿Escribir? —el horror se reflejó en el semblante de Davison—. ¡No digas sandeces, viejo! ¡Para eso están las máquinas literarias!

—Pues, entonces...

—¡Vaya día que nos espera! Y mañana será lo mismo... y pasado... ¡Qué aburrimiento!

Se cortó la comunicación. Fuera de la estancia hubo un ruido de ruedas al deslizarse suavemente por el pavimento y apareció la esposa de Clayton, tan gruesa como él, sentada en la máquina «velocicleta», movida por energía nuclear.

—El desayuno, querido —ofreció una pastilla de color rojo.

A desgana, Clayton se tragó la cápsula. Lo hizo a regañadientes, quejándose del trabajo de mover las mandíbulas para abrir la boca. «El día es demasiado largo —pensó—. Lo mejor será tomarme una dosis de "Dormiex" y pasármelo en un sueño...»

Por aquellos días la Humanidad había avanzado mucho. Las máquinas lo hacían todo, absolutamente todo. Existían los «robots» pintores que manejaban los pinceles siguiendo las indicaciones mentales de los artistas, los «robots» literarios, los pensadores y filósofos... y así sucesivamente. Ningún trabajo manual era efectuado por los seres humanos. Y el resultado eran generaciones de seres abúlicos, inmóviles en sus cómodos asientos, ni siquiera tomándose la molestia de andar, porque los asientos eran dirigidos a voluntad. El Ejército y la Policía habían desaparecido asimismo, suplantados por los llamados «robots de defensa». Pero la mayor monstruosidad la constituía la inseminación artificial... ¡Hasta el amor había matado aquella supercivilización!

* * *

—Hola, Davison... Otro día...

—Ayer tuve que tomar una dosis doble de «Dormiex» —se quejó el aludido—. De lo contrario, me hubiera pasado la noche despierto...

—He oído hablar de unas nuevas pastillas que han inventado los «robots» investigadores —explicó Clayton—. Será cosa de probar...