III
El sol iluminaba el ya conocido espectáculo de los grupos nativos reunidos bajo aquella cubierta transparente. El profesor Cambell caminaba de un lado para otro, poniendo a punto las computadoras a fin de que fueran engullendo y asimilando, si era posible, todo cuanto se dijera en los grupos.
—¡Hallkamm! —gritó bruscamente alguien—. ¡Hallkamm, Sah!
La asamblea había dado comienzo.
—¡Hallkamm, Sah! —corearon todos los demás nativos.
Siguió un buen rato de silencio colectivo, hasta que los grupos rompieron el fuego de su palabrería ininteligible. El profesor Cambell se acercó a un grupo y permaneció allí, de pie, sin dejar de contemplar a todos y cada uno de los que iban tomando la palabra. Los demás técnicos de Cambell habían desalojado el barracón.
—Para encontrar el curso debemos encontrar también lo imperceptible.
—El aliento es ooz. Cuando un ooz cruza y se alza ya no se le ve. Y cuando vuelve es otro. No nos sirve el ooz.
—Un sutil enrarecimiento basta para obstruir la salida. La salida existe. El sutil enrarecimiento permanece. Será difícil la salida.
El profesor Cambell blasfemó en silencio contra aquellos endiablados seres que hablaban y hablaban y no decían nada. Y se fue a parar a otro grupo. Allí estaba el anciano de las infinitas arrugas. Parecía haber un orden en algo: en la combinación de los individuos dentro de los grupos. Nunca los componentes eran los mismos. Esto, seguramente, quería decir algo.
Con las manos cruzadas por detrás, Cambell se detuvo ante el grupo y se dispuso a escuchar.
—Un cambio de posición efectivo está, seguramente, en la luz de las estrellas.
—Si hay estrellas girando en cualquiera de ellas, estará abierta la raza.
—Cuando se llevaron al valioso Ghim ellos lloraban de tristeza. Creo que la risa era por marcharse. Ghim no tuvo tiempo de hablar.
—El ooz no se marcha. El extraño siempre vuelve, inmutable, y se queda. Alguien debe encontrar la salida. La salida está cada noche. En todas las noches. ¿Cuántos quedamos?
—Los hijos alcanzan las estrellas. Los padres vuelven a por ellos. Y cuando todos están juntos lloran. Las estrellas son la noche y la noche también llora.
—No hay fricción. Sólo la vida cuando están casi muertos en su ciudad. Por esto siempre existirán los ooz.
—Uno se va y vuelve. Otros se alejan y se alejan y, cuando ya no hay memoria en ellos, él grita feliz. El planeta tiembla antes de escupir. Por esto la noche debe estar próxima; es necesario que esté próxima. El planeta tiembla.
—La luz debe de ser para todos. Una luz aislada se apaga en seguida con la llegada de los padres. Y aunque lloran y lloran nada pueden hacer.
—¿Por qué vienen los hombres? El ooz no se marcha; únicamente se aleja. Debemos estar todos con la luz.
—La partida hará llorar a todos —dijo el anciano, levantándose y comenzando a caminar—. El ooz también.
Cambell le preguntó:
—¿Qué es el ooz?
—Existe un ruido de la vida en Milton —respondió el anciano, y salió iniciando el desfile de todas aquellas criaturas inverosímiles.
El profesor Cambell permaneció allí absorto en sus pensamientos, en espera de que los técnicos ayudantes entrasen para recoger todo el material y trasladarlo en las motonaves a la base.
Y cuando todo estuvo en orden, dentro de los móviles, Cambell, retirando el sudor de su rostro con su pañuelo, se recostó sobre el respaldo del asiento.
—¿Algo nuevo, profesor? —preguntó alguien a su espalda.
—Nada, Elias, todo es un endiablado embrollo.
—Parecían muy fatigados los nativos. Yo les vi más tristes que otras veces.
—A veces me parece que en ellos la tristeza es la verdadera felicidad. De modo que, ¡vaya usted a saber!
—Son misteriosos en verdad estos elementos...