II
Una nueva idea es como un búfalo asustado por un estampido en la calma de la pradera. Una nueva idea es como un tiro de rifle en un planeta sin atmósfera. Lo que quiere decirse es que nunca se sabrá hasta dónde puede llegar el búfalo en su alocada carrera, ni cuál será el destino del proyectil.
En vista de este principio tan solemne, el profesor Cambell también tuvo una idea nueva respecto a los habitantes del planeta Milton.
Un planeta antiguo es, ante todo, un planeta antiguo. No debemos olvidarlo. De modo que cuando nos encontramos con una ciudad cuya mayoría de edificaciones e instalaciones ya no son necesarias, ya no tienen ninguna utilidad, ni siquiera para los propios nativos, quiere esto significar que tales instalaciones y edificaciones ya no cumplen su cometido para el que fueron realizados o que los nativos se han olvidado de cómo emplear todo el complejo disponible. Un legado perdido.
El dictamen, al cual habían llegado varios investigadores que fueron llamados a Milton, un delicioso planeta situado en una de las numerosas órbitas de un sol bautizado con el nombre de Dilmun, fue que los habitantes del tal planeta habían llegado a un estado avanzado de endurecimiento de sus células cerebrales. Pero que, a pesar de este endurecimiento celular, los nativos eran unos seres felices. No se les había hallado signo alguno de que se considerasen una cuadrilla de desgraciados. Su planeta era un paraíso. El sistema entero era un paraíso. De ahí los nombres de Dilmun para el sol y Milton para el planeta.
En las primeras visitas a las familias que constituían las diferentes sociedades de Milton, Cambell creyó que aquellos individuos bromeaban a costa de él. Más adelante llegó a la conclusión de que aquellos seres tan amables se expresaban de aquella forma para evitar ser comprendidos por los extraños hombres de la Tierra. Y al final consideró que ésta era la manera de ser de los nativos.
¡Qué misterios no encerrará el Universo! Y una cosa se podía decir del misterioso planeta Milton: sus moradores eran unas criaturas honradas y sinceras. Y, también, muy inteligentes.
La idea de Cambell, el profesor Cambell, para ser correctos, era introducir en una reunión de nativos una serie de computadoras, equipadas con sus traductores automáticos, partiendo de lo que ya se sabía del idioma, y los dispositivos de fichas para poder alimentar a las computadoras. Estas digerirían perfectamente toda una sesión de nativos en pleno cambio de impresiones.
Y como los nativos eran tan amables, no tendrían inconveniente alguno en permitir verse rodeados de todos aquellos aparatos. Después, con los grupos en plena actividad, solamente estaría presente Cambell, a fin de no estropear la posible intimidad del hogar...
Así, pues, fueron instalados los cerebros electrónicos en el barracón o edificio que servía de diaria reunión a los nativos. Todo fue preparado con una gran minuciosidad. Cada equipo contaba con la computadora, traductor y complejo coordinador. Después de la sesión se quedarían solos los técnicos estudiando los resultados. Una gran tarea le esperaba al profesor Cambell.
Un día, vísperas del experimento, se acercó Cambell a una ciudad abandonada, de las muchísimas que había en Milton. Nunca había creído en los rumores respecto a los sonidos extraños que salían de algunas de estas ciudades. Generalmente, estas ciudades estaban constituidas por grandes bloques de edificios de granito, un granito blanco pulimentado. No tenían huecos en sus superficies verticales. Tan sólo algunos relieves de formas decorativas, aunque de una fría geometría. Estaban estos bloques unidos por unas pasarelas de un material pétreo cuya característica principal había sido conseguir con ello un estilo de gran esbeltez. Cualquier ingeniero de la Tierra se hubiera estrellado ante un análisis de estas estructuras. A pesar del mucho tiempo que al parecer había transcurrido desde que fueron abandonadas las ciudades, éstas se mantenían muy limpias. Tan sólo se apreciaban finas capas, va sedimentadas, del polvo de Milton.
Las avenidas, muy amplias, daban una sensación de grandeza perdurable, producto de una raza exquisita y de una concepción arquitectónica encantadora. Habían practicado la jardinería y sus esculturas parecían surgir de la superficie del polvillo como manos de hombre gigante señalando al cielo tratando de captar «algo» de allí.
Cambell iba paseando, maravillándose de todo aquello. A Cambell le gustaba recrearse con la belleza arquitectónica de Milton. Caminaba como en éxtasis. Y, tal vez por esto, no advirtió en los primeros momentos aquellos sonidos que surgían de todas partes, como algo vivo.
¡Algo vivo! Ya se sabe lo que pasa cuando uno se encuentra de visita en un pueblo abandonado, en una aldea sin habitantes, en una ciudad de vacío completo a través de los siglos. Nadie ignora lo que hay en una ciudad muerta.
Cuando Cambell se apercibió de que algo desconocido hasta aquel momento le estaba rodeando, apresuró el paso en busca de espacios más libres, camino de la nueva civilización, la civilización de los invasores terrestres que estaban constituyendo sus propias colonias-base. El sonido entrañaba una cierta solidez, algo agobiante que le oprimía los sentidos y hasta las arterias. Su sangre parecía retenerse allí donde se encontraba en el momento de iniciarse aquella vibración que producía los más extraños sonidos que hubiera escuchado jamás.
Aquellos bloques estaban ocupados por algo. De ello estaba seguro, aunque las fuerzas de acompañamiento en las expediciones y ahora en las colonias no habían descubierto nada. Descubrió una rampa de acceso a una de aquellas esbeltas pasarelas y comenzó a caminar por ella. Su propósito ahora era avanzar todo lo posible hasta el interior de uno de aquellos bloques. La extraña opresión no cesaba ni un solo instante. Y, a medida que ascendía, el sonido parecía debilitarse más. Llegó a la pasarela y lanzó una mirada a ambos edificios opuestos. Uno de ellos le llamó la atención por su mayor abertura en el hueco de lo que cualquiera hubiera denominado fachada. Cuando se introdujo por aquel hueco se dio cuenta de su imprudencia. El sonido cesó súbitamente. Un murmullo se extendió por todo el ámbito: parecía partir de una especie de esfera situada en la parte superior del edificio.
La sorpresa es lo único que necesita el investigador para aumentar todavía más su curiosidad. Cambell esperó pacientemente, en plena tensión, a que «aquello» se apaciguara. La gran esfera pareció vibrar y su tono de luz que recibía del exterior fue perdiendo visor, hasta ser enteramente transparente. Algo o alguien había desalojado la esfera y Cambell no había podido saber qué era. Ahora estaba igual que antes de apercibirse del extraño sonido que lo llenaba todo y que le oprimía como algo denso y material. La esfera estaba vacía; eso era un hecho. Y los que continuamente patrullaban por las ciudades no habían descubierto nada...
Cambell salió corriendo del edificio y se fue disparado hacia el otro hueco al lado opuesto de donde se encontraba en aquel momento. Sus zapatos levantaban leves montoncitos de polvillo que parecía sostenerse breves instante en el aire antes de volver a ocupar el lugar que le correspondía. Cambell traspasó el hueco del otro edificio y dirigió su mirada hacia lo alto. Y allí estaba la gran esfera. Pero también había sido vaciada por sus seres, a juzgar por sus transparencias. Y cuando Cambell, ya más sosegado aunque no menos intrigado, acabó de salir de la ciudad, analizó la cuestión, reconociendo que el problema no había sido ni siquiera planteado por los exploradores de Milton. Es decir, que en las memorias y análisis no se decía nada. Tan sólo algún tiempo después de haber dado comienzo la colonización se hablaba de sonidos extraños salidos de las viejas ciudades abandonadas. ¿O no estaban tan abandonadas como se había creído? Pero rumores eran rumores y éstos se disipaban inmediatamente de haber sido difundidos, como la brisa, como el aire en las montañas, como el canto de los pájaros en las vertientes peladas de las grandes dunas de Milton, como el canto de añoranza de un hijo de la Tierra cuando se siente triste en una tarde cualquiera. Todo se disipa, sí; hasta los rumores.
Cambell respiró con ansiedad el magnífico oxígeno de Milton y permaneció con la boca abierta masticando el espíritu inquietante de aquel disciplinado planeta.