LOS FANTASMAS DEFENSORES DE LA TIERRA
La gigantesca nave en forma de cigarro puro apareció al amanecer sobre el Mediterráneo oriental, siendo detectada por los radares turcos. Inmediatamente se dio la alarma, transmitiéndose en el minuto siguiente a todas las bases de la O.T.A.N. en la región. El Pacto de Varsovia fue alertado algo más tarde, cuando las pantallas de radar del portahelicópteros «Moscba» denotaron la presencia de aquel monstruoso «OVNI» sobre las islas del Egeo. Aproximadamente una hora después, todas las emisoras de radio interrumpieron sus programas para dar la noticia.
Los primeros momentos fueron de recelo y mutuas acusaciones. Los Estados Unidos y la Unión Soviética fruncieron el ceño y se miraron mutuamente con desconfianza. Luego fruncieron aún más el ceño y miraron a la China Popular con más desconfianza todavía. Los chinos, por su parte, les devolvieron con creces la mirada y la desconfianza.
Cuando la verdad evidente se abrió al fin camino, la desconfianza cedió paso al pánico. Aquella enorme nave no podía proceder de ningún país terrestre. Llegaba «de allá afuera», de los abismos misteriosos del espacio cósmico, y su venida podía significar cualquier cosa. El teléfono rojo entró en funcionamiento, y el tráfico en las comunicaciones internacionales se triplicó en las horas próximas al mediodía.
Entretanto, la nave continuaba su camino hacia Occidente. No iba excesivamente rápida, como si realizara una exploración exhaustiva del terreno o como si vacilara en la elección de su punto de aterrizaje. Finalmente descendió hacia el Sur e hizo su aparición sobre la blanca ciudad de Argel, sembrando el pánico entre sus habitantes. Su negra sombra se cernió sobre la ciudad moderna, desde el puerto hasta las primeras callejas de la Casbah. Quedó inmóvil en el aire como un gran dirigible inflado de gas.
No tardaron en hacer su aparición los primeros reactores de las Fuerzas Aéreas Argelinas. Una escuadrilla de Mig-21 atronó el espacio, trazando un tirabuzón en torno a la nave extraterrestre. Los pilotos tenían orden de no disparar sus armas en ningún caso, de manera que se limitaron a dar varias vueltas en torno al objetivo.
Pasados los primeros momentos de pánico, calles y terrazas aparecieron repletas de público. Se hicieron miles de fotografías, al tiempo que innumerables prismáticos y telescopios apuntaban a la inmóvil masa celeste. El murmullo de los comentarios y las conversaciones resonaba en toda la ciudad. Todos esperaban que la nave extraterrestre hiciese algo.
Y desde luego no se vieron defraudadas. De repente, las conversaciones se resolvieron en un unánime grito de terror exhalado por miles de gargantas. La nave no se había movido, ni nada parecía haber cambiado en ella. Pero los siete Mig-21 se desintegraron de pronto en el espacio, dispersándose sus restos en todas direcciones.
—¡Comandante Ran-Kulg! ¿Por qué ha hecho eso?
Rang-Kulg se volvió majestuosamente hacia el periodista. Desde el primer momento le había molestado su inclusión en aquella nave a su mando. Conocía y despreciaba aquella estúpida cadena de prensa, pacifista y llorona, opuesta siempre a los designios de grandeza de Klang y de la raza que lo habitaba. Bien, debía soportar a bordo aquel estorbo, pero no pensaba dejarse influenciar en absoluto por él. Y se lo haría saber a las claras.
—Esos aparatos eran evidentemente hostiles para la seguridad de la nave —dijo con toda la ironía de que fue capaz—. He actuado completamente de acuerdo con los Reglamentos Navales...
—¡Esos aparatos aéreos ni siquiera nos habían atacado!
—Según mi criterio, su intención era agresiva —se mofó Ran-Kulg—. Y en esta nave mi criterio es el que prevalece. Informe a sus lectores como lo tenga por conveniente.
—Puede estar seguro de que lo haré —exclamó el otro, con rabia—. Eso ha sido pura y simplemente un crimen.
Ran-Kulg hizo un movimiento claramente despectivo.
—Repita eso y le haré encerrar. En esta nave mando yo, y no tolero que se discutan mis decisiones.
Una luz apareció en el comunicador principal. El comandante lo conectó y al momento llegó un parte oral procedente del puente inferior.
—Se nos está atacando con proyectiles explosivos. Llevamos contadas quince explosiones contra nuestra barrera de protección. En este momento detecto tres más.
Ran-Kulg se volvió hacia el periodista, triunfante.
—Sus pacíficos nativos...
—¡Naturalmente! —estalló el otro—. Usted les ha atacado sin previo aviso ni provocación por su parte. Se limitan a defenderse. Ha echado usted a perder toda posibilidad de un contacto pacífico.
—¡Al diablo el contacto pacífico! —replicó el comandante—. Estos primitivos imbéciles no necesitan sino un buen garrotazo que les enseñe quién es el más fuerte.
Se aproximó al archivo y pasó la mano sobre las colecciones de placas metálicas micrografiadas que contenían los Reglamentos Navales.
—Agresión no provocada por parte de los indígenas de un planeta en curso de exploración... La respuesta es evidente e incluye un escarmiento lo suficientemente enérgico como para que los nativos renuncien a cualquier futuro ataque a la nave o a sus tripulantes. Articulo ciento veinticuatro del Código de Exploraciones Interestelares. Dadas las circunstancias, estimo oportuno el uso del «nakla».
El periodista dio un respingo.
—Comandante Ran-Kulg, usted no puede desencadenar el «nakla» sobre una ciudad habitada —el horror no le permitía levantar la voz.
—¿No? —preguntó humorísticamente el comandante—. ¿Por qué no, si puede saberse?
—¡Porque eso sería espantoso! —gritó al fin el periodista—. Allí abajo hay miles de personas. Si el «nakla» cae sobre ellos... verán como sus cuerpos se desintegran lentamente en el aire, junto con todas sus pertenencias. ¡Sería horrible!
—Pues precisamente por eso voy a utilizarlo —rió el oficial—. Lo suficientemente horrible como para que los supervivientes de esa ciudad nos muestren el debido respeto cuando descendamos. Constituirá una saludable advertencia para aquellos que se han atrevido a dispararnos con sus cañones.
Sin hacer caso a las protestas del periodista, dio las oportunas órdenes por el comunicador. Al placer de aniquilar al enemigo se unía el del desprecio que hacía a aquel estúpido y a sus sensibles ideas. ¿Acaso el glorioso planeta Klang había conquistado su imperio cósmico a base de altruismo y «respeto a los indígenas»? Cuando los nativos se dieran cuenta de quien tenía la fuerza, sólo entonces valdría la pena hablar con ellos y exponer las condiciones de la anexión.
Aún intentó el molesto periodista un último recurso a favor de la ciudad extranjera.
—¡Espere! —dijo—. Déjeme descender a mí solo en esa ciudad. ¡Le prometo lograr un acuerdo respecto a nuestro aterrizaje!
—Usted no forma parte de la tripulación de la nave —se burló el otro—. No puedo permitir que se ponga en peligro. El método que voy a emplear es mucho más sencillo y seguro.
—¡Pero no puede usted cometer ese crimen!
—No, ¿eh? —preguntó el comandante. Y gritó ante el micrófono—. ¡Ejecución!
Un terrible halo pálido surgió de la proa, cayendo de lleno sobre la ciudad. Estaban demasiado lejos para ver el espanto de las gentes, pero al poco tiempo vieron derrumbarse varios edificios, hundirse algunas de las embarcaciones ancladas en el puerto.
—¡Esto les enseñará quiénes somos! —gritó Ran-Kulg, excitado—. Si ha quedado alguien con vida, lo pensará dos veces antes de volver a atacar una nave klanguiana.
—¡La opinión pública se enterará de esto, comandante! —amenazó el periodista.
—¡Me importa un bledo la opinión pública! —exclamó alegremente el comandante—. Sé que el Almirantazgo me respaldará. Voy a dar al Imperio un nuevo planeta, y sólo los traidores se opondrán a ello...
—¡Yo me opongo a ello, y no soy ningún traidor! —se indignó el otro—. Esos indígenas tienen una civilización relativamente elevada.
—Su opinión no me interesa. Según la mía, la única que debe ser tenida en cuenta mientras mande esta nave, la gentuza de ahí abajo no alcanza el nivel de inteligencia suficiente como para poder ser llamada civilizada. ¡Opóngase, si gusta! Quizá su protesta llegue al Ministerio del Espacio dentro de un par de años, cuando aquí exista ya una floreciente colonia.
»¿Piensa que se cambiará de opinión entonces, y se repatriarán los nuestros, con los gastos que todo ello ocasiona... para dar gusto a esos estúpidos nativos?
—Su deber es dar un informe exacto y ecuánime sobre los nativos.
—¡Mi deber es contribuir a la gloriosa expansión del Imperio Klang... mi patria y también la suya, aunque eso le traiga sin cuidado! Y si para ello debo pasar sobre los cadáveres de cien millones de astrosos nativos... no tenga duda de que lo haré. ¡Ahora cállese un poco, para variar!
Pasando junto al indignado periodista, Ran-Kulg se dirigió de nuevo al comunicador.
—Teniente Rig-Kalash —llamó.
—¡A sus órdenes, mi comandante! —respondió en el acto el altavoz del comunicador.
—A usted le cabe el alto honor de colocar la enseña klanguiana sobre este nuevo planeta. Prepare para el aterrizaje su unidad blindada de desembarco. Nada más. ¡Piloto!
—¡A sus órdenes, mi comandante!
—No quiero que se tome tierra en medio de esta ciudad de carroñas. Busque algún lugar apropiado algo más al Sur. Nada más.
Conectó la pantalla de visión inferior, siguiendo con interés el progresivo alejamiento de la ciudad irradiada. Bajo la nave desfilaron amplias extensiones de territorio punteadas por algunas pequeñas aglomeraciones habitadas. Poco a poco éstas se fueron haciendo más raras, y por fin la nave voló sobre una extensión casi llana, interrumpida por extrañas formaciones geológicas que el comandante no pudo identificar.
—Mi comandante —llamó el piloto—. Podemos enviar las patrullas de desembarco aquí mismo, si no ordena otra cosa.
—¡Bien! Detengan la nave —dijo Ran-Kulg—. ¡Teniente Rig-Kalash!
—¡A sus órdenes, mi comandante!
—Inicie la rutina de desembarco. ¡Ejecución!
Dirigió una mirada al periodista, y de pronto se le ocurrió una idea.
—¡Teniente Rig-Kalash! —gritó ante el micrófono—. ¡Contraorden! Suspenda la rutina de desembarco.
—Rutina de desembarco suspendida, mi comandante —la voz del oficial denotaba una cierta perplejidad.
Ran-Kulg se acercó al periodista.
—Tengo una noticia para usted —dijo con suavidad—. Para proteger la seguridad de la unidad de desembarco, me propongo limpiar de toda vida nativa toda la zona en la que ésta tomará tierra.
El periodista dio un paso atrás.
—¡Lo hace a propósito! —acusó—. Está usted asesinando seres inteligentes tan sólo para contradecirme. Eso es...
Pareció no poder encontrar las palabras. Su indignación colmó de placer al comandante. ¡Que metieran periodistas en su nave! ¡Ya veían el caso que hacía de sus objeciones y sugerencias!
—Cumplo con mi deber, que es poner la vida de los klanguianos por encima de la de cualquier apestoso indígena —remachó.
Y dirigiéndose al comunicador, dio las órdenes oportunas, disfrutando de la furia y el espanto de su indeseado huésped.
Desde todas las torretas artilleras surgieron las radiaciones mortales. La zona fue recorrida en todas direcciones, hasta tener la seguridad de que todo indígena situado en ella había quedado definitivamente destruido.
—Una máxima seguridad en las operaciones es garantía de éxito —citó burlón el comandante, a beneficio del indignado periodista—. ¡Teniente Rig-Kalash! ¡Ejecución!
Los paracaídas de antigravedad se desplegaron allá abajo, y los grandes carros de combate iniciaron su descenso suavemente, listos para entrar en funcionamiento una vez llegados a tierra. De acuerdo con lo previsto en el Reglamento Naval, el gran navío de Ran-Kulg se elevó inmediatamente hasta colocarse fuera de la atmósfera, aunque en continua comunicación con la unidad de desembarco.
—Tomamos tierra —resonó en el puente la voz de Rig-Kalash—. Pongo en movimiento los carros de combate para adoptar una posición defensiva tipo seis.
«Nada había de qué defenderse», pensó Ran-Kulg, distraído. Pero las maniobras reglamentarias debían cumplirse, de todos modos. Deseó poder ver el acto de la toma de posesión, pero la pantalla visora era inútil a tal distancia. Debería conformarse con el relato del teniente.
—¡Atención! —exclamó de pronto éste—. He creído ver un movimiento justo bajo el carro número tres. ¡Doy la señal de alerta!
Ran-Kulg se inclinó hacia el micrófono, incrédulo. ¿Movimiento? En la zona de aterrizaje no podía quedar nada capaz de moverse. Esperó, mientras por el altavoz llegaban, confusas, las órdenes de Rig-Kalash a los tripulantes de los otros carros.
—Rectificación —informó al fin el teniente—. No ha habido movimiento alguno extraño. Se trata de una curiosa formación no orgánica, que el carro ha desplazado hacia un lado. Inicio la ceremonia de la toma de posesión.
Ahora el teniente debía salir del carro y avanzar unos pasos, con la enseña de Klang en las manos. El comandante se emocionó, recordando las ocasiones en que él había hecho otro tanto en planetas desiertos o habitados por indígenas primitivos.
—En nombre del planeta Klang y de la raza que lo habita —inició el teniente la fórmula oficial— tomo posesión de este mundo, de su superficie, de su atmósfera y de sus profundidades, de sus tierras y de sus mares, y también de todos los seres vivos que moren en él ahora y en los tiempos futuros. ¡Qué así sea por siempre!
El comandante cerró los ojos, imaginando la gloriosa enseña klanguiana clavada en aquella nueva tierra... que desde ahora pertenecía al Imperio.
Pero la excitada voz de Rig-Kalash le sacó de su ensueño.
—¡Atención! ¡Advierto movimientos extraños ante mí! Vuelvo de nuevo al carro de combate y tiendo la barrera protectora.
Ran-Kulg se precipitó materialmente sobre el altavoz, incrédulo. Aquello era completamente imposible. ¡La zona había sido barrida concienzudamente! Y cualquier avión u otro aparato aéreo que llegara a ella de improviso hubiera sido detectado por los mismos carros. ¿Qué estaba ocurriendo?
—¡Teniente Rig-Kalash! —llamó—. Le habla su comandante. ¿Han detectado aparatos voladores en las proximidades?
—En absoluto, mi comandante —respondió el oficial—. ¡Los movimientos son cada vez más cercanos, aunque muy confusos! He tendido la barrera.
Ran-Kulg sintió un súbito alivio. La barrera energética detendría cualquier radiación hostil, así como toda bala, granada u obús disparado contra los carros. Si un ser humano pretendía atravesarla sería desintegrado inmediatamente. El teniente y su unidad estaban a salvo de todo ataque exterior. Pero, ¿quién podría atacarles?
—¡Teniente Rig-Kalash! —habló de nuevo—. Examine con atención esos fenómenos de que me habla. ¿No pueden ser remolinos de polvo causados por el viento, o algo semejante?
—¡No es eso, mi comandante! —la voz de Rig-Kalash denotaba un cierto espanto—. Los veo ahora claramente. Son unos seres... u objetos de formas confusas. ¡Mi comandante! ¡Es increíble!
—¿Qué ocurre? —preguntó Ran-Kulg.
Advirtió la presencia del periodista, inclinado como él mismo sobre el altavoz, pero estaba demasiado nervioso para prohibírselo.
—¡Unos instrumentos los captan y otros no! La pantalla cuarta da tan sólo unas siluetas cambiantes, y la sexta no da nada en absoluto. Yo mismo no puedo verles con facilidad... ¡No son seres orgánicos! Parecen estar hechos de niebla... o de arena... ¡Que el Gran Principio nos asista! ¡Se acercan!
—¡Utilice los paralizadores sobre ellos, teniente! —gritó Ran-Kulg.
Hubo una pausa, seguida de un grito de incredulidad.
—¡Los paralizadores no les hacen ningún efecto, mi comandante! Han encajado varias ráfagas, pero pasan a través de ellos como si no existieran.
—¡Desintégrelos! —ordenó Ran-Kulg.
Un nuevo grito le respondió, éste francamente aterrorizado.
—¡Los desintegradores no les afectan tampoco! —aulló el teniente—. Les he disparado con las armas pesadas de los carros, tras bajar un instante la barrera. ¡Ah, algunas de las formas se retiran! Pero una de ellas sigue avanzando, se acerca... ¡Aaaaah!
—¿Qué ocurre? ¡Conteste, teniente Rig-Kalash! —gritó el comandante con todas sus fuerzas.
—¡Es algo horripilante! —gritaba espantado el oficial—. Una cosa en forma de ser humano, pero no construida de materia orgánica, sino de algo indescriptible. ¡Pero tiene brazos, y cabeza, y piernas! ¡Es el fantasma de un ser humano, mi comandante! ¡El fantasma de un ser humano!
—¡Cállese, teniente Rig-Kalash, y no diga estupideces! —rugió el comandante—. ¡Concentre sobre ese ser todo el fuego de sus armas! Los desintegradores, los paralizadores... el lanzador de «nakla»... ¡todo!
—¡Lo estoy haciendo! —fue la desesperada respuesta—. Pero no obtengo el menor resultado... ¡Ah! ¡Ese... monstruo está haciendo algo extraño! Alza una de sus... de lo que deben ser sus manos y la hace girar... ¡Cómo si nos lanzara una maldición...! ¡Oh, no! ¡El carro número cinco ha lanzado una serie de chispas... y ha sido destruido! Veo brotar el fuego. El tripulante intenta abandonarlo...
—¡Cierre de nuevo la barrera, maldita sea! —gritó Ran-Kulg, como si pretendiera hacerse oír sin necesidad de comunicador.
—La barrera está activa, mi comandante. ¡La forma sigue agitando el brazo en movimientos circulares y...! —siguió un grito inarticulado.
—¿Qué ocurre? ¿Qué ocurre?
—¡Ha muerto el sargento Rotum-Nesh, mi comandante! —respondió el oficial, con la voz cada vez más alterada—. He visto su cabeza saltar en pedazos... ¡el carro de combate se incendia ahora! ¡Mi comandante, la barrera energética no es obstáculo para las fuerzas que nos atacan! ¡Sáquenos de aquí, por favor!
Ran-Kulg sintió como se posaba sobre su espalda la mano del periodista.
—Esos soldados van a morir —dijo éste—. Debemos descender para salvarlos.
—No puedo poner en peligro mi nave —respondió el comandante—. Los reglamentos me lo prohíben. ¿Pero qué es lo que está ocurriendo allá abajo?
—¡Mi comandante! —llegó la voz asustada de Rig-Kalash—. El carro número dos ha sido también destruido, por el Principio ¡sáquenos de aquí antes de que perezcamos todos! He puesto los carros en movimiento, pero esa forma es más rápida... ¡Ah! ¡He visto la enseña de Klang caer por tierra... completamente deformada!
—¡Procure retirarse, teniente! —ordenó Ran-Kulg—. ¡Disperse los carros!
—¡El monstruo avanza sobre nosotros! —respondió el teniente—. ¡Ha cruzado la barrera, sin sufrir ningún daño! ¡Oh, Gran Principio! ¡Está subiendo encima de mi propio carro! ¡Mi comandante, es... es horrible! No es un ser humano, ni está construido de materia viva... ¡Es horrible...! ¡No! Le disparo con mi arma portátil... ¡está ahora junto a mí! ¡Nooo...!
Siguió un chillido espantoso, y el comunicador calló definitivamente.
—¡Ha muerto! —exclamó el periodista—. ¿Qué clase de monstruos habitan este mundo? ¿Son acaso... fantasmas, como ha dicho el pobre Rig-Kalash?
—No —replicó el comandante—. ¡Los fantasmas no existen sino en la imaginación de las mentes supersticiosas! No sé lo que hay en este condenado planeta, pero voy a acabar con ello de una vez para siempre.
—¿Qué quiere usted decir?
—¡El Teirón! —gritó triunfalmente Ran-Kulg.
El periodista se le quedó mirando, con horror.
—¡No puede usted matar todo un planeta! —exclamó—. Ese monstruo puede estar aislado... ¡Debemos intentar un contacto con otras gentes... quizá encontremos la explicación!
—¿Qué explicación? —rugió el comandante Ran-Kulg, colérico—. ¿Es que no ha oído usted el relato del desgraciado Rig-Kalash? Son diablos los que moran en ese mundo maldito. Seres monstruosos invulnerables a todas nuestras armas. ¡Imagine que esos monstruos se extienden por el espacio y nos hacen la guerra! No sé si ese supuesto fantasma es un ser aislado, si el resto del planeta está habitado por personas como usted y como yo, hechas de materia orgánica y dotadas de nobles sentimientos... ¡Pero tanto si hay un solo monstruo como si el planeta entero está infestado de ellos... los destruiré! ¡A todos!
Se dirigió de nuevo al comunicador interno de la nave.
—No sé de qué materia estarán hechos esos diablos, pero lo cierto es que viven. Y el Teirón destruye el fenómeno vida, la misma esencia de la vitalidad... en todo el planeta. ¡Armamento! ¡Atención, armamento!
—¡A sus órdenes, mi comandante!
—¡Dispongan el Teirón!
Hubo una pausa.
—Con el permiso de mi comandante —replicó la voz—. Necesito una orden escrita para proceder.
—¡La tendrá!
Rápidamente el comandante Ran-Kulg manipuló en el micrograbador e introdujo la placa en el buzón apropiado.
—¡Reflexione un instante, se lo ruego! —insistió el periodista—. Se trata de destruir un mundo entero, de acabar con toda la vida existente en su superficie...
—Esos monstruos o fantasmas son los seres más peligrosos que nuestra raza ha encontrado hasta el momento en el espacio. ¡Deben ser destruidos! ¡Inmediatamente!
—¿Y la unidad de desembarco?
—Todos deben estar muertos a estas horas. Y si no lo están, tanto peor para ellos. El Almirantazgo me respaldará.
—¡Armamento al habla! —habló el altavoz del comunicador interior—. Hemos recibido la orden por escrito. ¡El Teirón está dispuesto!
—¡Láncenlo sobre el planeta! ¡Ejecución!
Allá arriba, sobre la capa atmosférica, una temblorosa luz verde escapó de la nave klanguiana. Como una centella de extraño color, cayó sobre la superficie terrestre, y allí se dispersó en un millón de corrientes chisporroteantes, que a los pocos metros se hicieron ya invisibles. Las radiaciones destructoras de la vida recorrieron en pocos minutos todo el planeta, no dejando inmune ni una sola pulgada de su superficie. Luego se consumieron por sí mismas, cumplida su misión asesina.
Allá arriba, en la nave, el comandante Ran-Kulg contaba los segundos en el cronómetro incorporado al cuadro de señales.
—Ya ha terminado todo —dijo con una cierta alegría feroz—. Enviaré una patrulla a explorar la superficie del planeta. ¡Teniente Ress-Kal!
—¡A sus órdenes, mi comandante! —respondió el comunicador.
—Tome el mando de la chalupa e inicie una exploración por la zona donde aterrizaron los nuestros. Pero visite primeramente la ciudad donde usamos por primera vez el «nakla». ¡Ejecución!
Se apartó del comunicador interno y ajustó el exterior a la frecuencia que le convenía. El periodista contemplaba todos sus manejos, con expresión hermética.
—¿Qué se siente después de haber asesinado un mundo entero? —le preguntó.
—La satisfacción del deber cumplido —contestó el otro, sin inmutarse—. Esas formas diabólicas constituían una amenaza para el Universo entero, y yo he destruido esa amenaza.
El periodista guardó silencio.
Pronto empezó a actuar el comunicador de larga distancia, recogiendo la voz del teniente Ress-Kal.
—Estamos sobrevolando la ciudad, mi comandante. Naturalmente, falta todo rastro de vida. Descenderemos en una gran plaza.
Hubo una pausa en tanto que el teniente atendía a la maniobra de la pequeña nave auxiliar.
—Aterrizaje efectuado sin novedad —siguió después la voz—. Gran cantidad de edificios se han derrumbado, pero no se ve ningún cadáver. Los nativos debieron encerrarse en sus casas antes de ser alcanzados por «nakla» o por el Teirón. Exploraremos algunas de esas curiosas viviendas...
Estalló un grito inarticulado.
—¡Mi comandante! —aulló Ress-Kal—. ¡Es imposible lo que está sucediendo! ¡Seres vivos, pese al Teirón! ¡Gran Principio, salen de las casas a miles, se acercan a nosotros! ¡Oh, no son seres humanos, son... algo inconcebible!
—¡Despegue! —ordenó el comandante—. ¡A toda máquina! ¡Pronto, si no quiere perecer!
—¡Son los fantasmas, comandante! —la voz del periodista era terrible—. ¿No lo comprende? ¡Son los fantasmas de los seres indefensos que usted ha asesinado, y que añora se alzan en defensa de su planeta natal!
Por una vez, Ran-Kulg no fue capaz de contradecirle.
—¡Atención todos los tripulantes! —gritó en cambio por el comunicador inferior—. Preparados para zarpar en cuanto la chalupa sea recogida. ¡Abandonamos este sistema!
La pequeña Fátima Butaleb había estado toda la mañana guardando el rebaño familiar, de forma que no pudo enterarse de lo que ocurría, ni puede que lo hubiese entendido aunque se hubiera enterado. A la suprema autoridad de sus trece años le había sido encomendada la guarda de otras tantas ovejas, y de ninguna manera podía abandonar tal responsabilidad.
Estaba buscando uno de los animales, extraviado tras de una pequeña colina, cuando vio los extraños objetos. En realidad fue el desesperado balido de terror de la oveja lo que le hizo rodear apresuradamente la elevación, seguida de todo el rebaño.
Había siete objetos muy grandes, dotados de patas que parecían de metal, y cubiertos completamente de luces y bombillas de diversos colores. Eran tan extraños que Fátima ni siquiera tuvo miedo de ellos. Había venido a por su oveja y desde luego no se retiraría sin ella.
Avanzó con precaución, sintiendo a los restantes animales tras ella. No estaba lejos del primer objeto, cuando le pareció ver unos levísimos resplandores que brotaban de él, dirigidos evidentemente a su persona. Curiosa, continuó avanzando.
Sucedieron simultáneamente dos cosas. En primer lugar Fátima descubrió a la oveja, muerta y aplastada por una de aquellas patazas de metal. En el mismo instante, unos nuevos resplandores, éstos de un vivo color rojizo, se desprendieron de las misteriosas máquinas y cayeron sobre ella, produciéndole un fuerte y desagradable picoteo. Sintió como las ovejas balaban de espanto y se retiraban a todo correr.
En ese momento Butaleb pudo haberse retirado, haber huido de lo desconocido. Pero en realidad no sintió ningún temor, sólo una furia terrible. Aquellas cosas, fueran lo que fueran, habían matado una de sus ovejas y espantado al resto. No podía permitir que las cosas quedaran así.
La muchacha requirió la honda que siempre llevaba consigo. Había visto en cierta ocasión cómo su hermano Ahmed abatía un chacal con un arma similar y ella misma había practicado con la suya en las largas y aburridas horas del pastoreo, hasta adquirir verdadera maestría. Escogió un guijarro duro y redondo y, tras hacerlo girar rápidamente, lo proyectó hacia el objeto más cercano.
La piedra alcanzó de lleno el lomo de aquella cosa, haciendo saltar en pedazos un buen número de bombillas. Brotó humo y saltaron chispas en todas direcciones, iniciándose en el instante siguiente un crepitante fuego que envolvió el objeto.
Por un instante Fátima tuvo miedo de haber hecho algo irreparable, de haber destruido una cosa de gran valor y ser merecedora por ello de un severo castigo. Pero ninguna figura vociferante apareció para protestar del estropicio. La única reacción fue un aumento de los relámpagos rojos, dirigidos contra ella y contra las aterrorizadas ovejas que se alejaban a toda prisa.
Aquello acabó de enfurecerla. Bien, aquellas cosas querían pelea y la iban a encontrar. ¡Vaya si la iban a encontrar! Seleccionó una serie de guijarros y contempló con ojo crítico otra de las extrañas máquinas. En el centro de su parte superior brillaba un grupo de luces rojas, que le parecieron relacionadas con los molestos relámpagos. Las tomó como blanco y las bombillas rojas saltaron en pedazos bajo una certera pedrada. ¡Buena puntería!
Fátima Butaleb estaba ahora poseída de una terrible furia destructora. Una detrás de otra, las piedras se estrellaban contra aquellas lámparas luminosas, lanzadas con infalible puntería. Dos de ellas hicieron arder el segundo de los objetos, en tanto que la tercera hacía trizas la mitad de las bombillas que cubrían otro de ellos. La chica advirtió de pronto una delgada placa metálica cubierta de jeroglíficos que alguien había clavado en tierra y de una magistral pedrada la hizo saltar por los aires completamente abollada.
Los objetos todavía intactos habíanse puesto en movimiento, lo que la impulsó a salir en su persecución. Se movían torpemente, por lo que no tardó en alcanzar uno de ellos y trepar audazmente sobre su estructura, llevada por una temeraria curiosidad. Deseaba saber lo que eran exactamente aquellas cosas.
En el centro de aquel maremagnum de cables y lámparas había también un grupo de luces rojas, y fue al aproximarse a ellas cuando la muchacha recibió el susto más grande de su vida. Porque de repente las luces se alzaron y una figura plateada se enfrentó con ella, lanzando incesantes relámpagos escarlata por un tubo que sostenía en una de sus manos.
Chillando de miedo, Fátima Bataleb retrocedió, sintiendo en todo su cuerpo el escozor de las descargas. Pero al mismo tiempo, en un instintivo movimiento de defensa, disparó hacia adelante un fuerte puntapié que alcanzó a la figura en plena cara, haciendo saltar en pedazos todas las luces rojas.
La figura quedó inmóvil, caída sobre el lomo del gran objeto móvil. La chica se arriesgó a examinarlo, y pudo comprobar que no se trataba de ningún ser humano, sino de un simple muñeco de gran tamaño. ¡Y eso era lo que la había asustado! Enfurecida se ocupó de no dejar entera ni una sola lámpara de las que lucían sobre la máquina. Cuando saltó a tierra, las llamas se alzaban ya de todas partes.
Quedaban en funcionamiento tres de aquellos objetos, pero mientras ella se ocupaba del anterior, ya habían tenido tiempo de dispersarse y alejarse. Como uno de ellos se dirigiera al lugar donde debían estar las ovejas, Fátima corrió tras él, temiendo por los animales.
Tardó algún tiempo en aproximarse, y ya buscaba con la vista una piedra apropiada, cuando de pronto todas las luces se apagaron, y la cosa se detuvo con una sacudida. Como ninguna luz volvió a lucir, ni ninguna parte del objeto a moverse, Fátima dio varias vueltas a su alrededor y luego partió en busca de sus ovejas.
Reunidas éstas y recogidos los restos de la que había sido aplastada, la muchacha volvió al escenario de los hechos. Allá a lo lejos, los dos objetos restantes habíanse también detenido, y todas sus lámparas estaban oscuras. Fátima Butaleb pensó de pronto que aquellas máquinas debían haber sido muy valiosas, y que quizá hubiese hecho mal en destruirlas para vengar la muerte de una simple oveja. Bueno, después de todo nadie la había visto. Rápidamente puso en marcha el rebaño y, llevando en brazos el animal muerto, abandonó el lugar de la lucha.
—¡Bien, estará usted contento! —acusó Ran-Kulg al periodista—. Esta vez sus queridos indígenas han ganado. ¡Han puesto en ridículo nuestras mejores armas de guerra y humillado toda nuestra potencia militar!
—Todo esto se podría haber evitado, comandante —respondió el otro—. Si hubiéramos intentado desde el primer momento un contacto pacífico...
—¡Al diablo usted y sus contactos pacíficos! —estalló Ran-Kulg—. ¡Un contacto pacífico con fantasmas, con engendros no vivientes!
—Usted dijo que no creía en los fantasmas —recordó el periodista.
—¡Pues ahora sí que creo, maldita sea! Esos seres de allá abajo sencillamente no pueden existir, no tienen derecho a ello. En todos los planetas que hasta ahora habíamos visitado, la vida indígena era parecida a la nuestra, construida a base de las únicas materias orgánicas posibles, el metal que conduce la electricidad y el plástico que la rechaza. Pero esos seres diabólicos del planeta... ¿de qué están hechos? De polvo, de niebla, de aire... Hemos lanzado contra ellos el «nakla» que acelera la oxidación del metal hasta disgregarlo por completo en pocos minutos, los hemos atacado con paralizadores que interrumpen momentáneamente la energía eléctrica que es la base de todo metabolismo viviente, con desintegradores que hubieran debido aniquilar cuanto de metálico hubiera en sus cuerpos... Les hemos opuesto una barrera de energía que teóricamente debía detener toda radiación, hacer estallar todo explosivo y desintegrar todo metal que la intentara atravesar, incluido el de los proyectiles y también el del cuerpo humano. Y por último hemos usado el Teirón, la radiación inhibidora que reduce a la nada el mismo proceso de la vida... el mecanismo electrónico que compone todo cerebro vivo. ¡Lo han resistido todo! ¿Qué pueden ser sino fantasmas? Esos seres no han sido creados por el Gran Principio, por el Constructor de la Primera Fábrica Automática. No, ésos son los hijos del Caos, del Mal, de la Oxidación... Su sistema solar quedará prohibido para siempre al tránsito de naves pertenecientes a nuestro Imperio, y roguemos porque nunca sean capaces de salir al espacio y llegar a los humanos... esas horribles pesadillas.
El mundo se asombró ante la súbita huida de la gran nave. En los días siguientes, la Prensa de todos los continentes se ocupó de relatar los inexplicables fenómenos ocurridos en la ciudad de Argel, donde casi todos los objetos metálicos habíanse corroído inexplicablemente, causando el derrumbamiento de muchas casas, el hundimiento de barcos y numerosas víctimas que quedaron entre los escombros. Con este fenómeno se solía asociar la desintegración de los aviones exploradores, pero nada podía explicar el hecho de que todos los ordenadores y «cerebros electrónicos» del planeta se detuvieran al mismo tiempo, quedando luego irremisiblemente averiados.
Fueron muchos los argelinos que describieron el platillo volante que se posó en su ciudad para huir precipitadamente poco después. El hallazgo de siete extraordinarios vehículos tripulados por robots, en parte destruidos y en parte aparentemente intactos, suministró material de investigación para varias generaciones de científicos, que no lograron desvelar su secreto.
El conjunto de los sucesos ocurridos aquel movido día dio origen a muchas teorías. En general se pensaba que el fracaso de aquel primer contacto había sido puramente fortuito, y que los extranjeros volverían algún día, debiendo estar entonces todo preparado para establecer una relación verdaderamente amistosa.
Y fue así como año tras año, los grandes telescopios terrestres escudriñaron inútilmente la Galaxia, buscando la imagen de la gran nave en forma de cigarro puro que un día apareciera en los luminosos cielos del Mediterráneo oriental.