IV

Aborrecí al hombre, al señor Ostovic. Aborrecí con fuerza la vida, mi vida, mis vidas. Odié aquel laberinto sin salida, los fantasmas que la visita a aquella ciudad maldita había resucitado. Entre los dos, me sostuvieron y me llevaron, casi inconsciente, a un coche. Fui en un semisueño durante el recorrido. No se había borrado de mi mente Roberto Gray, acaso porque Ostovic, con su intervención, había interrumpido mi proceso hacia atrás, evitando que se consumara. Me inspiraba a mí mismo una envidia atroz. Me llamaba, a Roberto Gray; os llamaba a vosotros, mis amigos. Invocaba la existencia de siempre, la que, durante diecinueve años, llevé aquí, sin sospechar el horrible secreto que me había precedido. Y aún sintiendo viva la desesperación que me correspondía como Joseph Polaceck, Roberto Gray, en su turno, comenzaba a pensar, a maquinar el modo de escapar con bien. Peleaban entre sí, me daba cuenta de que se despreciaban hondamente, el asesino y el estudiante; de que Joseph Polaceck me hundía en la desesperanza, caminando hacia el cadalso. Que habría sido la muerte que le esperara a él y podía volver a ser su muerte o la muerte de los dos, de Joseph Polaceck y de Roberto Gray. Pero Roberto Gray quería cerrar de nuevo el resquicio por el que se comunicaban las dos existencias, con el propósito de idear explicaciones congruentes, que convencieran al señor Ostovic y al aparato que era de temer hubiera tras él. Aquella lucha me dejaba exhausto, sin fuerzas para otra cosa que para dejarme llevar de los acontecimientos.

Tras el «shock», sin embargo, Joseph Polaceck y lo que a Joseph Polaceck concernía diríase que iba desapareciendo, que se esfumaba, haciendo mutis entre bastidores. Aunque hubieran de dejar ya esa huella poderosa e imborrable. Pero la turbación y las angustias pasadas habían sido excesivas para mí. Caí en una postración de la que tardé en salir un tiempo impreciso, días o semanas tal vez. Permanecen en mí como una pesadilla, mucho más irreales, desde luego, que las impresiones que acabo de narrar. Me llevaron de un sitio a otro: de una celda decorosa donde pasaba la mayor parte de las horas, a varios despachos, en los que me interrogaban personas de continente grave, poco propicias a la fantasía y menos aún a la clemencia. El más asiduo era el hombre que me había capturado, el inspector de policía Ostovic, ya entrado en años, que llegaba a veces a mi celda y se sentaba frente a mí, contemplándome largo rato, como si todavía no saliera de su estupor primero o algo en su intimidad se resistiera a aceptarme como Joseph Polaceck. Hubiera yo cometido un error si sus aparentes dudas me hubiesen hecho concebir esperanzas.

Él me contó lo ocurrido veinte años atrás. Joseph Polaceck había sido condenado a muerte por un doble asesinato cualificado por las circunstancias de premeditación y alevosía. Mi memoria no se había mostrado tan completa como para hacerme revivir todo el aborrecible crimen, y el policía me fue dando detalles que me sonaban incomprensibles y en los que mi cerebro, debilitado y atónito, no podía detenerse. Yo protestaba sin excesiva convicción, lleno de fatiga, insistiendo en mi identidad de Roberto Gray. Parecían dispuestos a escucharme y verificar mis protestas acudiendo al Consulado de mi país, dando por posible la autenticidad de mi pasaporte, cuando una prueba definitiva hizo inútiles estas vacilaciones y acabó de perderme.

Ostovic entró una mañana en mi celda con aspecto triunfador y rencoroso:

—Hemos comprobado las huellas dactilares, Joseph Polaceck. Son las mismas. Nada podrá salvarte ya.

¡Hasta las huellas dactilares me había legado mi predecesor! Hasta los trazos insignificantes de la piel eran exactamente iguales, servían para Roberto Gray como antes sirvieron para Joseph Polaceck. Y eran las huellas de un asesino.

—Pero, ¿cómo fue mi muerte? Quiero decir, ¿cómo murió Joseph Polaceck?

Rió el inspector. Me escupió con desprecio:

—¡Ahora quieres hacernos creer tú que tienes un ataque de amnesia!

Pero estaba contento y me habló. Yo era, al fin, el condenado, con derecho a pedir algo antes de morir. Si quería escucharlo todo, peor para mí. En la cárcel de la ciudad donde nos encontrábamos, no ejecutaban la última pena. Había que trasladar al condenado a otra localidad no muy distante. Una mañana, el coche celular emprendió la marcha, por una carretera montañosa que unía las dos villas. El trayecto no era largo, pero sí escabroso. Y el coche celular, con el conductor, Joseph Polaceck y una pareja de policías que le custodiaban, sin que las causas pudieran determinarse, seguramente por un fallo de la dirección, se despeñó por un precipicio y, al estrellarse en el abismo, ardió por completo. En su interior, hallaron después cuatro cuerpos calcinados, imposibles de identificar. Y aquella era la desgracia para mí, para Roberto Gray. Si Joseph Polaceck hubiera perecido a manos del verdugo, nada habría tenido que temer ahora, porque no hubiera habido duda alguna y no podrían cumplir una pena dos veces.

—Sin duda, tú saliste con bien, no sé todavía cómo; algún truco encontrarías y a alguien pusiste en tu lugar. O subiría algún otro compañero a última hora, quién lo sabe.

Y añadió, con una risita:

—Pero, esta vez, te acompañaré yo. Y llegaremos sanos y salvos. Las cosas no se repiten.

Por primera vez, desde el comienzo de la aventura, me permití sonreír yo también. Miré de frente al inspector, sin dejar de sonreírme. Allí tenía a aquel vanidoso estúpido, que aseguraba que las cosas no se repiten. ¿Qué habría sido él en su vida anterior? ¿Un tratante de esclavos? ¿Un cabo de vara? ¿Un proxeneta? Claro que no había muchas cosas peores que un asesino. Pensar en esto me heló la sonrisa en los labios. Ostovic me contempló, pensativo y enojado:

—Eres raro, tú. El diablo sabrá por qué sonríes...

El diablo, sí. Ese divertido personaje, de rabo, cuernos y olor a azufre, debió idearlo todo.

—Sonrío, señor Ostovic, porque es usted un estúpido. No sabe nada de nada.

Y seguí sonriendo. Ya por alarde, porque lo oscuro de mi porvenir me aturdía. El me miró con hosquedad y acabó por encogerse de hombros:

—Sé una cosa, Polaceck: tu fin está próximo. No quiero saber más, para mí es suficiente.

Pero aquella mañana, el inspector se despidió menos contento de sí mismo de lo que había entrado. Molesto, desazonado, como si a él también estuviera haciéndole mella lo insólito de la situación.