ENIGMA EN EL PENSAMIENTO

Castellano de la Puente

Cuando Rodríguez despertó, sintió que su cerebro bullía en una masa informe de ideas. Quedaban restos de pesadilla en sus reacciones. Siempre hay un espíritu de muerte, casi cementerial, en los seres inteligentes que surgen del sueño, de la almohada que le ha impedido seguir pensando de forma lógica y coherente.

—No tengo nada que ver con ese antiguo compañero de milicias que me ofrecía un puro, ni con esa novia indescifrable que me ofrecía sus labios retorciéndose como una serpiente —se dijo. Y fue a afeitarse.

¿Para quién? Estaba allí, voluntariamente encerrado como en una prisión o una clínica. Su único contacto con el mundo era las gracias que de cuando en cuando le daba a la camarera.

Se sabía y se sentía monstruoso. Y conocía la ley de las compensaciones humanas. El ciego acelera su tacto, y el manco su vista. Él aceleraba su inteligencia, ya que no le había sido concedida la belleza exterior.

Manoseó algunos libros. Disfrutaba con muchos párrafos venturosos de gente que nunca había visto cara a cara, pero que se imaginaba inteligente, lista, ágil de dialéctica y de pluma.

Admiraba a quien ponía en el papel, inmortalizándola, la figura de una dama fiel hasta la muerte, y en ocasiones hasta el mismo suicidio. ¡Aquello era el colmo de la imaginación!

Examinó su cuerpecillo enteco, deshecho. Reconoció que el trabajo intelectual agotaba y volvió, paradójicamente, a su mesa de redacción. La denominaba así porque su timidez le impedía considerar que el manejar el lenguaje era una labor.

Se asomó al ventanuco. Llegaban aromas veraniegos de lilas, de tilos, de acacias. Paseaban parejas muy agarradas de la mano. ¿Eran acaso felices? En la mente de Rodríguez seguía medrando el escepticismo. El cielo, borracho de sol, le dio una impresión amarga.

Aún no tenía el cerebro claro. Desdeñó los libros y comenzó directamente el trabajo, releyéndose. Aquello sí que resultaba una tortura: «Faltaba un acento aquí. ¡Vaya, una consonancia!».

El trabajo de ayer no tenía ningún valor. Había que poner otra vez la primera piedra, a empezar de nuevo partiendo de cero.

Se hurgó los dientes y depositó el cigarrillo que acababa de encender en un enorme cenicero que siempre le había disgustado porque le arrebataba espacio en la mesa donde tenían que acumularse textos, manuscritos, varios diccionarios técnicos, rotuladores, un encendedor y una goma circular de borrar tinta de máquina de escribir.

Un pesado texto alemán decía de nuevo —como si nadie lo supiese— que la guerra se divide en convencional, estratégica y atómica. Añadía un apartado: la subversiva.

—Parece mentira que aún no se hayan dado cuenta —masculló en voz alta— de que tanto los conflictos convencionales y estratégicos como los atómicos tienen una raíz basada en la subversión. ¡Esto es un método para cabos primeros!

Después de su triste y no escuchado exabrupto, empezó a traducir despacio y con cuidado.

Hay que aclarar que Rodríguez había sido general de brigada.

* * *

Cuando descansaba después de cambiar de idioma conceptos manidos, tan internacionales que no necesitaban traducción, Rodríguez gustaba de pasear por los cementerios, los desmontes preñados de abrojos y los suburbios donde se entremezclaba lo mísero con lo progresivo. La cabra tira al monte, y la desolación y lo fúnebre atraían al triste, fracasado, degradado y solitario ex general. Y un día, mientras fijaba su mirada vidriosa en un horizonte donde se erguían chimeneas siniestras junto a los viejos cipreses, sentado cerca de un solar donde tres o cuatro ovejas esqueléticas triscaban lo que podían sacar de aquella tierra estéril y parda, se le acercó el pastor que las cuidaba, o casi mejor dicho las acompañaba. Hasta olía como ellas.

—¿Meditando?

Ya se conocían de vista, aunque nunca se habían saludado.

—No. No exactamente —repuso Rodríguez sin cambiar de expresión—. Hace tiempo que llegué a la conclusión de que el pensamiento es la facultad más molesta del hombre. Preferiría ser una de sus cabras...

—Ovejas —aclaró el pastor—. Y aunque le parezca una burrada, estoy convencido de que piensan.

—¡Vaya usted enhoramala con sus convicciones! —se enfureció Rodríguez, que quería soledad—. ¡Déjeme en paz!

—No pienso hacerlo —exhibió una sonrisa plácida el ovejero—, si antes no me da el revólver que guarda en el bolsillo...

El ex militar se irguió atónito.

—¿Cómo sabe usted que...? —masculló.

—Tiene usted una jeta de suicida tremenda. Y además, con ese bigote, esa cicatriz y esas espaldas no le da usted el pego a nadie: militar de academia, de alta graduación, y con condecoraciones para llenar un baúl. ¿Degradado? ¿Fracasado? ¿No grato a la humanidad?

—¡Pájaro de mal agüero! —Rodríguez le dio la espalda al otro y sintió que sus orejas ardían.

Miró hacia el cementerio con avidez. Pese a su carrera, siempre le había gustado pasar inadvertido como una sombra y le molestaban los observadores y los psicólogos de ojeada. Allí, bajo la tierra y la hiedra, se podía vivir feliz, en paz...

—¿No me da el revólver?

—¡No, necio! ¡Vaya usted a...!

—¡Despacio, amigo! —alzó una mano el pastor—. ¡Vengo a proponerle algo mejor, más grato y saludable! Tengo una solución para su problema...

Encogióse de hombros Rodríguez y siguió mirando la copa de los cipreses que barrían el cielo grisáceo como pinceles movidos por una mano lenta y experta.

—¿Sería usted capaz de matar una de mis ovejas?

—¡Pronto quiere usted hacerlas chuletas!

—¡No me venga con sutilezas de cuartel! ¡Mate a una de ellas y recuperará lo que ha perdido: el respeto ajeno, la mujer que amó, los superiores que le felicitaron, los amigos que le tenían simpatía, la belleza, la juventud, la memoria que empieza a hacérsele hueca, la prestancia y la fama!

—¡Cuentos de vieja! Muy fácil me pone usted las cartas...

—No tan fácil. Cuando sienta que llega de nuevo el crepúsculo, cuando intuya que el beso que recibe es el último y cuando lleve a cabo la derrota definitiva, volverá aquí y reencarnará en uno de mis animales. ¿No se ha fijado que siempre es el mismo número de ellos, que no varía? Todos los suicidas que han pasado por aquí mantienen la cantidad: matan a una en vez de matarse a sí mismos, pierden todo motivo de desesperación y automáticamente otro anterior vuelve a ocupar el puesto de la oveja asesinada. Disfrutan de su pasado feliz y, después, cuando están de nuevo hundidos en el fracaso, vienen aquí a pagar su precio...

—¿A convertirse en oveja?

—¿Exactamente? ¡Un ciclo! ¡El ciclo de la felicidad!

—¡Usted está loco! —hizo un mohín de desprecio Rodríguez, al tiempo que sacaba su pistola de reglamento—. ¡Mire!

El disparo apenas se oyó, devorado por el estampido de las fábricas cercanas. Y una oveja cayó patas arriba.

Rodríguez sintió que el tiempo se detenía, que un vigor nuevo le tensaba los músculos, que su cráneo acusaba un picorcillo agradable. Sus entradas reverdecían. Se le hinchó el pecho hundido y apartó la vista con repugnancia del solar, de las ovejas, de los camposantos que barrían el horizonte... Atónito, como alguien que vuelve en sí después de un ataque nervioso recordó de pronto que tenía una cita urgente con una mujer.

—Usted perdone —le dijo al pastor—, pero tengo una cita...

Se palpó instintivamente la mejilla con la mano izquierda para ver si estaba bien afeitado, y algo le chocó: la cicatriz que le llegaba de la nariz hasta la nuez le había desaparecido.

Y al enfundar el revólver vio con júbilo que el milagro se había producido: dos estrellas de teniente le adornaban la bocamanga.

—¡Adiós! —le dijo Rodríguez al ovejero.

—Adiós, no. Hasta la vista.

En el desmonte triscaba el mismo número, invariable, de ovejas.

* * *

Rodríguez volvió muchos, muchísimos años más tarde. Sí; suena a cuento de hadas, pero es así como hay que expresarlo, porque lo que para él fue un suspiro o una ráfaga de viento hermoso que no se puede aprehender con todos los pulmones, era medio siglo.

Volvió al desmonte con su fracaso a cuestas: con el recuerdo de la mujer que le había abandonado, con la amargura de su degradación, con sus galones arrancados, con su ansia de cementerio, de tumba; con su cicatriz, su reuma, su calvicie y su soledad. Una soledad que le quemaba el corazón. Volvió, además, sin revólver.

Aquella tarde había traducido un tema táctico alemán.

El horizonte plomizo, erizado de chimeneas que vomitaban un humo negruzco frente al desfile capuchino de los cipreses era el foro de aquel solar donde unas ovejas sucias y raquíticas se apiñaban como buscando calor. Y el que las cuidaba estaba allí, sonriendo son sorna al ver al recién llegado que venía a pagar lo que había sido su privilegio: la vuelta a los tiempos felices.

Como sonámbulo, como hipnotizado, Rodríguez no tardó en descubrirse a sí mismo a cuatro patas y mascando hierbajos de sabor acre y áspero. Al toser balaba.

Miraba aquella tierra sórdida con rabia contenida, pero era el precio de su breve recreo vital.

Algo le sobresaltó, de pronto: hacia el desmonte llegaba una figura que le era familiar, francamente familiar. Tenía aspecto de militar retirado y una gran cicatriz le cruzaba la mejilla desde la nariz a la nuez. Discutió brevemente con el pastor, que sonreía, mientras que el recién llegado parecía dominado por la cólera.

¿A quién le recordaba aquel hombre?, se preguntó, y se separó del rebaño para trotar con curiosidad hacia el sitio en que el pastor y el recién llegado dialogaban.

—¿A convertirse en oveja? —decía el de la cicatriz.

—¡Exactamente! ¡Un ciclo! ¡El ciclo de la felicidad!

—¡Usted está loco! ¡Mire!

Y Rodríguez quedó paralizado por el espanto. Su imagen, su imagen de hombre, había sacado una pistola del bolsillo del gabán y le apuntaba fríamente.