IV

—¿Y dices que el «Colorao» no te gusta, Antonio? —indagó el «Torrente» a su peón de confianza Ortiz.

—De presencia está bien, maestro... Tiene una cabeza cómoda, y sus buenos kilos. Pero sorprendí algo en sus ojos que, ¡vaya!, no acabó de agradarme... Miraba de una forma muy fea el bicho... El mayoral casi me pega cuando le pregunté si aquel toro había sido capoteado por cualquier «maletilla»... En fin, nos ha tocado en suerte y habrá que apechugar con él...

El maestro meneó la cabeza pensativo. Tenía plena confianza en Ortiz y si a éste no le gustaba el bicho, algo habría visto en él.

El «Torrente» no se encontraba de muy buen humor... Su primer toro había sido un pelmazo y por culpa del estoque —metió más de cuatro sablazos y tuvo que terminar con él de siete descabellos— había oído una bronca descomunal. Pensaba «sacarse la espina» en su segundo y ahora su pzón le salía pesimista... Y era una lástima porque la plaza estaba simbiosis llena y le convenía cortar al menos una oreja, con vistas a la publicidad para nuevos contratos.

Cuando sonaron los clarines, su mirada fue a posarse en el «portón de los sustos». ¡A ver qué llevaba dentro de sí aquel dichoso «Colorao»...! Lo que llevaba dentro de sí. De haberlo sabido, o no lo hubiera creído o habría salido más que al paso de la plaza, aunque fuera entre almohadillazos...

Se abrió la famosa puerta y el toro salió como un cohete, levantando la arena en un galope descomunal.

—Antonio... fíjamelo...

El peón sudaba. Era gitano y aquel bicho lo traía por el camino de la amargura. «Que tiene mal de ojo, vaya», le había dicho confidencialmente al mozo de espadas. Pero, obediente a las órdenes de su maestro, afianzó el capote y se dispuso a enfrentarse con el morlaco, encomendándose mentalmente a la Macarena...